EL MUNDO › OPINIóN
› Por Juan Gabriel Tokatlian *
Las denominadas Ordenes Ejecutivas constituyen un recurso clave de la política presidencial e institucional en Estados Unidos. Como instrumento interno han sido cruciales para una gestión coordinada del gobierno federal y, a veces, fueron fundamentales para impulsar cambios históricos como la “proclama de emancipación” de Abraham Lincoln y el “New Deal” de Franklin D. Roosevelt. Como medio de una política exterior han sido, usualmente, un componente de la diplomacia coercitiva, tanto durante como después de la Guerra Fría. Internamente, se supone que deben ser básicamente un incentivo importante para el manejo positivo de cuestiones relevantes; internacionalmente son, en general, parte de una estrategia punitiva cuyo propósito es obligar a contrapartes supuestamente agresivas o desafiantes a modificar su comportamiento de acuerdo con los objetivos y preferencias estadounidenses. Por lo tanto, estas órdenes son una combinación de “zanahoria” en el país y “palo” en el extranjero.
La Orden Ejecutiva presidencial más reciente y relacionada con el frente externo fue sobre Venezuela y debido a que, según la Casa Blanca, ese país constituye una “amenaza extraordinaria” a la seguridad nacional de Estados Unidos. Así se bloquearon los bienes y se restringió el ingreso de siete venezolanos. Es evidente que se evitaron sanciones económicas onerosas, restricciones a la exportación de petróleo y castigos en el plano político-militar, tal como ha sido el caso con otras órdenes ejecutivas contra Corea del Norte, Libia e Irán, entre otros. Sin embargo, la decisión de Washington con respecto a Caracas es defectuosa y puede ser contraproducente.
En ningún sentido real o hipotético Venezuela representa un peligro inminente para Estados Unidos. Nadie en el ala liberal del Partido Demócrata, ningún empresario con negocios rentables en la región, ninguna ONG dedicada a los derechos humanos, ni tampoco los estudiosos de la realidad venezolana, thinktanks que trabajan en temas interamericanos o figuras clave en los medios de comunicación –entre otros– estuvieron exigiendo dicha orden. Una muy debilitada democracia en crisis como la de Venezuela no es una amenaza de seguridad para los estadounidenses sino un desafío político para todo el continente. El pobre record de Venezuela en materia de derechos humanos no es peor que los de México o de Egipto: ningún principio prioritario parece haber incidido en la determinación del gobierno de Obama sobre Venezuela a menos que uno haga un argumento sobre la conveniencia estratégica de un doble estándar. La complejidad y la gravedad de las tensiones y los enfrentamientos entre el gobierno del presidente Nicolás Maduro y la oposición todavía son más manejables y negociables en comparación con los distintos “puntos calientes” de Medio Oriente Medio o Africa del Norte. Organizaciones de derechos humanos en Venezuela y América del Sur no han apoyado la directiva del presidente Barack Obama. Ni siquiera la oposición venezolana aplaudió el anuncio de la Casa Blanca. Ningún país latinoamericano –especialmente ningún vecino de Venezuela– ha favorecido esa medida. Aliados próximos de Estados Unidos tales como Canadá o la Unión Europea no se han unido a Washington o felicitado a Obama.
Por lo tanto, hay al menos dos alternativas para comprender –lo que no implica justificar– la nueva política de Washington hacia Caracas. Por un lado, puede ser el resultado de un “acto reflejo” acompañado de una “lógica de compensación”. El “acto reflejo” remite a que el anuncio de sanciones es un rasgo ya habitual de los gobiernos estadounidenses después de los atentados del 11 de septiembre de 2001: la “lista” de “estados canallas” (rouge states), “estados chantajistas” (blackmail states), “estados bandidos” (outlaw states), “estados disfuncionales” (dysfunctional states), que son las categorías a las que suelen referirse los tomadores de decisión en Washington al momento de tomar acciones de coacción y de retaliación, es extensa y en permanente expansión. A su turno la “lógica de compensación” se manifiesta en determinadas coyunturas relevantes. Como se sabe Estados Unidos y Cuba han decidido normalizar sus relaciones y La Habana ha solicitando ser sacada de la lista de los estados que auspician el terrorismo; tal la condición en la que se encuentra el país desde el 1° de marzo de 1982 (junto a Irán, Sudán y Siria).
Mientras avanza un acuerdo definitivo entre el P5 (Estados unidos, China, Rusia, Francia y Gran Bretaña) + 1 (Alemania) e Irán en materia nuclear. Con el fin de no parecer “suave” sobre ambas cuestiones, la administración Obama desea quizás demostrar que es lo suficientemente “dura” con la nueva generación de “enemigos”, ya sean el Estado Islámico, Venezuela o Rusia. La Orden Ejecutiva contra Venezuela tendría entonces más que ver con una mezcla de política exterior y doméstica en el corto plazo, así como con la política electoral en el mediano plazo (pensando en la elección de 2016 y en estados como Florida, Texas y Nueva York, donde ha crecido la presencia de venezolanos en los últimos años).
Por otro lado, la decisión estadounidense contra Venezuela puede haberse basado sólo en lo que está sucediendo en ese país. Es posible que la percepción entre los políticos estadounidenses en el Ejecutivo y el Legislativo fuese que el endurecimiento de la postura frente al gobierno de Maduro pudiera contribuir a unir a la oposición, erosionar al mandatario y acelerar un cambio de régimen. Si hay divisiones entre las fuerzas armadas –tal como pareciera ser hoy el caso– la Orden Ejecutiva funcionaría como un mensaje: los militares deben definir, más temprano que tarde, su postura con respecto al mandato de Maduro. En ese caso, Washington estaría dispuesto a seguir una política muy arriesgada sin preocuparse demasiado por las consecuencias internas en Venezuela y por el impacto global sobre las relaciones entre Estados Unidos y América latina: al fin y al cabo, la región no ha generado una coalición de contrapeso de las fuerzas de centroizquierda en el gobierno capaz de limitar seriamente la proyección de poder de Estados Unidos en la zona.
Bajo este hipotético marco de referencia, las primeras reacciones en Venezuela –del gobierno, de la oposición y de las fuerzas armadas– y en América latina –más allá de la orientación ideológica de cada gobierno– no han sido promisorias para Washington. Habrá que ver si la VII Cumbre de las Américas a efectuarse en Panamá los días 10 y 11 de este mes resulta la crónica de un fracaso anunciado o si logra un mínimo de convivencia, así sea formal, en las relaciones interamericanas.
Pero cualquiera sea la razón es desconcertante que alguien en Washington (y Arlington y Wall Street) crea que actuar en solitario y exacerbar las fricciones en Venezuela es bueno para los intereses a largo plazo de Estados Unidos en Venezuela, en particular, y en América latina, en general. Tal vez un pequeño grupo de individuos e intereses aún sostenga que Estados Unidos (y el mundo) estará mejor con más confrontación y una nueva y potencial guerra (in)civil. En breve, e independiente de la intención última, la decisión de Obama sobre Venezuela puede llegar a ser realmente una fuente de desorden ejecutivo más que el preludio de transformación pacífica en ese país.
* Director del Departamento de Ciencia Política y Estudios Internacionales de la Universidad Di Tella.
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