EL MUNDO › OPINIóN
› Por Mario Ranalletti *
Primer disco de Supertramp, importado, comprado en la librería de Harrod’s de la calle Florida. El fotomontaje de la tapa representa bien a la Europa que cree poder afrontar los desafíos que le imponen la marea de excluidos y las matanzas sin dejar de disfrutar de su buen pasar. Las matanzas llevadas a cabo por pequeñas fraternidades la noche del 13 de noviembre en París muestran no sólo la capacidad de destruir vidas humanas que tienen algunos seres humanos que han dejado de serlo, sino también el inicio de una nueva fase de la transformación de Francia en otro campo de batalla para dirimir los conflictos en Irak, Siria y Afganistán. Vaya paradoja semántica: Francia tardó décadas en llamar por su nombre a la guerra de Argelia (por mucho tiempo se hablaba de eso como “los sucesos de Argelia”), pero mientras las masacres se cometían el presidente Hollande se apresuró a anunciar una guerra que no es tal...
Franceses con memoria me recordaron que Argel –durante la guerra de independencia contra Francia y durante la guerra civil de los años 1990– vivió hechos similares, al menos en el modus operandi y los resultados. Ambas situaciones se saldaron no por una victoria militar, sino mediante una negociación política. Las respuestas que se están instrumentando en Francia no indican que se camine en la misma dirección.
Philippe Juvin, ex médico militar en Afganistán como parte de las fuerzas de ocupación aliadas y hoy jefe de urgencias del Hospital Georges Pompidou de París, comentó en el diario Le Monde que se había encontrado con las mismas heridas que había tenido que atender durante su servicio militar. Los quirófanos pasaron a practicar de urgencia “cirugía de guerra”, declaró consternado el domingo 15 de noviembre. La gran diferencia era que en la noche de los atentados los heridos afluían por decenas. “Francia está en guerra”, expresó muy apesadumbrado el presidente François Hollande. Pero es muy probable que no sea así y que las mutaciones experimentadas por la guerra después de la implosión de la Unión Soviética no estén siendo tenidas en cuenta en los análisis y la comunicación gubernamental. Atacantes suicidas provistos de explosivos y de armas de guerra arremeten contra una multitud de no combatientes, inadvertidos, que se hallan en lugar cerrado y en una situación de esparcimiento. Más allá de las declaraciones oficiales, de la propaganda y la mediatización de la idea, no está Francia en medio de una guerra. Ni asimétrica ni “no convencional”, ni mucho menos “santa”. Enfrenta una masacre, ejercida de manera unilateral y de proximidad, contra grupos indefensos y totalmente desprevenidos. Si debería rechazarse por razones semánticas y científicas la noción de guerra, también debería pasar lo mismo con la de “kamikaze”, que se está usando insistentemente para designar a los perpetradores de los crímenes en París. El kamikaze se inmolaba como último acto de un enfrentamiento entre militares, es decir, en un combate entre equivalentes. Tres individuos armados con fusiles AK 47 y cinturones explosivos atacando a una multitud de personas que en un teatro escucha ensimismada y aturdida a un grupo de heavy metal no puede considerarse un enfrentamiento parejo... Este tipo de actos no configuran un hecho bélico, sino un caso de violencia extrema, es decir, un tipo de violencia desreglada, donde la victoria se entiende como la realización de una masacre.
Este cambio en las formas de combatir tiene múltiples explicaciones. Una de ellas es la casi desaparición de la guerra como actividad regulada, realizada por Estados nacionales y en una relativa igualdad de fuerzas y recursos. Otra está en Francia misma y es la radicalización con base religiosa. Este proceso, verificable en ciertos elementos de la sociedad francesa, es el momento previo al pasaje un acto de violencia extrema, mediante la creación de lo que el especialista Jacques Sémelin definió como un “imaginario de la destrucción”: para realizarse, esta violencia debe, primero, ser imaginada. El catolicismo intransigente y la extrema derecha argentina hicieron algo similar con los futuros torturadores del “proceso”, antes del golpe militar de 1976.
Este proceso de radicalización parece haber trascendido dos “fronteras”. Por un lado, la de la prisión, reconocida como el espacio privilegiado para el reclutamiento de candidatos a la Jihad (guerra santa). Por otro, las del propio territorio francés: los últimos descubrimientos de la investigación policial, forense y judicial sobre los atacantes señala a Bélgica como punto de partida y de escape elegido. Los medios masivos destacan a Molenbeek-Saint-Jean –un suburbio de Bruselas– como “retaguardia” del radicalismo islamista. En especial, a su barrio árabe (existen otros dos sectores, uno de clase media y otro de clase alta), el cual es vinculado con diferentes hechos ligados a las acciones de Al Qaida y Daesh (Estado Islámico). Se sostiene que en esta localidad vivieron o estuvieron algunos miembros del equipo que asesinó al comandante afgano Ahmed Shah Massoud, principal contendiente de Bin Laden; dos de los atacantes de trenes suburbanos en Madrid (11 de marzo de 2004); Amédy Coulibaly (atacante del supermercado de la Porte de Vincennes –París– en enero de 2015, para comprar su armamento); Ayoub el Khazzani (quien intentó una masacre dentro de un tren en agosto de 2015) y la persona que alquiló el auto que los atacantes dejaron delante del teatro Bataclan antes de comenzar la masacre.
El universo musulmán en Francia se encuentra dividido y cada vez más tensionado entre la estigmatización a la que se ve sometido y el discurso radical de algunos imanes. El actual radicalismo religioso islámico, uno de los factores clave en la generación de atacantes suicidas, sostiene que sólo ellos son buenos musulmanes y, por ende, son un grave problema para quienes no ven en las masacres una vía para mejorar la situación. La filosofía y la lógica de la “guerra santa” no generan unanimidad en el campo musulmán francés. Las tradiciones del Apocalipsis inminente, de la purificación del mundo por la matanza de los infieles y la aproximación al paraíso por la inmolación –vehiculizada por los salafistas y sunnitas más radicalizados, como quienes responden a Daesh, Boko Haram o el Frente Al Nusra– tampoco gozan de un consenso muy extendido entre los musulmanes de Francia.
No obstante estas claras líneas de clivaje interno en el universo musulmán galo, la deshumanización de muchos jóvenes para convertirlos en atacantes suicidas se hace imparables en Francia, con la “ayuda” del aislamiento y la degradación en la que se encuentran la mayoría de los potenciales candidatos. Frente al desempleo, la discriminación y la exclusión, el discurso radical “rescata” a muchos jóvenes del ostracismo y de la delincuencia, para incluirlos en un nuevo universo, presentado como purificado de estos males y donde se les asignan un lugar, recursos y una misión. Al adoctrinamiento le sigue la integración en una comunidad cerrada, que le impune al reclutado cortar sus vínculos con el exterior e, incluso, con su propia familia.
Contra esta poderosa combinación, el rol de las elites musulmanas puede ser una herramienta preciosa en una voluntad de fomentar seriamente la “des-radicalización”, que por ahora no existen ni en el gobierno, ni en la sociedad francesa. Desandar la programación psíquica del atacante suicida es un proceso largo y de incierto resultado, en el cual el discurso teológico puede jugar un papel fundamental y benéfico, por sus posibilidades de generar empatía con quien ha sido sometido a un adoctrinamiento para devenir un criminal. Los imanes deberían poder hacer escuchar su voz más allá del espacio de la mezquita.
Nada se parece a lo sucedido en enero de 2015 tras los atentados contra la revista Charlie Hebdo, la fábrica de productos químicos de Dammartin-en-Goële y de la Porte de Vincennes. Entonces, la estupefacción dio lugar a una amplia manifestación de solidaridad con las víctimas, coronada por una histórica marcha donde se congregaron el agua y el aceite de la política internacional. Los atentados en el Stade de France, los cafés del 10 distrito y del teatro Bataclan fueron seguidos de un pánico generalizado y la falta de certezas. Hay que destacar que la atención sanitaria y la contención psicológica institucional se mostraron en un estado óptimo para enfrentar la urgencia de la situación, como nos contaban amigos parisinos y versailleses.
La unidad nacional se imponía de suyo, como el duelo, frente al horror. Sólo 48 horas después, la unidad nacional a la que llamó el gobierno se licuó en intentos de aprovechamiento partidario de la situación. Nicolas Sarkozy, invitado por la muy seguida cadena de televisión TF1 (Télévision Française 1), pidió la detención domiciliaria de los radicalizados, su vigilancia electrónica y el cierre de las mezquitas dirigidas por imanes radicalizados. Sin evaluar la pertinencia o eficacia de la propuesta, lo menos que se puede decir es que el predecesor de Hollande en la presidencia de Francia eligió mal el momento. Por su parte, Marine Le Pen se mostró contrariada por tener que postergar la campaña electoral en vista de una cercana compulsa para cargos e instituciones regionales. El presidente Hollande quisiera extender el régimen de emergencia por tres meses, frente a lo cual Jean-Luc Mélanchon (líder de la izquierda reunida en el “Front de gauche”) previno de convertir la excepcionalidad en estado permanente.
En este contexto de dolor y gritos de guerra contra la “guerra santa”, cerca de las 17 horas de Argentina del domingo posterior a los atentados, Francia lanzó el primer golpe por golpe del que habló el primer ministro Manuel Valls: la cartera de Defensa anuncia por comunicado y por tuit que la Fuerza Chammal (“norte”, en árabe, en alusión a un viento que sopla en Irak y el Golfo Pérsico, en dirección noroeste) había llevado a cabo un “bombardeo masivo” sobre la ciudad de Raqqa, localidad del norte de Siria considerada el bastión de Daesh en dicho país. Francia no tiene ninguna estrategia en los teatros de conflicto. Nadie quiere enviar tropas propias allí y la idea más clara parece ser convertir a los espacios controlados por Daesh en amplios estacionamientos a fuerza de bombardeos.
Se hacen oír voces sobre la inevitable pérdida o la necesidad de cercenar libertades en favor de una eficaz respuesta a la masacre y como forma de prevención. Es indudable que un refuerzo de los controles sobre las comunicaciones y sobre la circulación de personas puede dar resultados positivos y rápidos en materia de inteligencia y espionaje. Esto podría llegar a entenderse en el marco de una situación de excepción, dado que después de lo vivido a comienzos de este año, la violencia se ha reproducido, incluso con mayor intensidad. Los servicios de inteligencia franceses se han mostrado impotentes para evitar la masacre, en especial, para penetrar en las redes de reclutamiento, de suministros –en especial, de armas– y de comunicación del islamismo radical. El serio inconveniente está en aprovecharse de la excepción y la emergencia para organizar una gigantesca razzia que no de con los candidatos a cometer nuevas masacres, sino con ciudadanos musulmanes. Sólo una parte mínima del problema con los radicales islamistas es de índole religiosa, pero es habitual ver y escuchar que en Francia se reduce todo el asunto a este aspecto. El desafío es vigilar y castigar sin caer en el racismo de la ultraderecha en ascenso y en el autoritarismo del pasado, bajo el falso argumento que los islamistas radicalizados sólo hablan cuando se los tortura.
* Docente e investigador del Instituto de estudios históricos de la Universidad Nacional de Tres de Febrero.
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