EL MUNDO › EL DUELO EN LA CIUDAD TRAS EL ATENTADO
› Por Eduardo Febbro
Desde París
El sol se fue ese día. Las mañanas y las tardes milagrosas que parecían sustraerse a la severidad final del otoño se oscurecieron de pronto. Llegó el frío y una garúa invasora ahora moja los mensajes de papel y las flores dispuestas en las zonas de París donde los terroristas del Estado Islámico asesinaron el viernes 13 de noviembre a 129 personas e hirieron a 350. Con la muerte llegó la uniformidad gris, como si el clima, el cielo, también estuvieran de luto. Comunidad repentina entre los seres humanos y el mundo natural en el que vivimos. La gente se acerca a esas veredas de tragedia en una procesión permanente. Silencio y recogimiento. Esculturas fugaces de flores que se marchitan y vuelven a florecen con otros testimonios. El otoño se incrustó en el corazón de la ciudad. La magia urbana es hoy una mudez embrujada por el dolor. Todas esas flores, esos mensajes, trazan un límite infranqueable. Estamos más allá de lo posible. Estamos en la híper realidad de un mundo indolente, de la ineficacia de los Estados, de los fallos estratégicos, de la barbarie confesional, de la retórica compulsiva de la narrativa política que pierde su máscara para mostrarnos que la realidad es esta vereda del Bar La Belle Equipe, aquella del Boulevard Voltaire cubierta por enormes lonas grises detrás de las cuales está el edificio del teatro Bataclan. Enfrente, televisiones del mundo entero, flores, la supervivencia dudosa de las velas azotadas por el viento y esa constancia compacta de la gente que se asoma al espanto de una noche donde un puñado de asesinos ejecutó una generación. Estas veredas son un momento humano, íntimo, impenetrable. Más allá de los Estados y de la guerra. El sueño de la vida se tornó una sentencia.
La vida avanza con los días. La muerte no la detiene, sólo le marca una espesura insensata. Esos barrios mortificados por las balas recuperaron su ritmo. Los camiones van y vienen, los autos estacionan en doble fila, los protestones gritan, los bares están repletos del aroma del café humeante y acogedor. Pero en esas esquinas, en esas veredas, el tiempo es otro tiempo. Se detuvo todo. Parecen geografías extranjeras, rocas áridas caídas de alguna parte, esculpidas en un extraño silencio. Los amigos se detienen mirando un abismo, las amigas se toman de pronto de la mano y las parejitas de jóvenes se abrazan como si fuera la primera vez que encuentran. Ambos se secan las lágrimas con las dedos del otro. El centro Georges Pompidou colgó un afiche gigante, un cuadro de Fernand Léger inspirado en el poema “Libertad, escribo tu nombre”, de Paul Eluard: “Y por el poder de una palabra/ Vuelvo a comenzar mi vida/ Nací para conocerte/ Para nombrarte/ Libertad”, escribe Eluard. El centro Pompidou aduce que ambos, cuadro y poema, expresan “la fuerza de la libertad frente a la barbarie”. Los sentidos se chocan y se anulan; ellos tuvieron libertad para desplegar su barbarie en París, como la tiene Occidente para exportar la suya en los países de Medio Oriente hostigados hace décadas por bombas y pactos estratégicos patibularios. La guerra y el duelo en muchos lugares a la vez. Aquí, en París, donde la libertad es un valor tangible, allá, donde la libertad es una negación permanente.
Aquí, a esta hora en que anochece y la lluvia envuelve los silencios, y el frío aprieta los abrazos y las velas iluminan los montículos de flores, lo que está presente es la soledad humana frente a la barbarie. Se la siente como un animal sigiloso. La secuencia histórica es pavorosa. Muchos de los que murieron el viernes 13 estuvieron en la gigantesca manifestación que reunió en París a varios millones de personas pocos días después de los atentados contra el semanario satírico Le Canard Enchaîné y el supermercado judío del Este de la capital. Habían salido a la calle con el afiche “Je suis Charlie”, con un lápiz en la mano y el libro de Voltaire Tratado sobre la tolerancia en la otra. Ya no están.
He venido casi todos los días desde hace una semana. Regreso con la misma sensación de haber transitado por la irrealidad. París flota todavía. Tanto se dijo y se escribió; que esos chicos eran hedonistas, que vivían en un mundo de burgueses bohemios, que eran cosmopolitas, que no les interesaba el devenir del mundo sino el de sus cuerpos, el de su belleza personal y el del buen gusto protector de los bares y locales que frecuentaban, que habían encarecido esos barrios, modificado su composición social, transformado las panaderías y los negocios que antes eran populares en una experiencia estética moderna; que eran “hípster”, que eran y que eran pero ya no son. Por eso los eligieron como blancos humanos, porque ese islamismo armado se nutre de la exclusión y del vacío social que el liberalismo acarrea. La gente ha depositado cartas y mensajes de toda índole. Uno dice “Fluctuat nec mergitur” (azotado por las olas, pero no se hunde). Es la divisa de París representada por el emblema de un barco. Se la puede leer también como “París, a pesar de las tempestades, es siempre indestructible”. Hay otros más enigmáticos, que sólo comprenden los allegados de las víctimas. Estamos en tiempos de guerra, dice el Estado. La guerra desune, el duelo une. La ciudad está de duelo, los barrios 10 y 11 de París renacen a tientas. Aunque lo más poderoso y profundo sea al silencio que cubre las sucesivas muchedumbres que han venido a rendir un homenaje, nadie se esconde. Los llamados por Facebook o Twitter a volver a la calle se multiplican cada día. #TousauBistrot (Todosalbar, hashtag en Twitter) para “no dejar de hacer lo que los terroristas aborrecen” (mensajes en las redes sociales). París se busca, hasta en el fondo del horror. Las redes sociales se han llenado de pedidos para encontrar a la providencial mano que salvó la vida, a un compañero o compañera circunstancial con quien, durante el relámpago de la muerte, se compartió un escondite, a aquel desconocido que atendió a los heridos, a aquellos que se dieron ánimo en el tiroteo. Los que se unieron en el miedo o el coraje, los que salvaron o protegieron, quieren volverse a ver. Los convoca la solidaridad, el agradecimiento, el recuerdo o el dolor. Como esta ciudad de magias y de metamorfosis, no huyen del espanto.
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