EL MUNDO › OPINION
› Por Eric Nepomuceno
Al menos en un aspecto hubo una mejora en la densa atmósfera que desde hace meses encubre a Brasil: se acabó el chantaje. Con más intensidad desde julio, el presidente de la Cámara, Eduardo Cunha (foto), esgrimía con alegre irresponsabilidad un arma de alto poder que le es asegurada por la Constitución: aceptar –o no– pedidos de apertura de un juicio político a la presidenta Dilma Rousseff.
Ahora, el chantaje se acabó, el juego está abierto, y a Dilma no le queda otra que entender que la única apuesta que existe es al todo o nada.
Hasta el minuto final, el PT dudó entre correr el riesgo de despertar la furia de un amoral vengativo o buscar algún tipo de composición con un político que no tiene, bajo ningún aspecto, la más mínima condición de seguir al frente de la Cámara.
Contrariando toda su ya hartamente desgastada imagen, desmintiendo su trayectoria ya bastante maculada, figuras importantes del PT que ocupan puestos de relieve en el debilitado mandato de Dilma Rousseff intentaron imponer un raciocinio suicida: el gobierno es más importante que Eduardo Cunha. Preservarlo sería una manera de preservar a la mandataria.
Ocurre que el presidente de Diputados, como saben todos, él inclusive, es un cadáver político. Más temprano que tarde perderá el puesto y, muy posiblemente, el mandato. Si no son sus pares, será la Corte Suprema. Por un número inmenso de delitos, es solamente un cuerpo muerto e insepulto. Se acabó la impunidad de que disfrutó por décadas.
En ese cuadro, y luego de mucho titubeo, el PT decidió no seguir tirando por la ventana lo que le queda de imagen y credibilidad. Y abandonó al moribundo diputado, que actuó como era esperado: vengándose.
Dilma y su equipo de articuladores ahora luchan en dos frentes de batalla. Uno, jurídico: intentar que la Corte Suprema impugne una iniciativa que carece de base legal y no ha sido otra cosa que la venganza personal de un político que, de manera infame, manipuló la prerrogativa que le es asegurada por la Constitución movido puramente por deseo de venganza. Y el otro, decisivo, en el frente político.
Dilma Rousseff tendrá, sin alternativa, que hacer algo que detesta: política. Negociar detalles, minucias. Convencer con argumentos y no imponer sus certezas. Porque si no hace política, cae.
El lunes se instalará la Comisión Especial que irá a refrendar o rechazar el pedido de apertura de juicio político aceptado por Cunha. Serán 65 diputados de todos los partidos representados en la Cámara. Es el primer paso del trámite requerido por la ley. De ese total, la base aliada tendrá 36 representantes, y la oposición, 17. Los otros 12 son de partidos pequeños.
Los dos mayores partidos, el PT y su aliado PMDB, tendrán 8 diputados cada uno. En teoría, el gobierno está en cómoda ventaja. En teoría: en la práctica, tendrá que enfrentar a un aliado desleal. Michel Temer, vicepresidente de la República, es un político escurridizo. Si cae Dilma, él asume. En los dos últimos días, él se reunió con la mandataria por míseros 30 minutos. Con cabecillas de la oposición, horas y horas.
Son del PMDB, además de Temer, Renan Calheiros, presidente del Senado y del Congreso, y varios caciques de alto poder de fuego sobre diputados y senadores. Dilma no puede confiar en ninguno de ellos: es muy poco creíble que Cunha adoptase la iniciativa que adoptó sin contar con al menos la omisión de los caciques del PMDB. Si Dilma no logra frenar el trámite en esa primera etapa, tendrá que reunir 171 votos en el Pleno de Diputados.
Pero pensándolo bien, si no logra siquiera eso, en una Cámara de 513 integrantes, volver para casa sería la salida natural...
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