EL MUNDO › OPINIóN
› Por Emir Sader
Hasta no hace tanto, Richard Nixon, todavía presidente de Estados Unidos, declaraba: “Somos todos keynesianos”. Era la demostración de la hegemonía de ese modelo. Fueron conservadores y no la izquierda los responsables del Estado de bienestar social en Europa. Era la muestra de que se trataba de un consenso.
Una década después, otro presidente norteamericano anunció el radical cambio de rumbo. Para Ronald Reagan, el Estado dejaba de ser solución, para ser el problema. Se apuntaba al elemento clave del modelo keynesiano, ahora para hacerlo el blanco de los ataques concentrados del neoliberalismo, primero de la derecha tradicional, después también por sectores que venían de la izquierda histórica.
A partir de ese momento se desató una feroz lucha de ideas y política sobre el rol del Estado, con consecuencias directas sobre la economía. El ataque al Estado muchas veces no revelaba claramente que es lo que se promovía en su lugar: el mercado. Pero se trata de una misma operación ideológica, con dos caras.
Para el diagnóstico neoliberal las economías no crecen por excesiva cantidad de regulaciones, que traban y desincentivan las inversiones. Liberemos el capital de esos límites que lo cercenan, implementemos el libre comercio, así se retomarán las inversiones, la economía volverá a crecer y todos volverán a ganar –pronosticaban Reagan y Thatcher, alegre y ingenuamente–.
Pero, como recordaba siempre Marx, el capital no está hecho para producir, sino para acumular. Libre de trabas, se transfirió, en proporciones gigantescas, hacia el sector financiero y todas las modalidades especulativas. Las economías no han vuelto a crecer, pero se ha dado una monstruosa trasferencia de renta hacia el sector financiero, que se ha vuelto el hegemónico en el neoliberalismo.
El Estado mínimo es el corolario de esa centralidad del mercado. La derecha intensificó sus diagnósticos en contra del Estado, de su capacidad reguladora de la economía, de contrapeso del mercado, pero también de todas sus otras funciones.
El Estado sería por esencia ineficiente, despilfarrador de recursos, recaudador de demasiados impuestos que devolvería poco a la sociedad, sería la raíz fundamental de la corrupción, que cierra el mercado interno de los saludables ingresos de capitales externos y de innovaciones tecnológicas, generador de una burocracia inmensa, desincentivador de las inversiones. Además de fuente de totalitarismos políticos –tema privilegiado del liberalismo–. Es el problema al que hay que atacar todo el tiempo.
Los inmensos procesos de privatización, de apertura de los mercados, de despido de empleados públicos, de suspensión de toda forma de control estatal sobre la economía se han vuelto el eje de las políticas neoliberales. Que han fracasado en todas partes del mundo. A lo sumo han controlado, por un cierto tiempo, la inflación, pero han aumentado exponencialmente la deuda pública, han promovido la precarización de las relaciones de trabajo, han aumentado el desempleo, el endeudamiento externo. Para que todo eso fuera posible, fue necesario incentivar en todo momento el odio al Estado.
Pero algunas funciones del Estado le interesan a la derecha. La primera, esencial, es la represión, porque políticas con esos rasgos, intensifican la crisis social y requieren represión. Requieren también el control judicial, para poder legitimar gobiernos autoritarios. Requieren Bancos Centrales que garanticen la liberalización de la economía.
Es un odio selectivo a las funciones de regulación económica del Estado, de garantía de los derechos sociales, de protección del mercado interno. Y como mal pueden hacer al elogiar abiertamente al mercado –responsable central por la crisis económica internacional empezada en 2008 y sin plazo para terminar–, atacan, con odio, al Estado, que es la forma de promover la centralidad del mercado.
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