EL MUNDO › OPINIóN
› Por Amílcar Salas Oroño *
Dilma Rousseff, en su último discurso público antes de la votación del domingo, fue bien clara: “es un golpe de Estado”. Si la noción corresponde al contexto o si es una extrapolación abusiva del término para la historia latinoamericana, nadie mejor que la propia Dilma para responderlo: por su biografía personal sabe muy bien qué es un golpe de Estado y qué no lo es. También sabe que no hay un único actor que está por detrás ni que comienza a partir de un instante específico. Se trata de un golpe, en este caso, que fue empujado desde diferentes lugares, con presiones y ritmos dispares, que terminaron coincidiendo en un mismo instrumento final: la Cámara de Diputados; sus características distintivas deben buscarse ahí.
Desde que el Partido dos Trabalhadores (PT) asumió la presidencia por primera vez en el 2003 siempre tuvo que articular la construcción de mayorías en el Parlamento. Si bien desde el 2005 hubo una apertura del PT en su política de alianzas, la ecuación pareció encontrar un camino más orgánico y estable cuando la coalición presidencial incorporó formalmente, a partir de la primera elección de Dilma en el 2010, a una parte substantiva de los partidos políticos representados en el Congreso, formándose una amplia coalición como base de gobierno.
Compuesta la alianza, para el caso, con la principal fuerza política del Parlamento –el Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB)– en poco tiempo los ruidos y conflictos empezaron a aparecer. Se hicieron explícitos en votaciones puntuales a partir del 2012 y en las culturas políticas que se querían transferir a la ciudadanía: de un lado, Dilma desplazando a varios ministros en su primer mandato por sospechas de tráfico de influencias y, del otro, Eduardo Cunha, con varias causas judiciales y un prontuario de coimas, evasiones e ilegalidades, autopromocionándose como un recolector de mayorías a partir de no se sabe muy bien qué tipo de incentivos.
La consolidación de Cunha, primero como líder de la bancada del PMDB en el 2013 y luego como Presidente de la Cámara de Diputados en el 2015 trajo una consecuencia clave para entender el curso de los acontecimientos: su grupo inicial de más o menos 100 diputados –integrado no sólo por miembros del PMDB sino también de otros partidos, incluso aliados al gobierno– logró convertirse en el eje de la labor parlamentaria. Con el transcurso de los meses, ese bloque se ubicó en el centro de gravitación de cualquier votación y, de forma más genérica, en el principal organizador de la agenda política del país, relegando, por un lado, cualquier iniciativa que pudiera llevarse adelante desde el Poder Ejecutivo y, por otro, deshidratando el rol opositor del Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB). Un bloque sin ideología, con buena parte de sus miembros investigados por la justicia, voceros de las causas más abyectas, cuya consolidación numérica se da una vez que pasa a ser el vehículo de una pauta propiciada por factores externos al propio Parlamento (federaciones industriales, cámara comerciales, petroleras internacionales, etc., por no hablar de intereses geopolíticos): el impeachment a la presidenta Dilma Rousseff. Es que para estos factores externos, la conformación de ese bloque parlamentario era el vector institucional que les faltaba (más allá de la ilegalidad del proceso de juicio político en sí) para empujar la salida del Partido de los Trabajadores como proyecto político de la Presidencia.
El impeachment está ahí, abierto. Un impeachment completamente desnaturalizado en lo que respecta a sus fundamentos jurídicos y por eso un golpe de Estado. Los destinos del pueblo brasileño, a la intemperie; todavía falta la votación del Senado.
* Politólogo. Instituto de Estudios de América latina y el Caribe (Iealc).
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