EL MUNDO › OPINION
› Por Jorge Alemán
España, más allá de sus nacionalismos posmodernos que siempre juegan en una frontera flotante y no antagónica, ha generado suficientes dispositivos como para fingir ser una “sociedad” y no un pueblo. Si el pueblo siempre es raro y contingente, si su irrupción exige siempre de una construcción militante para esa parte excluida de toda representación política, lo que le otorga al Pueblo su soporte más real.
En España esto es mucho más difícil, porque el mantra franquista del orden, la unidad y la totalidad de España es transversal a todas las fuerzas políticas, salvo para Podemos y las izquierdas que pueda aglutinar. España no tuvo una crisis orgánica en el sentido de Gramsci y sí una severa puesta en cuestión del bipartidismo, lo que no es lo mismo, pues las representaciones políticas de la transición quedaron dañadas pero no estallaron. Podemos supo leer muy bien esta situación, actuó como si de verdad hubiera habido una crisis orgánica para así obtener una traducción política del 15M. Como sabemos, cada vez que se traduce un acontecimiento del tipo del 15M permanece un resto intraducible, un saber en reserva susceptible de retornar bajo una nueva forma. La “mala lectura” de Podemos fue lo que permitió que en una Europa atravesada por todo tipo de dimisiones históricas surgiera un movimiento político que apuntara a una posible construcción popular. Pero aquí no tuvo más remedio que asumir el dilema mayor de toda formación política con vocación emancipadora, no renegar de su acto político de transformación y por tanto intentar construir la emergencia de un pueblo y a la vez volverse “garante” del principio de orden que sostiene a España, especialmente en su eterno fantasma de “unidad amenazada”. Fantasma del que obtienen una plusvalía de satisfacción miles de “ciudadanos”. Tambien los nacionalistas que fingen que esa plusvalía de satisfacción es “robada” por un Otro español que en definitiva no existe.
Por todo esto, Podemos se volvió el gran intérprete de España, lo que no es necesariamente una ventaja, porque muchas veces se odia al que me hace saber lo que no quería saber y más aún al que me hace saber que “yo ya lo sabía” pero actuaba de otro modo por puro interés.
El dilema encuentra su momento más culminante cuando se admite que el sentido último de la palabra orden es el mundo radicalmente “desordenado” por el Capital y su mutación neoliberal. Aquí la izquierda populista se encuentra frente a una elección forzada, aceptar que ese mundo del Capital no tiene exterior ni sujeto político que lo desconecte y a la vez actuar como si existiese un horizonte posible para ello.
Gracias a Podemos, un dilema político apasionante por el que se debe optar, si no queremos reeditar una nueva servidumbre voluntaria de nuevo cuño, ha tenido lugar. Sus dilemas en este sentido son los nuestros.
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