PáginaI12 En Estados Unidos
Desde Nueva York
La derrota en las elecciones presidenciales puso a los demócratas de cara ante la crisis más importante de sus últimos 30 años: sin la presidencia, ni mayorías en el Congreso, ni en la Corte Suprema; con sus principales figuras de las últimas décadas en retiradas y pocas, si acaso alguna, que parezca en condiciones de tomar la posta; relegado también a nivel estadual y local, donde en los últimos seis años retrocedió permanentemente ante el embate conservador; con una agenda partida entre un programa económico cauteloso y uno social de vanguardia; y ante el evidente y definitivo divorcio entre las elites de las costas, que sostienen económicamente la estructura, y su base histórica de votantes blancos de clase media y media baja; el partido de Franklin Roosevelt, John Kennedy y Barack Obama está obligado a reaccionar rápidamente para hacer frente a los desafíos que se abren en el nuevo escenario.
Lejos quedaron los sueños de hegemonía: durante los últimos años los demócratas se imaginaban que los cambios demográficos y el crecimiento en la participación de las minorías en la arena política los condenaría al éxito, reduciendo casi a cero las chances de sus rivales de siempre a acceder a la Casa Blanca. Con ese esquema en mente, la cúpula del partido decidió concentrar todos sus esfuerzos en las elecciones presidenciales, desatendiendo la política a nivel local. El resultado fueron la durísimas derrotas de medio término en 2010 y 2014, que le dieron al Partido Republicano el control de ambas cámaras de la legislatura. Como efecto secundario, la preponderancia de figuras fortísimas a la cabeza de la tropa, con Obama y Hillary Clinton a la cabeza, taponaron durante la última década la aparición de dirigentes jóvenes que le agregaran frescura a un espacio que, tras ocho años en el poder, no mostró capacidad de reacción.
Este escenario estaba asordinado por el exitismo que arrastraba la campaña de Clinton, convencida desde un primer momento en la inevitabilidad de un triunfo. La durísima interna contra Bernie Sanders, un senador independiente (tal la falta de alternativas dentro del partido) encendió alarmas que fueron desoídas por las elites, quienes redoblaron la apuesta por su candidata acompañándola en la fórmula por otro moderado que no contentaba a los millones de progresistas y liberales que se hicieron oír durante las primarias. La derrota del ticket demócrata la semana pasada sacó a flote todos los problemas y dio vuelta la tortilla: ahora, con una nueva configuración del mapa electoral y el Partido Republicano abrazando las banderas del populismo mientras flexibiliza sus posiciones en cuanto a los derechos sociales adquiridos en la última década, los que corren el riesgo de quedar relegados a un mero rol de acompañante en el bipartidismo norteamericano son ellos.
Los desafíos para los demócratas son muchos pero, además, son urgentes. En los próximos dos años habrá treinta y ocho elecciones a gobernador, que serán quienes decidan, luego del censo del año 2020, la nueva configuración de los distritos por los cuales se elegirán, durante una década, a los representantes en la cámara baja y las legislaturas locales. Históricamente, los partidos con hegemonía a nivel estadual pueden manipular los bordes de esos distritos para maximizar sus chances. Si no tienen buenos resultados ahora, los demócratas corren el riesgo de quedar condenados a ser minoría parlamentaria durante los próximos quince años. En el senado, en las próximas elecciones de medio término, el panorama no es mejor: renuevan diez bancas que ahora están en manos de demócratas provenientes de estados donde el martes pasado ganó Trump. Deberán remar contra la corriente no ya para recuperar la mayoría sino para evitar que el desnivel se agrave.
Sin embargo los problemas electorales del Partido Demócrata empalidecen ante la crisis interna que enfrentan: durante los últimos años, desde la presidencia de Bill Clinton, hubo un divorcio entre su plataforma económica y su plataforma social. Mientras que en ese interín, bajo gobiernos demócratas, hubo avances formidables en materia de género, derechos de las minorías y acceso a la salud, paulatinamente la agenda económica se fue mimetizando con los intereses de las grandes corporaciones de ambas costas del país, centradas en la economía de servicios y dejando sin resguardo a los trabajadores industriales del interior, a quienes la crisis financiera del 2008 golpeó más fuerte que a sus pares de las grandes ciudades. Contra ese divorcio centró su campaña Sanders, y la tracción que tuvo su mensaje es un síntoma del problema que se incubaba la candidatura de Clinton, principal exponente de la rama corporativa del partido.
Las filtraciones de correos internos publicados por Wikileaks agravaron la situación. En julio, apenas unas horas antes de la Convención Nacional Demócrata, la ex líder del comité, Deborah Wasserman Schultz, tuvo que renunciar porque se conocieron mensajes que evidenciaban cómo la conducción partidaria había inclinado la cancha a favor de la ex secretaria de Estado y en perjuicio del senador. La sucesora de Wasserman Schultz, Donna Brazile, tuvo su propio escándalo cuando otra filtración puso en evidencia cómo benefició a Clinton sobre Sanders al entregarle a la candidata las preguntas que recibiría en los debates antes de que tuvieran lugar. Además, la publicación de miles de correos del jefe de campaña John Podesta expuso rencillas internas durante toda la campaña que, agravadas por la derrota, tardarán en cicatrizar.
La primera batalla para ver quién, y cómo, encabezará esta nueva etapa del partido, está puesta en la elección del nuevo jefe del comité nacional. Obama y los Clinton, padrinos políticos de Wasserman Schults y de Brazile, no tendrán, ahora, voz ni voto. El candidato propuesto por Sanders, el legislador Keith Ellison, picó en punta y consiguió el apoyo de otras voces autorizadas, como los senadores Harry Reid y Chuck Schumer. El ex gobernador de Maryland, Martin O’Malley, que fue brevemente precandidato presidencial el año pasado, también anunció su intención de buscar ese cargo. No se trata solamente de una elección de nombres, sino también de decidir cuál será el camino que seguirán los demócratas en los próximos años.
En ese sentido, la voz de Sanders, que durante la primaria protagonizó un fenómeno de convocatoria y movilización, en particular entre los más jóvenes, tendrá peso. En los días que siguieron a la elección presidencial, el senador dio varias entrevistas en las que, además de advertir acerca de los peligros que trae consigo el gobierno de Trump, marcó la cancha de hacia dónde cree él debe virar el partido para evitar que esta crisis se profundice: “El Partido Demócrata ya no puede ser liderado por la elite liberal. Debemos enfrentarnos a Wall Street y la codicia de las corporaciones –sostuvo–. Yo provengo de la clase blanca trabajadora y me siento humillado porque el Partido Demócrata ya no puede hablarle a nuestra gente. Es hora de pararse junto a los trabajadores, sufrir su dolor y dejar de lado a los multimillonarios”. Toda una definición.