Dom 18.04.2004

EL MUNDO  › OPINION

Anatomía de un asesinato

› Por Claudio Uriarte

Algunos ven locura en sus métodos, pero también puede verse método en su locura. Superficialmente, podría leerse que el primer ministro israelí Ariel Sharon, en su entrevista en la Casa Blanca esta semana, consiguió carta blanca del presidente norteamericano George W. Bush (lo que puede y quizá deba atribuirse al poder del lobby judío con vistas a la reelección presidencial estadounidense en febrero) para asesinar ayer a Abdelaziz al Rantisi, jefe militar, en efecto, del grupo fundamentalista Hamas, luego del asesinato de su jefe espiritual, el jeque ciego Ahmed Yassin, hace casi un mes. Pero esa versión escamotearía la dimensión más fundamental del permiso, dentro de la cual Rantisi es poco más que una nota a pie de página. Para bien o para mal, las líneas directrices de lo que va a ocurrir en Medio Oriente en los próximos meses –o quizás años– se parecen un poco a la famosa definición de León Trotsky luego de su forzado tratado de Brest-Litovsk, en 1918: “Ni paz ni guerra”. O, para decirlo en términos más contemporáneos, una “guerra de baja intensidad”. Pero también es una guerra de desgaste (war of attrition). Y, ciertamente, es una guerra no convencional.
Sharon y su segundo, el viceprimer ministro y ex alcalde de Jerusalén Ehud Olmert, tomaron en las últimas semanas varias decisiones estratégicas que a primera vista parecen incoherentes, pero que, vistas más de cerca, tienen su sentido. Al menos para ellos. Una, construir una valla de seguridad (que en algunas secciones se parece a un muro medieval, en otras a zanjas rodeadas de alambres de púa, y en otras, a simples paredes con puertas acerrojadas) para contener el ingreso de terroristas kamikazes. Otra, retirar una buena cantidad de colonias judías enclavadas en la Franja de Gaza, mientras se retiene en racimo (o cluster) de colonias cisjordanas más próximas a la antigua “línea verde” que oficiaba de frontera entre Israel y Cisjordania antes de la guerra de 1967. Otra más, trazar la valla (o el muro de seguridad, como se prefiera) al modo de un enorme laberinto de cerrojos que divide a los territorios árabes de modo tal que las familias palestinas tienen problemas para verse; la entrada a Israel es difícil; una aldea puede ser inaccesible a la más próxima y el muro penetra, aísla y rompe zonas que los palestinos consideran suyas. Y la última (hasta ahora) de estas decisiones estratégicas, anunciada por el propio Sharon tras el asesinato del jeque Yassin, fue la de matar a los principales “responsables de los asesinatos de civiles inocentes”, entre quienes nombró de modo explícito a Yasser Arafat, a quien tiene bajo virtual prisión domiciliaria en la sede de su desgobierno en Ramalá, y al jeque Hassan Nasralah, líder del Hezbolá libanés.
Es un paquete de decisiones muy pesimistas, que toma bajo premisa que no habrá paz para los palestinos por muchos años –si no por décadas–. Si los anteriores gobiernos pacifistas apostaban a un matrimonio, Sharon y Olmert apuestan a un divorcio. Pero un divorcio, ya se sabe, tampoco es sencillo. Lo que Sharon y Olmert están tratando de hacer con su valla de seguridad es crear una pared nedianera llena de candados para evitar el ingreso de vecinos indeseables. Ahora, si quieren hacer eso, tienen que retirar las colonias más alejadas: lo opuesto demandaría construir larguísimos corredores de seguridad que serían blancos rutinarios de los palestinos, un poco al modo en que los ya rutinarios ataques iraquíes a los convoyes norteamericanos en Irak recuerdan a los westerns del tipo de La diligencia. Pero, Houston, tenemos un problema. Si ellos dejan a Cisjordania y Gaza completamente solas, ¿qué les garantiza que no se constituya allí un Estado Palestino de facto, un Estado que seguramente será hostil, reclamará la totalidad de la Palestina bíblica y servirá de plataforma de ataque contra el Estado judío? De allí se deducen las medidas más irritantes que han implementado: interrumpir la contigüidad territorial de las zonas a ser entregadas y proceder al asesinato de los líderes más probables a ocupar la jefatura del nuevo Estado de facto a crearse.
Cómo pudo aceptar Bush este paquete peligroso, explosivo y potencialmente sanguinolento, que desobedece todas las normas del saber convencional conservador y que cuenta con el explícito “no” de su propio Departamento de Estado es una pregunta quizá sólo válida para los expertos en los arcanos de la mente presidencial, pero posiblemente sea el resultado de una mezcla entre el electoralismo y su obsesión antiterrorista. Pero, en todo caso, el asesinato de Rantisi prueba que el plan está en operaciones.

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