Mar 11.05.2004

EL MUNDO  › OPINION

Souvenirs de un asesinato

› Por Claudio Uriarte

Cariño, nunca debiste guardar un souvenir de un asesinato”, le dice memorablemente el personaje de James Stewart a Kim Novak en la película Vértigo, de Alfred Hitchcock. En el caso de las torturas estadounidenses a los prisioneros iraquíes, eso es lo primero que llama poderosamente la atención: nunca, en ninguna guerra sucia antiinsurgente, a nadie se le ocurrió sacar fotos, montones de fotos, que hubieran incriminado a las fuerzas represivas, ni en Argelia, ni en Indochina ni en la ESMA. Lo segundo que llama la atención es el carácter grupal de los maltratos a los detenidos: la triste historia de la tortura en el siglo XX muestra que generalmente se la practica con el prisionero aislado, de modo de debilitar su moral y su resistencia; lo que se ha visto, que parece oscilar entre el porno y el gore, sugiere más el enloquecimiento colectivo de tropas autorizadas a hacer de todo y sacadas de control por los tiempos de rotación interminablemente largos del Pentágono. Y lo tercero que llama la atención es la tercerización de la guerra impulsada por Estados Unidos, que, con su fe casi supersticiosa en las leyes del mercado, no ha dudado en poner porciones vitales de su asunto de seguridad nacional más importante del momento en manos de empresas de mercenarios y tropas inexpertas.
De este desaguisado, el funcionario más perjudicado hasta ahora ha sido Donald Rumsfeld, el secretario de Defensa, quien la semana pasada, en audiencias en el Congreso, asumió la responsabilidad de las torturas. Pero eso no es exactamente así: el secretario de Defensa no es el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas norteamericanas; el presidente de Estados Unidos, en este caso George W. Bush, es el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas norteamericanas. Si Bush sabía lo que estaba pasando en la prisión de Abu Ghraib y no hizo nada para impedirlo, es culpable de encubrimiento, violaciones a los derechos humanos y una pila de cargos criminales más; si no lo sabía, es culpable de negligencia criminal y abandono del deber, por lo menos. De allí que, por el momento, se haya elegido centrar el fuego en el polémico jefe del Pentágono –al que la mayoría de las Fuerzas Armadas, por otro lado, detestan–: del lado republicano, Rumsfeld opera como el pararrayos que, a seis meses de las elecciones presidenciales, desvía la electricidad que de otro modo llegaría a Bush; del lado de los demócratas, es lo que permite mantener la presión sobre la Casa Blanca sin iniciar un proceso impredecible que podría desembocar en un impeachment de Bush y en el irónico –aunque fugaz– ascenso a la presidencia de Dick Cheney.

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