EL MUNDO
“La ignorancia asegura el paraíso”
Por María Esther Gillio
Ningún signo de país en guerra se ve en Nueva York, Kansas o Nueva Jersey. No hay en estos estados, en las calles de sus ciudades, algo que pueda recordarnos que Estados Unidos es un país en guerra. Las frecuentes banderas que flamean en porches y ventanas aparecieron allí después del 11 de setiembre de 2001 y sólo aluden, sobre todo, al ataque sufrido por Estados Unidos hace tres años. A la situación actual, de matar y morir, pocos la tienen presente.
–¿Qué pensás de la guerra? –le pregunto al muchacho que atiende un quiosco de golosinas en la estación de ómnibus que se levanta en la 8ª avenida y la calle 42 en Manhattan.
–¿Qué guerra? –responde.
–La de Irak.
–Ah sí, claro. ¿Pasó algo?
–Lo que pasa en las guerras.
–Esa guerra terminó.
–Terminó en los papeles, en los hechos sigue.
–Bueno, es verdad que los soldados no han vuelto, pero la guerra terminó.
–Sin embargo todos los días mueren allá compatriotas tuyos.
–Ese es un pueblo muy atrasado.
–Sí, puede ser. ¿Tú sabes dónde está Irak?
–En Africa –dice después de pensar un rato.
–¿Estás seguro?
–Sí, sí, salió en las palabras cruzadas –dice revolviendo una pila de revistas.
Si caminamos por Queens, uno de los barrios con más hispanoparlantes de Nueva York, e intentamos conocer qué piensa la gente por la calle podremos comprobar que no hay respuestas sensatas, en todas se cuela siempre la ignorancia, la inseguridad y, a menudo, el disparate. “Fuimos allá para salvar a ese pueblo de la dictadura.”
–¿Lo consiguieron?
–Sí, claro. Hoy hay democracia –dice un mexicano.
–Se fueron lejos para cumplir con ese propósito.
–Sí, muy lejos.
–¿Dónde está Irak exactamente?
–Por allá, por el lado de Rusia.
Claro que esto era bastante previsible. Ya dijo más de una vez Noam Chomsky que el 90 por ciento de sus compatriotas saben sólo algo de lo que pasa adentro y nada de lo que pasa afuera. “Hace unos meses un profesor de secundaria preguntó en uno de los últimos cursos quién era el Che Guevara y no hubo un solo alumno, uno solo, que respondiera”, cuenta indignada una pareja de profesores argentinos que vive en un pueblo cerca de Boston y enseña allí hace más de 30 años. Les pregunto si tienen alguna idea sobre el origen de esta indiferencia y dicen no saber. “Creo que para conocer el origen de esta ajenidad habría que emprender un estudio prolongado y profundo. Lo que tenemos claro es que saber qué hacen los Estados Unidos en el mundo no es un tema que preocupe a alguien. Ni a hispanos ni a norteamericanos les interesa.” Habría sido interesante preguntar, en la calle, casi único ambiente posible para mí, el porqué de tal indiferencia. Si bien las respuestas no habrían alcanzado para dar un panorama definitivo y creíble, podían habernos mostrado qué pensaban ellos sobre un tema que nos sorprende tanto a nosotros, uruguayos.
Un periodista, estadounidense, bilingüe, pues pasó parte de su infancia en Puerto Rico, donde aprendió a interesarse por “lo que hace Estados Unidos en el exterior”, explica lo que resultaba inexplicable. Le pregunto: ¿Por qué el presidente Bush parece estar hoy tan preocupado con las torturas, que más que torturas (*) son vejaciones y malos tratos, cuando diez, doce o catorce niños mueren por semana, además de muchos civiles. ¿Por qué nadie habla de estos niños cuya muerte es algo mucho más grave?
–Nadie habla porque nadie sabe. Sólo alguna prensa de poca circulación menciona este hecho. No la televisión, que es lo que ve la inmensa mayoría de la gente. El grueso de la población no se entera de eso que tú dices.
–De cualquier modo va a ser difícil para Bush superar este golpe de las torturas.
–No, no creo, él ya lo usó para distraer a los ciudadanos de cosas mucho más graves, como la que mencionás. Es bastante torpe o digamos que muy poco inteligente, pero está rodeado de águilas. Como en el karate, usó el golpe del enemigo en su provecho, haciendo una escena de grand guignol. Presentarse lleno de pesadumbre por la conducta –a sus espaldas– de los norteamericanos en Irak. En cuanto a lo que tú dices, sobre la muerte de niños y civiles, de eso nadie habla.
Vamos a suponer que estamos en Kansas City, importante ciudad del estado de Kansas, y tenemos la intención de hacer una entrevista callejera. La verdad es que, en esta ciudad, hacer entrevistas en la calle es algo casi imposible. La razón en simple: no hay gente a quien entrevistar aquí, como en la mayoría de las ciudades. Las personas pasan, siempre raudas, protegidas de todo contacto exterior por sus autos nuevos o viejos. Kansas City, en la que pasé 9 días, tiene un núcleo de rascacielos donde funcionan oficinas públicas, escritorios de empresas o profesionales y pocas viviendas. Nadie se sorprende si al atravesarla un miércoles a mediodía termina pensando que se equivocó y el día es de fiesta. Y si fuera de noche y hubiéramos visto Metrópolis, es imposible que no acudan a nuestra memoria fría y solitaria, misteriosa y lejana la ciudad protagonista de esta película. Centro de una red de infinitas autopistas, elegante, indiferente y opulenta, es el claro emergente de una región que produce y consume. ¡Y cómo consume! Alcanza para verlo recorrer los centros comerciales donde mujeres, niños y hombres, pero sobre todo mujeres, empujan sin sombra de cortedad, además de sus cuerpos –que con bastante frecuencia superan los 150 kilos– los carritos donde apilan hasta desbordarlos galletitas, gaseosas, cremas y toda clase de menudencias fritas con sabor a carne ahumada.
Son muchas, claro, las cosas del consumo que pueden dejar catatónicos –a veces por el rechazo y a veces por la envidia– a cualquier habitante del Mercosur. La obesidad, que alude a la ingestión sin límite de alimentos, suele, como cualquiera puede imaginar, producir rechazo pero también fascinación. ¿Cuánto pesa esta señora que mientras maneja el carrito y come papas fritas con la mano derecha, sostiene con la izquierda un gran vaso de plástico lleno de café con leche? ¿Cuánto mide su cintura? Sé que la pregunta sobre tales datos es realmente impertinente, pero qué difícil sustraerse a lo que podríamos llamar curiosidad malsana. ¿Cómo se baña, cómo hace el amor, cómo consigue levantarse de la cama, ponerse las medias, los zapatos? Quién le abrocha el soutien y le corta las uñas de los pies. Aunque las autoridades estadounidenses se han lanzado de lleno a una campaña contra la obesidad haciendo mención de las terribles enfermedades que la obesidad produce. Diabetes, por ejemplo, y la diabetes ceguera. No parece fácil que el Estado consiga reducir una adicción tan extendida.
En Nueva Jersey, en un restaurante griego, sentados a la mesa hay una niña de 9 o 10 años con sus padres. Pensé en cuánto pesarían los tres juntos. Arriba de 350 kilos. Pensé en Botero, una familia boteriana me dije, pero rechacé la idea. La obesidad en Botero es prolija, casi saludable. Sus personajes crecen en volumen pero conservan el buen color de la piel y las formas. Traté de no mirarlos, pero no podía sacar los ojos de aquellos dos adultos desparramados en sus sillas que no lograban contenerlos y en la niña linda y sonrosada con una cinta azul en el pelo rubio y rizado, y una solera blanca que dejaba al aire sus brazos de pieltirante y apenas tostada que, por su volumen, se mantenían alejados del torso. Dejé de participar de lo que se hablaba en mi mesa. No podía quitar mis ojos de lo que ponían en sus platos ni de los gestos con los que lo comían. Concentrados cada uno en lo suyo, no había palabras entre ellos. El placer solo venía del plato que se llenaba y se vaciaba cada pocos minutos. Empecé a angustiarme y a pensar disparates. Si supiera bastante inglés escribiría una carta a los padres que dejaría en su mesa al salir: “Ustedes son delincuentes a quien habría que quitar la tenencia de esta niña que es su hija. Ella no sabe a dónde la conduce esa manera de comer que ustedes han decidido ignorar”, les diría. No escribí nada, claro. Pero creo que la imagen de esta familia jamás se borrará de mi memoria. Y con esa convicción otra vez una pregunta. ¿Por qué se ha extendido tanto este fenómeno? ¿Por qué? ¿Alcanzaría con decir que tienen y pueden? No parece razonable.
La amiga en cuya casa vivo por unos días habita en Kansas City, en un barrio que está a diez o doce kilómetros del centro. Es un barrio modesto, cuyas casas de madera, todas parecidas, se levantan en medio de grandes terrenos arbolados. “Vamos caminando al supermercado”, le dije. Queda mirándome.
–Eso es imposible, dice.
–¿Cómo imposible?
–El supermercado queda a más de dos kilómetros.
–Y si te olvidaste de comprar sal, arroz, ¿qué hacés?
–Agarrás el auto y vas.
–¿Y si no tenés auto?
–Nadie no tiene auto. Nosotros tres, con nuestras modestas entradas, tenemos dos.
–¿Nunca usan el ómnibus?
–¿Qué ómnibus? No hay.
–¿Y cómo se mueven?
–Siempre en auto.
–¿Y si se rompe?
–Se arregla de inmediato o se compra otro.
–Habrá algunos lugares a los que pueden ir caminando.
–A la casa de una amiga que vive cerca podemos ir caminando.
–Y si vive no tan cerca...
–Ahí habría que caminar por la carretera, lo cual está prohibido. Si te ven te llevan presa.
–¿Cómo que te llevan presa? ¿Cuál es la razón?
–El peligro, las carreteras no tienen senda para peatones, son sólo para vehículos. Por otra parte, un individuo caminando por una autopista despierta sospechas. Me imagino que tendría que explicar a la policía qué anda haciendo. Me imagino.
–¿Tampoco hay ómnibus en el centro?
–Hay pero mínimamente. Muchas veces atravesé el centro. Sé que hay algún ómnibus pero no recuerdo haber visto ninguno. Salvo los amarillos para escolares. Eso los ves por todas partes. Aquí y en el centro.
Esta conversación me llevó a un relevamiento cuidadoso y exhaustivo de las personas y los autos de la cuadra. En la casa de la derecha hay una familia con tres adultos y tres autos, en la de la izquierda tres adultos y dos autos, enfrente, cuatro adultos y cuatro autos. En la casa de mi amiga tres adultos y dos autos. En la esquina de enfrente un adulto y tres autos. Uno semiabandonado entre los árboles, otros con varios años de uso y una camioneta Toyota nueva de esas que cuestan tanto como una casa.
Es decir que en una cuadra tenemos (salvo algún error que no sería grave) para cinco casas y trece personas, catorce autos. No pequeños autos, autos grandes, cuyos compradores jamás pensaron en lo que iban a gastar de gasolina. Ese no es un problema en Estados Unidos, donde la gasolina cuesta tan poco. Esta manera de trasladarse que, según mis amigos, es lo corriente en la mayoría de los estados echa luz sobre dos problemas: sobre la obesidad, porque ese vivir sin quemar energía ayuda a protegerla, y sobre la avidez inquebrantable de petróleo, la cual no sólo responde a las necesidades de su industria sino a las particulares de sus habitantes. Estados Unidos, cuya población alcanza aproximadamente al cinco por ciento de la población mundial, consume el treinta por ciento del petróleo que produce el planeta.
En el estado de Nueva Jersey las ciudades tienen, en líneas generales, el mismo estilo que las de Kansas City. Casas de madera, jardines, varios autos por casa y algo diferente, un ómnibus que pasa de hora en hora y que después de perderse en un dédalo de incalculables autopistas, se mete en un túnel de tres kilómetros que desemboca en una estación en el centro de Manhattan.
Son las 6 de la tarde y el ómnibus, en pleno rush, se desplaza a paso de hombre. Le pregunto al señor a mi lado si este túnel que recorremos pasa por debajo del río Hudson. Me responde que sí y por unos segundos queda mirándome con expresión distraída. Finalmente dice: “Italiana”. “No, no, sudamericana”, digo aburrida de que nadie sepa ya no dónde está Uruguay, sino qué es.
–Había una película, hace muchos años, que se llamaba El sudamericano –dice, y más tarde–; para llegar allá tiene que pasar México.
–Sí, México y otros países, Salvador, Nicaragua.
–Sí, sí, es así. No está cerca –dice y me mira sin hablar–. Vamos muy lentamente. No me gusta estar tanto tiempo en este túnel –dice moviéndose incómodo en su asiento–.
–¿Ah sí? ¿Por qué?
–Y... usted sabe. Por estos árabes locos que odian a Estados Unidos. Este túnel es...
–¿Qué pueden hacer?
–Echarnos el Hudson encima –dice suspirando, porque acabamos de emerger al aire claro de la tarde.
Le digo si se siente mejor, pero me mira y no responde.
“Estos locos que nos odian”, había dicho. Recordé a Silvia, la hija de mi amiga, que estudia y trabaja de mesera en un restaurante de estudiantes. “¿Por qué nos odian?, ¿por qué hay gente que nos odia?” Le han preguntado más de una vez los estudiantes. “Hoy estoy corriendo”, contesta ella más de una vez, hasta que un día les dije que si esperaban el final de su jornada les explicaba. “Les hablé de El Salvador, de Panamá, de Guatemala, de Nicaragua y de Granada. Les hablé del Tribunal Internacional al cual Estados Unidos jamás obedece y de lo resuelto en Kioto sobre ecología que no fue votado por Estados Unidos. Hablé mucho rato de muchas cosas. Quedaron pensando. Yo también quedé pensando. ¿Cómo no saben? La verdad es que no saben.”
A pocos metros de la casa de mis amigos, en Ridgefield Park (Nueva Jersey) vive un señor de sesenta y pico de años, jubilado. No le gusta estar sin trabajar, así que ha hecho huertas en las casas de varios vecinos, que cuida sin distraerse. Hay que ver su sonrisa cuando aparece con un ramo de espinacas, que plantó en la casa de enfrente, a fin de cambiarlo por rabanitos que plantó en casa de mis amigos. Lo acompaño a la huerta, lo ayudo con los rabanitos. Le traigo una bolsa de plástico para guardarlos y con la más inocente de mis expresiones le pregunto por su presidente. “Ah, el señor Bush. Es un gran presidente. Es una suerte tenerlo en este momento, en que el terrorismo puede golpear nuevamente.”
Pienso que esa historia sobre el terrorismo que se avecina debe ser un invento con finalidades electorales, pero no se lo digo.
(*) En el momento de realizarse esta conversación no se conocían todavía los hechos que más tarde se revelaron como verdaderas torturas.