EL MUNDO
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Hollywood contra el Imperio
› Por Claudio Uriarte
La fiesta del año en Estados Unidos viene siendo hasta ahora el megaconcierto que Barbra Streissand y Neil Diamond ofrecieron en la noche del jueves en el Auditorio Walt Disney en Los Angeles, con Willie Nelson y el comediante Billy Crystal, una audiencia de demócratas multimillonarios y actores como Robert de Niro, Leonardo Di Caprio y Ben Afflex y una recaudación de fondos de cinco millones de dólares a favor de la candidatura del opositor John Forbes Kerry. El derroche de polvo de estrellas coincidió con el estreno norteamericano de Fahrenheit 9/11, la película de Michael Moore contra la capitalización política por George W. Bush de los atentados del 11 de septiembre, y con el anuncio de un nuevo megaconcierto de recaudación de fondos el 8 de julio próximo en el Radio City Music Hall de Nueva York a cargo de Whoopi Goldberg, Jon Bon Jovi, The Dave Matthews Band y Mary J. Blige. También coincidió en el tiempo con el lanzamiento de la autobiografía de otra superstar demócrata asiduamente cortejada en su momento por el mundo de la farándula: el ex presidente Bill Clinton. El “radical chic”, como diría el escritor Tom Wolfe, está empezando a brillar por todas partes.
Y no podía ser de otra manera. Contra una superstición extrañamente difundida, Hollywood y su mundo han estado siempre contra la guerra en Irak y nadie se ha preocupado mucho por el tema. Hay que admitir que gran parte de esa superstición ha sido alentada sobre todo por las propias superestrellas de Hollywood y su mundo, que han visto un incuestionable filón autopublicitario en el acto de denunciar tanto la guerra como las presiones a las que supuestamente se habrían visto enfrentadas por hacerlo, como si fueran los años ’50, el senador Joseph McCarthy siguiera al frente de un todavía existente Comité de Actividades Antiamericanas y en las sombras acechara Elia Kazan con la lista de actores a ser delatados y luego espiados y perseguidos por el FBI, la CIA y cuanta agencia de inteligencia esté operando en Estados Unidos. La verdad es la exactamente opuesta: no sólo Hollywood y su mundo, sino también la ideología de muchas de sus películas, han sido ganadas hace mucho tiempo por el progresismo, por tanto tiempo –quizás– como el que ha pasado desde que tantas glorias cincuentonas y sesentonas de hoy participaran, en los años de su juventud dorada, en las marchas contra la guerra de Vietnam. La derecha y el mundo de Bush son una minoría, y no sólo en Hollywood, sino en la cultura norteamericana en su más amplio sentido.
La película El día después de mañana es un ejemplo que roza su propia caricatura. Mamarracho de cine catástrofe (en más de un sentido), parcialmente rescatado por la excelencia de sus efectos especiales, esta superproducción hipertaquillera muestra el enfrentamiento de un grupo de virtuosos científicos que alertan por la inminente catástrofe medioambiental debido al calentamiento global (aunque el resultado sea el congelamiento del Hemisferio Norte, una paradoja que la sanata cientificista del libreto no logra explicar convincentemente) y un villano de gran poder inequívocamente inspirado en el vicepresidente Dick Cheney. Que es, por supuesto, el vicepresidente del Estados Unidos donde ocurre la película, y que, como Dick Cheney, es un pez gordo y pelado alimentado por la gran industria y los intereses especiales que bloquea con altanería, empecinamiento y obtusidad todos los intentos de salvar al planeta. (Al final, incluso alguien tan malo como él mismo se redime, pero nadie puede demandarle a un bodrio que sea coherente.)
Que esto sea así en la “fábrica de sueños” que muchos asocian incorrectamente al imperialismo dice mucho sobre la temperatura, esta vez ideológica, de la época. Y quizá sea un heraldo de lo que puede ser la expulsión del verdadero Cheney de la vicepresidencia tras las elecciones generales de noviembre.