Mié 11.08.2004

EL MUNDO  › VIVIR Y MORIR EN SUDAN O LA NUEVA GUERRA DE LIMPIEZA ETNICA

El país de los “jinetes del diablo”

Las elites árabes de Sudán están exterminando a los campesinos negros del oeste. Y Naciones Unidas amaga intervenir.

Por Yolanda Monge *
Desde Jartum

Montados a caballo o a camello atacan de madrugada. Incendian el pueblo. Asaltan una escuela de niñas. Ocho de ellas fueron encadenadas juntas y quemadas vivas. Sus restos abrasados todavía permanecían unidos por los grilletes cuando las tropas de la Unión Africana, que ejercen labores de observación, llegaron al lugar. Consuman violaciones mientras interpretan cantos de triunfo. Asesinan a tiros a los hombres de la aldea. Durante el ataque nada se deja al azar. El ganado es sacrificado. Los campos arrasados por el fuego. El agua, envenenada. Sólo permanecen los perros como mudos testigos. Las carreteras son cortadas. Decenas de distritos quedan así vedados a las organizaciones humanitarias y a la prensa extranjera. Los Janjawid, “los jinetes del diablo armados con Kalashnikov”, acaban de practicar su particular política de tierra quemada al oeste de Sudán. En Darfur ya casi no quedan aldeas en pie. Sólo desolación y saqueo.
Esta es la violencia a la que el régimen de Jartum ha prometido poner fin. Empezar a desarmar esta misma semana y acabar con el reinado de las milicias árabes Janjawid a las que un día él mismo armó –aunque el Ejecutivo desmiente este hecho cada vez que tiene ocasión– para sofocar la rebelión iniciada en febrero de 2003 en la región más occidental de Sudán (con cerca de seis millones de habitantes). La presión internacional arrancó una resolución de Naciones Unidas el pasado 30 de julio en la que se amenazaba a Jartum con “tomar medidas” si no desarmaba y controlaba a las milicias progubernamentales en el plazo de un mes. Fue una decisión aplaudida por los rebeldes levantados en armas contra el gobierno central. Pero una decisión repudiada por el régimen militar islamista del general Omar al-Bashir y que le llevó a movilizar a la nación para “la Jihad”. Por las calles de Jartum, grupos islamistas locales repartieron panfletos en los que se urgía a los buenos musulmanes a encaminarse a Darfur y cavar “fosas comunes para el Ejército de las Cruzadas”. “EE.UU., Darfur será tu tumba”, era una de las pancartas más repetidas en aquella manifestación, en un país donde se tiene miedo a decir lo que se piensa, pero que aquel día se lanzó a las calles contra “el infiel”, contra una injerencia extranjera que aseguran no estar dispuestos a tolerar.
Rashid, Mustafa, Ismail. No acaban de saber muy bien qué ocurre en Darfur, una región más grande que España dentro del mayor país de Africa (cinco veces la España peninsular). O no quieren saberlo. O tienen miedo de expresar su opinión ante un periodista extranjero. O todo a la vez. Admiten que no está bien lo que “dicen” que pasa allí. Y tímida pero categóricamente niegan con la cabeza su aceptación del gobierno. Pero llegan hasta ahí. Porque no están dispuestos a consentir que nadie venga a su país a arreglar sus propios asuntos. La conversación ha hecho que se cree un corrillo de gente, exclusivamente hombres. Un niño intenta sacar algún provecho práctico de tanta palabrería y pide limosna. Del otro lado de la calle, un policía en su uniforme azul, que no perdió ni un solo segundo de vista el intercambio desigual de preguntas y respuestas, cruza la carretera en pocas zancadas y golpea con violencia con un trozo de manguera negra al pequeño. Se acabó la charla. El niño llora en silencio, ni siquiera parece sentir rabia, acepta el golpe resignado y se aleja aterrado. Los demás deciden entonces guardar el resto de sus opiniones para sí mismos.
A. M. Al-Amin, analista del diario Sudan Vision, denunciaba que tras una eventual intervención militar extranjera en un problema exclusivamente “interno y tribal por la posesión de los recursos naturales” se esconden “motivos imperialistas”. “En el siglo XIX vinieron (los occidentales) en busca de esclavos como hoy vienen para apoderarse del petróleo y losminerales de Angola, República Democrática del Congo, Sierra Leona y Sudán.”
La crónica de Darfur tiene raíces muy profundas. Es la historia de eternos conflictos entre los poderosos árabes del norte de Sudán y los negros africanos que ocupan las tierras más fértiles de la región, presidida por el imponente macizo del Jabel Marra. Peleas entre ganaderos árabes –musulmanes sunnitas– en busca de agua y pastos y campesinos africanos –también musulmanes sunnitas– que protegen sus campos y sus escasos bienes. Pero la resolución tradicional de los conflictos, basada en el respeto por los nómadas de itinerarios y precisos períodos de trashumancia, comenzó a desmoronarse con la sobrepoblación, la gran sequía y la hambruna de mediados de los años ochenta. Desde entonces, Darfur está en crisis, según define el periodista de Le Monde, Jean-Louis Peninou. “Y es que a pesar de la presencia de responsables políticos oriundos de la región en las esferas del poder en Jartum, la situación se ha deteriorado año tras año”, escribe Peninou. Darfur había sido condenada al olvido.
Pero en febrero de 2003, la rebelión une a casi todas las tribus africanas y se pone en marcha bajo la denominación de Ejército de Liberación de Sudán (SLA, en sus siglas en inglés). Otro grupo, el Movimiento por la Igualdad y la Justicia (JEM), se une al levantamiento. Anteriormente, el JEM ya había agitado las conciencias con la publicación anónima del Libro Negro –prohibido en el país–, que denunciaba el control sobre el Estado (que tiene la sharia en vigor) y la política sudanesa de tres grandes tribus del norte de Sudán: los shaygia, los jaaliyin y los danagla, las elites árabes del Nilo que han dominado Sudán desde su independencia británica en 1956. Casi 50 años después, el país no ha conocido prácticamente la paz, devastado por guerras intermitentes, una de las cuales, la más larga y sangrienta, enfrenta al régimen islámico del norte con el sur cristiano –que además posee petróleo pero cuyos beneficios van a parar a Jartum– desde hace más de dos décadas.
Desde hace casi 18 meses, la tierra de los fur agoniza ante la mirada impasible antes y atenta ahora del mundo. La revista The Economist sentenciaba en su penúltimo número: Sudán no puede esperar. Los muertos se contabilizan ya por decenas de miles. Los pogroms vacían las aldeas y su consecuencia es campos abarrotados de desplazados. 120.000 personas se han visto obligadas a abandonar sus tierras y refugiarse en el vecino Chad. Más de un millón deambulan por el interior de la región en búsqueda de seguridad y dependientes de la ayuda humanitaria para subsistir. Pero si antes no los mata el arma de un janjawid, lo hará el cólera, el hambre o la sed.

* De El País de Madrid. Especial para Página/12.

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