EL MUNDO
› UNA RECORRIDA POR LA CIUDAD CISJORDANA DE JENIN
Una pila de escombros que se erige sobre una pila de muertos
Camiones juntando cadáveres, casas destrozadas y niños que juegan con restos de balas mientras están en la mira de los francotiradores. Todo esto vio y le contaron al enviado de este diario en su visita a “la ciudad mártir”, según los palestinos, o “el refugio de los terroristas”, según los israelíes.
Página/12
en Medio Oriente
Por Eduardo Febbro
Desde Jenín
La segunda vez fue la buena. La larga hilera de tanques que atraviesa la ladera de Salem levanta una nube de polvo que, en el fondo del horizonte, se confunde con la otra nube, más densa y terrible, de los combates que ayer volvieron a estallar en Jenín. La localidad que los palestinos presentan como la ciudad mártir y los israelíes como el refugio de los terroristas palestinos está a 30 kilómetros de distancia de Salem. Jenín es inaccesible a la prensa. El ejército israelí la considera “zona militar cerrada” y es imposible verificar las dos versiones. ¿Cuántos muertos hubo? Cien según Israel. Quinientos, asegura Saeb Erekat, el principal negociador palestino. O 1200, como afirmaron a Página/12 los habitantes del campo de refugiados donde tuvieron lugar los combates.
Pero Jenín está sitiada y la única forma de llegar es clandestinamente, a pie, bajando por las colinas. “Esto es una zona militar cerrada, usted no tiene derecho a estar aquí. Le ordeno que se vaya. No quiero que se quede”, grita un soldado al mismo tiempo que dispara una ráfaga de advertencia. Otros tres militares bajan de un auto estacionado al borde de un camino polvoriento. El tono es hostil, agresivo, por momentos amenazante. No hay negociación posible, es preciso partir de la zona prohibida. El estrecho grupo de periodistas abandona la colina escoltado por los soldados. Nadie está de acuerdo con volver a Jerusalén sin haberlo intentado una segunda vez.
Una hora después el grupo logra pasar bajando la colina a toda carrera. Dos kilómetros a pie a través de un camino de piedras y yuyos cortantes. El calor es aplastante y el peso de los chalecos antibalas se hace insoportable. La marcha concluye en Rummane y de allí, en auto, a lo largo de senderos montañosos, hasta Jenín. No hay que mirar muy lejos para notar la presencia invasora de los tanques. La metralla resuena en intervalos regulares y el cañonazo de los tanques retumba en las entrañas de las casas.
El campo de refugiados está a 500 metros y llegar allí es otro dilema. “Tenga cuidado con los francotiradores apostados en los techos. No le perdonan la vida a nadie”, advierte un hombre mayor que, por primera vez en las últimas dos semanas, logró salir de su casa a comprar comida. Su hijo comenta impaciente: “Fue una matanza. Usted puede verlo. Durante los primeros días, los helicópteros Apache sobrevolaron el campo día y noche, disparando desde el cielo todo el tiempo. En Jenín hubo más de 1000 muertos”. Se hace un silencio pesado, largo, el hombre deja escapar unas lágrimas. Otro vecino viene a mostrar el estado de su casa. Tiene cinco hijos, una mujer amable que sirve Coca Cola con galletitas. El hombre ofrece cigarrillos. Los palestinos no tienen gran cosa pero no piden, ofrecen lo poco que les queda.
La mujer cuenta que la primera semana de la ofensiva ni ella ni sus hijos pudieron dormir. Triste, absorbida por algo interior, la mujer acaricia la cabeza de un niño de nueve años que muestra con orgullo una cicatriz en el brazo. Su hermano mayor traduce en inglés. “Se la hizo en un pueblo vecino, allá donde están los edificios sobre la colina. Fue hace un año, cuando empezó a participar en la segunda Intifada.” Los chicos juegan en la terraza de la casa, corren de un lado al otro, al alcance de los francotiradores apostados en los techos. Uno de ellos junta las balas que están por el piso y señala los impactos de balas sobre el muro: “¡Dundun!”, exclama uno de ellos mostrando una bala toda retorcida. Su hermano de 12 explica: “Estas balas giran sobre sí mismas y cuando dan en el blanco, explotan”. Las ruedas de los tanques pasando por el camino hacen un ruido infernal. Una de las nenitas más chicas sale corriendo, se detiene al borde de la terraza y se pone a contar los tanques que salen de Jenín: “uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete”. Vuelve sonriendo y enseña siete dedos de la mano. Abdullah, su hermano mayor, dice: “Si estuviese seguro de que muriendo liberaría mi país, lo haría”. Hace un largo silencio y luego cuenta que uno de los kamikazes palestinos que perpetró uno de los dos atentados en Haifa era compañero suyo en el colegio: “Yo no sabía nada, nunca me habló de eso. Era un muchacho inteligente y sensible. Jamás imaginé que hiciera eso. La gente piensa que uno frecuenta a las Brigadas de los Mártires de Al Aqsa todos los días. Pero no es cierto. Nosotros los vemos únicamente por televisión”.
Dos calles más abajo las casas están dañadas, destruidas por las bombas. Las ventanas son boquetes ennegrecidos y los tanques de agua de los techos están perforados por las balas. Farik, dueño de una de las casas situadas a la entrada del campo de Jenín, piensa que cuando los israelíes acusan a los kamikazes palestinos de matar a civiles inocentes es mentira: “Cuando escucho a los niños israelíes cantar en un colectivo ‘mueran los niños palestinos’, me digo que entre los israelíes no hay civiles. Yo nunca deseé la muerte de nadie y no maté a nadie. En Israel todo el mundo es un soldado reservista”.
Aunque desde el sábado pasado los combates se hicieron menos intensos, acceder al corazón del campo de Jenín es un intento incierto. Las trabas deliberadas y hostiles impuestas por el ejército israelí alimentan todos los rumores. Los palestinos buscan a sus muertos entre las ruinas del campo. Los cuerpos que estuvieron en las calles yacen aún hoy en el fondo de los escombros de las casas derribadas por las bombas: “Ellos se llevan a nuestros muertos –dice la mujer de la casa–. Desde hace tres días, los camiones israelíes se están llevando los cadáveres. Desde el sábado hasta hoy conté 12 camiones del ejército que pasaron por acá repletos de nuestros muertos”.
El Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) visitó ayer el campo de Jenín. Fuentes del CICR confirmaron no haber encontrado ni cuerpos ni heridos, y si los hubo, poco tenían que ver con la guerra. “Entre los muertos, los heridos y la gente que se fue, el campo quedó prácticamente vacío. Cuando Israel se dio cuenta de lo que había hecho, empezó a limpiar para dejarlo presentable. Yo lo he visto. Se llevaron los cadáveres por centenas”, afirma Fahuad, otro de los habitantes cuya casa está situada en uno de los bordes del campo de Jenín.
A las piedras no les hacen falta palabras para testimoniar de lo ocurrido. El centro de Jenín está perforado por los cañonazos y el campo de refugiados es un manojo de vestigios, de piedras y cemento demolido. El silencio de la guerra pesa sobre toda la ciudad y sus inmediaciones. Es el silencio del miedo, de la humillación, es el silencio de la inocultable muerte. De casa en casa, los relatos son tantos y tan similares, las heridas están tan a la vista que haría falta muy mala fe para pensar que tanta gente inventó la desgracia que lleva a cuestas. Los palestinos no buscan a los vivos sino a sus propios muertos.
Israel acusa a la Autoridad Palestina (AP) de querer transformar los combates de Jenín en una matanza. Portavoces del ejército israelí alegaron ante Página/12 que los “terroristas palestinas” usaron a la población civil como escudo, obligándolo a permanecer en sus casas a fin de evitar la ofensiva. Los pocos palestinos en armas que quedaron con vida cuentan lo contrario: “Fue una ola de odio que se abatió sobre nosotros, como si existiera una orden superior para borrarnos del mapa”, afirma uno de los sobrevivientes. Una mujer joven relata que las tropas se llevaron a su marido sin siquiera preguntarle el nombre: “Lo único que buscaban eran hombres, estuviesen o no implicados en alguna cosa”. Su marido, que recuperó la libertad, narra las condiciones de detención como un martirio: “Me arrestaron en Jenín. Durante tres días me mantuvieron con las manos atadas a la espalda, de rodillas, sin permitirme jamás que durmiera”. Cada vez que cedía al sueño, los soldados me pegaban un culatazo. Hachin, un joven de 17 años, asegura que desde el día en que vio a un soldado israelí dispararle a quemarropa a un hombre desarmado, sintió que alguien que no era él había decidido por su destino. En Jenín, asegura, “aprendí a sentir en mí que yo podía ser un asesino”.