EL MUNDO
La ciudad devastada que quedó convertida en un gran cementerio
Los palestinos de esta localidad esperan que el comienzo del shabbat y los festejos por el Día de la Independencia israelí aflojen por unas horas el asedio al campo de refugiados.
› Por Eduardo Febbro
Mucho antes de que despuntara el día, el aullido estridente de las sirenas quebró la atmósfera mística de la primera plegaria musulmana de la mañana. Quince minutos después de que las torres de la mezquita difundieran el minaret, los jeeps militares salieron por las calles a anunciar el toque de queda. En vísperas del Día de la Independencia israelí, los territorios palestinos iban a quedar cerrados. Como pájaros furiosos, los jeeps del ejército, con los altavoces y las sirenas a todo volumen, partieron a través de la ciudad anunciando que éste sería un día sin vida: “Ninguna persona en las calles, salir a la calle está prohibido”. “Ninguna persona en las calles, salir a la calle está prohibido”. En Jenín, Rummane y los demás pueblos aledaños, repetida, insistentemente, los altavoces despertaron a la gente con la nueva orden del día. “Nos podrán seguir torturando cuanto quieran. No importa. Ya nos mataron cien veces”, dice Jawad, sirviendo un café corto y perfumado.
En el campo de refugiados de Jenín no hay demasiado movimiento. Queda poca gente y los que huyeron cuando empezaron los bombardeos recién están volviendo por estos días. Muchos esperan esta fecha para, al menos, salir y ver cómo quedó su casa, si todavía existe. “Los días de fiesta y durante el shabbat –viernes y sábado– andar por las calles es menos riesgoso”, dice Jawad. La amiga que pasó la noche en su casa piensa esperar hasta el jueves para ir en busca de su domicilio. Ya le dijeron que no existe más, pero anhela verlo con sus ojos. Vivía junto a la plaza Hawashin, en lo que fue el centro neurálgico del campo de Jenín. Fue. La Plaza Hawashin es ahora un cráter enorme, un paisaje lunar en plena tierra rodeado de otras casas semiderruidas, quebradas por los obuses. A veces, irreverente y solitaria, emerge alguna fachada intacta entre aquel basural de cemento. “Mi casa está destruida. No sé si la arrasaron los tanques o los helicópteros. Pero lo que era mi domicilio, es un agujero. Conozco a varios vecinos que cuando regresaron a la plaza ni siquiera fueron capaces de ubicar el lugar donde estaban sus casas”, cuenta la mujer. Por el momento, la gente se asoma poco por las calles. Tiene miedo. El ronroneo de los tanques no cesa nunca. Jalal tampoco tiene más casa. En su calle –o la que alguna vez lo fue– sobreviven vestigios de un mundo habitado: juguetes, un changador, un televisor roto, sillas de plástico chamuscadas, radios descuartizadas y cortinas roídas. Jalal tiene 40 anos y llegó al campo con sus padres, uno de los primeros en instalarse en la zona. Hace apenas cinco días su casa existía: “pero una madrugada vino el ejército, nos obligó a todos a salir a la fuerza con lo que llevábamos puesto y por la noche las topadoras demolieron mi casa”.
Jalal vive ahora en las afueras inmediatas de Jenín. Unos familiares le prestaron una pieza y allí se instaló con su mujer y sus cuatro hijos. “El lugar es chico, pero tenemos un techo y los niños sienten que la guerra está más lejos”. Hawashin, Jawdet al-Dahab y Damaj son un recuerdo. Esos tres barrios del campo de Jenín fueron totalmente borrados de la tierra. En los alrededores de cráter, el mal olor es persistente, y mucho más aún algunas calles arriba. “Todavía seguimos encontrando cadáveres descompuestos. Hace dos días que espero que se lleven uno que está enfrente, pero nadie viene”, dice Achraf, en tono de súplica, y luego agrega: “lo bombardearon todo, indiscriminadamente. Que hubiese habido civiles o terroristas fue lo mismo. Tenían sed de matar y mataron”. Abu tiene miedo en la mirada, pero habla con firmeza: “yo vi a vecinos suplicándoles a las tropas que no demolieran sus casas porque aún habíapersonas adentro. No hicieron caso. Hay cientos y cientos de muertos ahí abajo. Cada uno de nosotros debe tener un amigo, un familiar o un vecino enterrado entre los escombros”. Nadie se anima a contar la gente que falta, pero sí a narrar lo que vieron. Amjad asistió a la demolición de una casa y vio “como las topadoras arrastraban los cuerpos junto con las piedras”. La mujer de Nadjat vio morir a su marido a través de la ventana: “no teníamos más agua desde hacía varios días. Cuando salió a la calle un francotirador le disparó en el medio de la cabeza”.
Los testimonios sobre ejecuciones sumarias no faltan, las pruebas tampoco. Youssef al Rihani, responsable de la Seguridad nacional de la Autoridad Palestina, fue hallado en una casa con las manos atadas a las espaldas y tres balas en el cuerpo. Un vecino de la casa donde se encontró el cuerpo de Al Rihani está seguro de que “la mayoría de las víctimas son civiles. Es obvio que en el caserío había combatientes”. Los palestinos unieron aquí a todas sus fuerzas y resistieron. Pero la mayor parte de los muertos no combatieron. Una mujer que supo tener su domicilio sobre la Plaza Hawashin afirma que vio cómo los soldados “hicieron un enorme pozo parar tirar los cadáveres adentro. Después echaron cemento encima y lo taparon todo. La Plaza Hawashin es un cementerio”.
Sobre el lomo de la colina hay casas derruidas, coches con las ruedas hacia arriba y un olor de descomposición intolerable: “hay como cinco cuerpos adentro”, dice un hombre. Luego explica que “son civiles, porque ninguno tiene armas cerca de él”. Imposible comprobar. Las armas pudieron ser tomadas por otros combatientes. “De todas formas, algún día se sabrá cuánta gente ha muerto” –dice el hombre, desamparado–. “Las Naciones Unidas tienen que hacer una investigación”. Alí y muchos otros vecinos del campo de Jenine le deben la vida a sus familias. “Pudimos escaparnos a tiempo. Yo me fui antes de que un obús cayera sobre mi casa. Me llevé a mis hijos, a mi mujer y a mi madre. Regresamos ayer. La casa estaba casi una ruina. En las paredes que estaban en pie los soldados habían pintado unas cuantas calaveras monstruosas”.
Las historias y los testimonios se cruzan con los detalles más escabrosos. Fuad los completa con el suyo: “seis soldados vinieron una noche. Dos de ellos no estaban de acuerdo con los demás y dejaron que mi mujer huyera con mis hijos. Me encerraron en el baño durante una hora. Los escuché discutir. Uno les decía a los demás que en esta casa no había terroristas. Los demás le hacían bromas y se reían. Después me hicieron salir con las manos atadas y me llevaron a la cocina. Pensé que me iban a matar. Me quedé a solas con uno de los que había dejado partir a mi familia. Me dijo que estaba harto de esta guerra. Pienso que fue él quien nos salvó la vida”.
Jenín es un pozo, ni siquiera un montón de casas de lona y de chapa como las que construyeron los primeros palestinos que llegaron después de 1948. Venían huyendo de las guerras y de lo que hoy es Israel. Con los años, el campo de Jenín creció al borde de la ciudad hasta volverse una urbe. Hoy es un cráter de penas, un pozo que se tragó a los hombres, sus casas y la verdad, que siempre surge de las cenizas.