Mié 06.10.2004

EL MUNDO  › DUROS CHOQUES ENTRE LOS CANDIDATOS A LA VICEPRESIDENCIA DE ESTADOS UNIDOS

¿Cuál es la mala palabra del Sr. Petróleo?

El vicepresidente Dick Cheney, hombre fuerte de la administración Bush y ex presidente de la cuestionada corporación petrolera Halliburton, y el senador John Edwards, uno de los rostros más frescos de EE.UU., se enfrentaron ayer en un intenso debate.

› Por Claudio Uriarte

Por espacio de 40 minutos, el Sr. Petróleo tuvo claramente el dominio de la escena en el debate de anoche en Cleveland entre los candidatos a vicepresidente para las elecciones del 2 de noviembre. Dick Cheney lució preparado, articulado, tranquilo, altamente profesional y al control de una impresionante masa de datos e información sobre los temas tratados, básicamente Irak, antiterrorismo y seguridad nacional. Pero entonces, John Edwards, que hasta ese momento había parecido un postulante demasiado novato, impreciso, repetitivo y débil para casarse con la novia, pronunció la palabra maldita: Halliburton, la poderosa corporación de servicios energéticos de la que Cheney fue presidente por más de cinco años, que ganó los contratos de reconstrucción de Irak a licitación cerrada y que desde entonces está siendo investigada por una larga serie de sobrefacturaciones que se descargan sin mediaciones sobre las espaldas de los contribuyentes norteamericanos. Cheney perdió claramente el equilibrio y la calma y, cuando se le dio el tiempo acordado de antemano para responder, contestó encrespadamente a la moderadora: “¿Cómo puedo contestar a eso en 30 segundos? Ellos solamente están tratando de lanzar una cortina de humo”.
Halliburton volvió dos o tres veces más a los labios del inexperto desafiante, sólo para volver a provocar la crispación y la evasión en los turnos del experto insider de Washington, con experiencia en las Casas Blancas de Richard Nixon y Gerard Ford y jefe del Pentágono de George Bush padre en la primera guerra del Golfo, en 1991, pero evidentemente fuera de control cada vez que Edwards reintroducía el tema, particularmente cuando se habló de impuestos y dijo: “Yo sólo sé que siempre los he pagado, que no es el caso de Halliburton, con sus privilegios y sus empresas fantasma en paraísos fiscales”. Por lo demás, el debate fue un duelo muy duro, y se lo esperaba. Tradicionalmente los vices estadounidenses son funcionarios casi protocolares destinados a representar al presidente en bodas y funerales de dignatarios extranjeros, pero en este caso se enfrentaban el Nº 2 más poderoso de la historia estadounidense, verdadero monje negro de la administración y hombre detrás de todas las decisiones en la Casa Blanca de George II, y un senador de aspecto juvenil y sonrisa demagógica, ganadora y fácil con que escapaba a los momentos en que tenía dudas, y que tiene importancia en la fórmula con John Kerry de Massachusetts por ser quien puede llevarle los votos más tradicionales del sur. El resultado no alteró la impresión inicial de esta extraña pareja despareja, con un Cheney extraordinariamente preparado, pero no tan preparado para resistir el impacto de una sola palabra –Halliburton–, y un Edwards que parecía al lado suyo un peso liviano, pero que no dejó de apestillar al hombre de Washington con objeciones incómodas: la falta de armas de destrucción masiva en Irak, de vínculos entre Al Qaida y Saddam Hussein y de relación entre Bagdad y los atentados del 11 de septiembre.
Por momentos, la confrontación se pareció a una suerte de juego de espejos, en que Cheney y Edwards se acusaban de inconsistencia y de actuar como veletas sobre los mismos temas: el Acta Patriótica, la guerra de Irak, los fondos para los militares en acción, la creación del Departamento de Seguridad Interior, la ley “No Child Left Behind” (“Ningún chico dejado atrás”), el sistema de jubilaciones y los servicios de salud. También hubo momentos de emoción a la Hollywood, como cuando se planteó el tema del matrimonio entre los homosexuales –que una enmienda constitucional buscada por Bush intentó prohibir– y Edwards felicitó a Cheney por el hecho de tener, querer y proteger a su hija gay: Mary. Cuando fue su turno, Cheney dijo simplemente: “Quiero agradecer sinceramente al senador Edwards las cosas que dijo sobre mí y mi familia. Gracias, senador”. El de Edwards fue un golpe bajo, extraordinariamente bien contestado por otro golpe bajo.
Del primer debate, librado el jueves pasado por Bush y Kerry sobre seguridad nacional, guerra de Irak y antiterrorismo –los temas que más preocupan al electorado en esta campaña– quedó claro que el presidente no era tan fuerte en sus temas de bandera como lo esperado, ni Kerry tan débil ni inconvincente como se lo presentaba: el demócrata ganó holgadamente esa confrontación. Del debate de anoche, el único entre los vices, resultó que Cheney no lucía como el ogro que todo su historial evoca, pero que una sola palabra podía desarmarlo. En cierto modo, fue un calculado diálogo de sordos, donde Cheney contestó a cada cosa hablando de otro tema –pero luciendo como si estuviera respondiendo en serio–, y en que parecía menos un político en campaña que un profesional postulándose a una empresa –esperamos que no sea Halliburton–, mientras Edwards descansaba más en sus encantos personales que en posiciones muy sólidas. Mintió sobre todo al decir que se podía eliminar el déficit subiendo impuestos a los ricos y bajándoselos a la clase media; la verdad es que ese déficit no conoce una respuesta que un aumento general de impuestos, pero –como lo sabe Bush padre– en EE.UU. nadie gana elecciones subiendo impuestos.

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