Lun 22.11.2004

EL MUNDO  › DIALOGO CON ROWAN GILLIES, LA CARA DE MEDICOS SIN FRONTERAS

“Las potencias siempre dicen que sus misiones son humanitarias”

El presidente del Consejo Internacional de Médicos Sin Fronteras habla de crisis humanitarias actuales y futuras; de su relación con las potencias intervencionistas, los políticos, las guerras y el sida. Por qué muchos médicos de los países centrales se incorporan a su organización y por qué no duran demasiados años en ella. Su único objetivo: curar.

Por J.M. Martí Font*

Tiene 33 años y, tras su paso por Tanzania, Afganistán, Sierra Leona y Sudán, quedó al frente de la organización Médicos sin Fronteras, creada dos años antes de su nacimiento por un grupo de prominentes médicos franceses. Desconfiado de las excusas que ponen las potencias occidentales para intervenir en todo el mundo, este cirujano australiano defiende los elementos éticos que dan sentido a su organización, describe los lugares más calientes, el papel que juegan los laboratorios medicinales y hasta cómo enfrentan los pedidos de coimas.
–¿Cómo llega la gente a MSF?
–Reclutamos gente y les explicamos lo que hacemos y lo que queremos. Cualquiera puede tener muchas razones para alistarse, empezando por la de ver mundo, pero creo que una de las principales es ese elemento romántico, ese deseo de ayudar a los demás. El desarrollo de un discurso humanitario toma más tiempo; analizar las razones por las que se hace una cosa u otra, por qué se toman determinadas decisiones, es otra cuestión. La gran mayoría de la gente que se incorpora a MSF son médicos, lo que quiere decir que ya entienden los elementos básicos de la ética médica, el principio de que hay que ayudar a la gente, porque simplemente son seres humanos. Pero debo admitir que vienen a nosotros por muchas y diversas razones.
–¿Existe una tradición en MSF? ¿Los padres fundadores se relacionan todavía con la organización?
–No, no se relacionan. Eso sucedió hace treinta años y los más viejos que hay ahora en MSF llevan unos 15 años. Lo máximo que alguien ha estado creo que han sido dos décadas. Este es un tipo de vida que lo deja a uno completamente exhausto. Además, debemos evitar que la gente de MSF se institucionalice dando entrada a gente nueva y joven en todo momento.
–¿Por qué se alistó usted?
–No podía entender que por un simple accidente de nacimiento tuviera una vida tan buena. También es cierto que quería conocer el mundo y que el trabajo que estaba haciendo en Australia no me satisfacía plenamente; pero, en el fondo, fue el deseo de convertirme en un médico que ayuda. Y me quedé en la organización, porque creo que es esencial que nuestro trabajo siga haciéndose, no necesariamente por MSF, pero que se siga realizando y que su filosofía permanezca tan pura como hasta ahora. Algunas veces podremos establecer algún compromiso sobre el terreno, pero siempre volvemos al principio básico, que no es otro que ayudar a los que sufren.
–¿Qué opina del informe de la London School of Economics para la Unión Europea, que pide que las organizaciones humanitarias se involucren en misiones militares de paz?
–No creo que sea un nuevo concepto. Las potencias occidentales siempre dicen que sus intervenciones son humanitarias. Especialmente en países como Afganistán, dicen que van por muchas razones, pero entre ellas, la de ayudar a la gente, reconstruir el país y derrotar a los talibanes. Este tipo de intervenciones supuestamente, multifacéticas, ha sido usado muchas veces por los norteamericanos en muchos sitios. También Naciones Unidas ha usado el integrated aproach, que creo que es como lo llaman; se trata de un proceso de estabilización, otro de reconstrucción y, finalmente, lo que llaman el proceso humanitario. Nuestro trabajo consiste en responder a las necesidades de seres humanos individualizados, no en conseguir la paz o tratar de evitar la guerra, ni tampoco en intentar crear un mundo mejor. Nuestro trabajo es cuidar de esa gente que ha sido excluida de cualquiera que sea el proceso. Cuando hay una guerra, sea justa o injusta, o una paz justa o injusta, el papel de las organizaciones humanitarias es el de cuidar a quienes han sido excluidos del proceso.
–No se fía de los poderes políticos...
–En los planes de intervención siempre hay una fuerte creencia en que lo que hacen es correcto y bueno. Funcionan en torno de verdades absolutas. Ya tuvimos este problema en Afganistán. El gobierno norteamericano cree que está construyendo democracia y un país más seguro; sin embargo, hay mucha gente que no está de acuerdo con esto, y no sólo los talibanes, también otros señores de la guerra. A escala operacional, si vas a trabajar allí con quienes están interviniendo y eres visto junto a ellos, esto te impide trabajar en las áreas donde hay gente que está en contra y pierdes una gran parte de la población.
–MSF se fue de Afganistán. ¿Qué pasó? ¿Todavía piensa que hicieron bien?
–Creo que no podíamos hacer otra cosa más que salir. Nos fuimos, porque habían asesinado a cinco de los nuestros mientras trabajaban, y no hubo ningún interés en investigar estos asesinatos. Poco antes de que esto sucediera, gente que decía que trabajaba para los talibanes nos había avisado de que éramos objetivos. No podemos asegurar que realmente trabajaran para los talibanes, pero lo cierto es que estábamos en medio de un conflicto entre dos grupos en el que ambos aseguran que sólo hay dos bandos: en uno, los norteamericanos diciendo “o estáis con nosotros o estáis contra nosotros” y, en el otro, los talibanes diciéndonos “os vamos a atacar”. Es decir, no nos quedaba ningún espacio, por pequeño que fuera, para poder trabajar. Si todavía estuviéramos en Afganistán me sentiría muy incómodo. Es un lugar muy peligroso.
–¿Cómo definiría este espacio entre dos partes enfrentadas en el que usted considera que se puede trabajar?
–Le daré un ejemplo en el mismo Afganistán. Cuando estuve allí en 1998, trabajaba en una pequeña ciudad que fue invadida por los talibanes. Hubo graves violaciones de los derechos humanos, ejecuciones sumarias de soldados y también de civiles. Fueron unos días horribles dentro de una guerra sucia. Sin embargo, las dos partes respetaban el hecho de que estábamos allí, sabían que estábamos allí para ayudar sólo a los civiles y pactaron un alto el fuego de tres horas para permitirnos salir. Es decir, había la posibilidad, pese a las cosas espantosas que sucedían en torno a nosotros, de proporcionar alguna asistencia a la población civil. Este lugar está a unos 80 kilómetros de donde nuestra gente fue asesinada el pasado mes de julio, así que en seis años este espacio ha desaparecido. Las cosas son así. Sucedía también en Sierra Leona cuando la guerra. Estuve allí en una misión y me acuerdo que había que pasar seis o sietecontroles y en todos los casos entendían por qué estábamos allí y nos permitían trabajar. Y nadie dijo que trabajábamos para ellos ni nadie intentó coaccionarnos o atacarnos.
–¿MSF tiene algún programa en Irak? ¿Qué tipo de problemas hay?
–Sí, tenemos algunos programas en Irak. Allí donde hay fuerzas armadas que al mismo tiempo aseguran que están haciendo una labor humanitaria, tenemos problemas. Es un lugar muy peligroso en el que tomamos las decisiones día a día. Hasta ahora hemos conseguido poder seguir trabajando. De momento hay una diferencia respecto a Afganistán, en Irak no hemos sido amenazados directamente. Pero, dado lo que está sucediendo, debemos considerarnos también objetivos, ya que en términos generales lo es cualquier occidental, por no decir cualquiera.
–Ustedes tienen dos problemas básicos: obtener financiación y conseguir llegar a los sitios donde está la crisis y trabajar allí. ¿Hay conflicto entre estos dos campos?
–Una de las grandes ventajas que tiene MSF es que se financia muy mayoritariamente de donaciones privadas. Más de un 70 por ciento de promedio. En España, un 85; en Australia, el 90, y en EE.UU., el 100. Esto nos permite ir a los sitios y también marcharnos, y Afganistán es un buen ejemplo.
No pondré casos concretos, pero hay organizaciones que reciben importantes cantidades de dinero por estar en Afganistán, hasta el punto de que su propia viabilidad depende de si siguen o no allí. Este sistema integrado, la llamada reconstrucción, que se está haciendo en Afganistán, ha llevado a ciertos donantes a decir: si no son parte de este proceso, no vamos a darles dinero. Nosotros nos las arreglamos para salir y tomar nuestras propias decisiones porque dependemos en gran parte de fondos privados. Esto también nos permitió ir a Angola en 2002 cuando nadie daba nada por ir allí. O el caso de Liberia el año pasado.
–¿Cómo enfocan ustedes los problemas de corrupción? ¿Cuando se encuentran en países en los que la “coima” es una parte importante de lo cotidiano, pagan?
–Es una cuestión de instinto. Nos las arreglamos, del modo que sea, para no vernos envueltos en situaciones como éstas en las que el dinero cambia de manos. Este es el sistema que normalmente utilizan los periodistas para moverse en zonas de este tipo, pero nosotros somos increíblemente rigurosos en este aspecto. Si se mantiene el diálogo entre organización y organización, no hay problema.
Tienes al soldado en un control que te pide dinero y le contestas: “No, ya conoces las reglas, mi jefe se enfadaría tanto como el tuyo, porque nosotros tenemos un acuerdo con tu jefe que nos permite pasar y que especifica que no hay que dar dinero”. Si nos piden medicinas, tampoco se las damos, los enviamos a las clínicas, ocasionalmente les damos condones, porque creemos que es bueno que cualquier soldado tenga condones. Sorprendentemente, esto funciona. A lo mejor tienes que estar cinco minutos más en el checkpoint, pero funciona.
–¿Cuál es el lugar más caliente en términos de crisis humanitaria?
–Darfur, sin duda. La asistencia es mucho mejor que hace tres meses y, en las áreas en las que llevamos trabajando más tiempo, las estadísticas médicas mejoran ligeramente. Sin embargo, en otras áreas como Kamaka las cosas están empeorando. Y además hay lugares a los que simplemente no hemos tenido acceso. A menos que se mantenga la presión internacional y que la ayuda siga funcionando, la situación puede deteriorarse rápidamente. No está ni mucho menos solucionado.
–¿Cuál va a ser el nuevo punto horrible que, de pronto, descubriremos en el mapa?
–No estoy muy seguro. Es algo que siempre nos preguntamos. Tal vez Costa de Marfil. Hay una elección en octubre, pero no sabemos cómo saldrá. El Africa occidental es un desastre. Se trataba de semidictaduras apoyadas por los bloques. Eran países relativamente estables, pero ahora hubo una reacción. Además son lugares con grandes riquezas naturales: maderas preciosas, diamantes, minería, petróleo... Hay un interés. Si se quiere ganar dinero, éstos son los sitios a los que hay que ir. Es una especie de maldición. En Liberia habrá que ver cómo funciona el proceso, y también es preocupante la República Democrática del Congo, donde la guerra ya dura años y años. Es un país enorme; a veces parece que la guerra se congela un poco, pero luego sigue.
Y no hay que descartar lo que llamamos “países olvidados”, como Somalia, por ejemplo, que sigue sin tener un gobierno, continúa siendo el único lugar del mundo que posee todos los requisitos de un Estado, pero no tiene gobierno que ejerza el monopolio de la violencia. Desde 1991, todo permanece igual y hay muy pocas agencias de ayuda humanitaria que trabajen allí, sólo nosotros y alguno más.
–¿Ya no hay crisis humanitarias que no estén relacionadas con la guerra, como, por ejemplo, la plaga de langosta en Senegal y Mauritania?
–La crisis humanitaria más importante desde nuestro punto de vista, si se excluyen las causadas por las guerras, es el sida. Sida y tuberculosis, porque ahora van juntas. Yo no soy un activista por los derechos humanos, a pesar de que en el Forum me invitaron a un debate sobre este tema. Sí sé sobre ética médica y ayuda humanitaria. Por eso quiero decir que en lo referente al sida se ha producido un cambio muy importante. Hasta 2002, la Organización Mundial de la Salud (OMS) y los grandes donantes asumían la tesis de que era demasiado caro tratar a todos los enfermos. Había que poner todo el dinero en la prevención y sacrificar a los enfermos, de modo que los 35 millones de personas afectadas morirían. Todo esto ha cambiado. Ha cambiado gracias a los activistas, gracias a la sociedad civil de Sudáfrica, que aprendió del movimiento antiapartheid, y a la comunidad homosexual occidental, que aprendió luchando por sus derechos. Estos dos grupos, muy bien entrenados y muy activos, han estado trabajando en HIV y han cambiado el concepto de esta enfermedad: ahora ya no es sólo una cuestión de salud pública sino una cuestión humana individualizada. Ahora, la Organización Mundial de la Salud, el gobierno de Estados Unidos y algunos donantes, no todos, creen que debemos tratar a los enfermos. Cierto que hay que hacer prevención, pero para nosotros está claro que lo que tenemos que hacer es curar a la gente. Hemos de curar a cada individuo, y no decirle: “Lo sentimos, usted es demasiado pobre”.
–¿Qué pasa con las grandes empresas farmacéuticas?
–Hay dos problemas. El primero es el de la medicación combinada. Son básicamente tres drogas las que se administran, y la cuestión es si se dan en una sola píldora o en píldoras distintas. Es más fácil y efectivo que la gente se la tome y se acuerde de las dosis si es sólo una. Los fabricantes de genéricos han conseguido hacer esta píldora única, pero cada una de las drogas viene de una empresa farmacéutica distinta, y no parece que se vayan a poner de acuerdo en que se fabrique esta combinación en una sola pastilla, aunque últimamente hay indicios de que están trabajando en este sentido, porque se dan cuenta de que hay un mercado enorme.
El plan presidencial de Estados Unidos, que tiene muchas cosas sobre abstinencia sexual, también da mucho dinero para antirretrovirales, pero siempre que sean de empresas norteamericanas. En el otro lado están las empresas fabricantes de genéricos que hacen la píldora combinada. Para nosotros, no es un problema con quién se trabaja, pero lo importante es que el tratamiento sea eficaz. Tenemos un ejemplo muy claro en Zimbabwe. Trabajamos en un hospital donde también trabaja gente de la CDC de Atlanta. Ellos hacen un programa, financiado por la administración de Estados Unidos, con las píldoras de las marcas farmacéuticas, y nosotros les damos la píldora genérica con las dosis fijas.
La diferencia, no sólo en el costo sino en la efectividad, es enorme, pero la condición para obtener la financiación norteamericana es no usar combinaciones ni genéricos. La otra cuestión son los tratamientos de segunda línea. El tratamiento del que hablamos, el primero, dura entre 18 meses y dos años. Después de este tiempo, los pacientes se vuelven resistentes a esta medicación y entonces hay que darles los que llamamos tratamientos de segunda línea.
Tengo que admitir que estamos muy disgustados con nuestra reacción ante el sida, ahora vemos que hubiéramos debido responder antes y tratar a los enfermos con antirretrovirales en 2000. La OMS no cambió hasta 2002 y nosotros nos mantuvimos en esta línea y no tuvimos reflejos para cambiar.
–¿Qué tipo de gente trabaja en Médicos Sin Fronteras?
–Cambiante. Antes había más europeos occidentales; ahora tienden a ser escandinavos, australianos y norteamericanos. También cada vez se incorpora más gente de los países en los que tenemos programas, como Kenia u otros. Y también de Europa del Este.
Los voluntarios se quedan entre seis meses y diez años. Hay un cierto tipo de gente que viene, tiene la experiencia del trabajo humanitario, la idea romántica de ayudar a la gente, pues eso es lo que de alguna manera ofrecemos nosotros; una vez que lo han hecho se vuelven a sus vidas. Otros deciden quedarse durante dos o tres misiones. Finalmente hay un tercer grupo que decide subir en la organización.
La mayoría, sin embargo, viene por uno o dos programas, y está bien porque esto significa rotación, lo que tiene efectos benéficos. Siempre hay gente que llega y nos dice: “¿Por qué lo hacés así?, esto es estúpido, esto no es ético”. Hemos cambiado y mejorado en muchas cosas, porque quienes llegan de afuera nos avisan. Un ejemplo es el sida. Cuando trataba a enfermos en 1999 no pensaba: “Bueno, a lo mejor, tenemos que intentar curarlos”. Tuvo que ser la gente sobre el terreno la que nos dijera: “Esto es inaceptable, están enfermos, contemplamos cómo los enfermos mueren de una enfermedad que en nuestros países se cura”.

* Del EPS. Especial para Página/12.

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