EL MUNDO
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La mano de la Casa Blanca
Por Claudio Uriarte
Estados Unidos tiene una gran responsabilidad en la desestabilización de Bolivia, pero no en los términos que la izquierda antiimperialista pensaría. El pecado original que originó la actual crisis no fue la privatización de los hidrocarburos ni del agua (aunque después los movimientos sociales tomaran de bandera la repulsa a estas medidas), sino la destrucción de la economía campesina por el “Plan Dignidad” de erradicación de cultivos de coca puesto en marcha por el ex dictador y luego presidente constitucional Hugo Banzer Suárez en los últimos años ’90 con los auspicios de la embajada y la agencia antinarcóticos estadounidenses. Es realmente inocente creer que, como lo postulan Evo Morales o Felipe Quispe, la cuestión de la coca se resuma en una reivindicación cultural y de costumbres ancestrales; la verdad es que la hoja de coca es la materia prima de la cocaína, que la cocaína es un bien de alta cotización en los mercados internacionales y que por lo tanto su materia prima recibe precios locales mayores a los de los palmitos, bananas, maracuyás, pimientas, ananáes y otros virtuosos cultivos alternativos con que Estados Unidos y la comunidad internacional buscaron sustituir el producto tradicional boliviano. Pero cuando el hace ya dos años derrocado Gonzalo Sánchez de Lozada fue a Washington a pedirle a su casi compatriota George W. Bush la extensión de un crédito por unos módicos 60 millones de dólares, Bush lo miró con extrañeza y, sin ninguna ironía ni cinismo, le contestó: “Todos los presidentes tenemos problemas”.
El resultado es que Bolivia anda a la deriva y puede convertirse en una sucursal del mismo proyecto bolivariano que Hugo Chávez impulsa desde Venezuela y que para Estados Unidos se ha convertido en un escenario de pesadilla, con Chávez vendiendo petróleo a precios preferenciales a Cuba (un poco como lo hacía la antigua Unión Soviética) y posiblemente desarrollando zonas de influencia en Colombia, Ecuador y Perú (todos países también cocaleros, y también castigados por el celo antinarcóticos del gran país del Norte). Veamos por qué. Bajo la presión de los flujos migratorios desde el interior hacia las ciudades creados por la liquidación del principal medio de vida de los campesinos, se formaron bloques de exclusión y marginación como la ciudad-dormitorio paceña de El Alto, protagonista de dos rebeliones que acabaron con dos presidentes. Es importante notar la secuencia de fechas: el “Plan Dignidad” se pone en marcha en 1997; en 2000 estalla la “guerra del agua” en El Alto y en 2003 la del gas en Cochabamba. Espoleadas por dirigentes cocaleros carismáticos como Morales, estas guerras se nutren de resentimientos, temores, atavismos y creencias compartidas fuertemente arraigadas en la historia y en la tradición bolivianas y tienen efecto de retroalimentación: la expulsión de la multinacional del agua Bechtel en 2000 fue un manual de instrucciones para la movilización contra la exportación de gas a Estados Unidos por un puerto chileno en 2003; la caída de Sánchez de Lozada por obra de esta movilización llevó al planteo de la recientemente promulgada Ley de Hidrocarburos, que sube al 50 por ciento el nivel de tributación directa e indirecta que las compañías extranjeras deben pagar sobre sus ganancias, y la dinámica revolucionaria en las calles ya ha planteado ahora la consigna de nacionalización total de la energía y posiblemente instale pronto la del establecimiento del Paraíso en la tierra (aunque Morales ha sido cauteloso a la hora de tratar el tema, y ahora aluda a él bajo la cualificación de una “nacionalización de hecho”, sin que nadie sepa muy bien qué es lo que “de hecho” quiere decir).
Pero la nacionalización total tiene un problema, y es que Bolivia carece de la tecnología y de la masa de capital necesarios para extraer y explotar por sí sola sus hidrocarburos. Ya las compañías extranjeras están limitando sus inversiones y hablando de rupturas de contratos, y la renacionalización insinúa el horizonte de una Bolivia más pobre sentándose sobre sus riquezas gloriosamente reconquistadas, pero dolorosamente imposibles de emplear. En este punto pueden aparecer Chávez y su empresa estatal Petróleos de Venezuela, que tiene la tecnología, pero no se sabe si los capitales necesarios para sustituir a las multinacionales. Los constantes viajes de Morales a Caracas no han escapado a la atención de nadie. Tampoco, la ambición del venezolano de crear un frente regional antiestadounidense, cuyo principal enemigo regional sería naturalmente (y nada casualmente) Chile, único éxito del llamado Consenso de Washington y enemigo histórico de Bolivia y Perú. En este punto, las fichas empiezan a caer, y Bush empieza a sentir el fuego que inadvertidamente encendió.