Dom 22.01.2006

EL MUNDO

El fin de un apartheid

OPINION

› Por Claudio Uriarte

Un observador agnóstico puede ser disculpado si, al haber contemplado ayer las imágenes de la “coronación” indígena del presidente boliviano electo Evo Morales en Tiahuanacu, le hayan saltado a la memoria los rituales de una entronización papal. En efecto, es mucho más que una presidencia lo que va a quedar inaugurado hoy en La Paz, como lo mostró la conmocionante ceremonia político-religiosa de ayer. Una Bolivia tumultuosa, colorida y desconocida, bien diferente de los rostros de minoría blanca –como Hugo Banzer Suárez, Gonzalo Sánchez de Lozada, Carlos Mesa– que la gobernaron hasta ahora, bajó por los cerros, después de expresarse masivamente por primera vez en las urnas, para saludar a un líder, que por momentos, pareció trascender lo político para alcanzar la estatura de lo místico. Fue como el fin de un apartheid.

Lo que lleva a la pregunta inevitable: ¿podrá “el Evo” satisfacer siquiera parte de las inmensas expectativas que se han depositado en su figura? El presidente electo habló ayer de revolución, de descolonización, de nacionalización de los hidrocarburos, de Asamblea Constituyente, de unidad nacional, de un frente antiimperialista regional y hasta llegó a decir que retomaría la tarea dejada pendiente por el Che Guevara. Prometió la luna, esto es. Para la izquierda congregada desde toda América latina, fue una fiesta –y ciertamente más auténtica que las hoy languidecientes marchas antiglobalización que solían realizarse en todas las capitales del Primer Mundo, y que, de reanudarse, seguramente usarán ahora de uniforme la “chompa”, el pulóver andino hecho célebre por Evo en su gira de alta diplomacia por Europa–. Pero quedan tres interrogantes difíciles por contestar: 1) cómo se compatibilizará la Asamblea Constituyente prometida, que es para todo el país y se propone remover una estructura política anacrónica e injusta, con las aspiraciones separatistas de las regiones de Santa Cruz de la Sierra y Tarija –las más ricas del país, y que han aceptado el triunfo de “el Evo” sólo resignadamente, y sólo por ahora–; 2) cómo se tratará con las empresas extranjeras de hidrocarburos la demanda de nacionalización total, cuando, a un 50 por ciento entre impuestos y regalías, lo que pagan al Estado boliviano está entre las rentas porcentuales más altas del mundo, y el Estado boliviano mismo no tiene los fondos necesarios para extraer, refinar y exportar su gas y su petróleo por sus propios medios; y 3) cómo se barajará con Estados Unidos la prometida reanudación y liberalización del cultivo de coca, siendo que este país persiste en una obstinada política de erradicación sin compensaciones reales que empezó por arruinar la economía campesina y terminó por precipitar los dos años de tempestad social y la revolución política que vivimos hoy.

Esto no es para aguarle la fiesta a nadie. Por contraste a esas incertidumbres, y a los años de convulsión que se vivieron, la macroeconomía boliviana anda bien. La inflación anual está en un 4,5 por ciento, las reservas internacionales del Banco Central son de 1700 millones de dólares, las exportaciones de 2005 fueron de 2700 millones de dólares (un 24 por ciento más alto que el año anterior), el Producto Bruto Interno de 2005 registró un crecimiento del 4 por ciento y el tipo de cambio se mantiene estable. Aún más, Evo cuenta con el apoyo del venezolano Hugo Chávez en el crítico sector de los hidrocarburos. Y en su reciente gira europea. Morales llegó a mostrar ciertos signos de “lulización” de su discurso, al comprometerse a respetar la propiedad privada y dar la bienvenida a las inversiones extranjeras. Sus entrevistas con ejecutivos de Repsol YPF fueron claves en este sentido. Y tal vez la reanudación de la economía cocalera sea –pese a las sanciones de EE.UU.– el energizante que Evo necesita para financiar parte de su proyecto.

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