Benedicto XVI publicó ayer su primera encíclica, Deus caritas est, en la que exalta el poder del amor, reivindica el eros y refuta a Nietzsche. También critica la doctrina marxista.
› Por Enric González *
Desde Roma
Benedicto XVI publicó su primera encíclica, Deus caritas est (Dios es amor), un potente documento programático que arranca con una reflexión sobre amor, eros e individuo y culmina con algo muy parecido a un manifiesto para el activismo cristiano. “Desvanecido el sueño” marxista y ante las dificultades causadas por la globalización económica, proclamó el Papa, “la doctrina social de la Iglesia se ha convertido en una indicación fundamental”. Mientras varios cardenales presentaban el texto, Benedicto XVI celebró su audiencia general de todos los miércoles y aseguró que era posible “cambiar el mundo” gracias al mensaje de Cristo.
Deus caritas est, la esperada encíclica de Joseph Ratzinger, no parece la pieza fundacional de un pontificado tímido o transitorio. Todo lo contrario. El primer Papa del siglo XXI, el primero tras la victoria occidental en la Guerra Fría, retoma parte del trabajo teórico de sus antecesores para engarzar amor, caridad y justicia en una misma tesis y definir el nuevo papel de la Iglesia Católica: no al margen de la política, sino por encima de ella; empeñada en obras sociales aunque la justicia sea “tarea de la política”; capaz de “purificar” la razón pública para evitar que caiga en la “ceguera ética”. “Yo interpreto la encíclica como una advertencia contra algo que todos llevamos dentro: la tentación de ignorar a Dios, es decir, la tentación laicista”, comentó monseñor Paul Josef Cordes, encargado de las obras sociales en la Curia vaticana.
La encíclica, un librito de 79 páginas, se divide en dos partes. La primera se refiere al amor individual. Entre los múltiples significados de la palabra “amor”, Benedicto XVI destaca “como arquetipo por excelencia, el amor entre el hombre y la mujer, en el cual intervienen inseparablemente el cuerpo y el alma”. En un cierto punto, asegura que “la imagen del Dios monoteísta corresponde al matrimonio monógamo”, como “icono de la relación de Dios con su pueblo”.
Y defiende el eros, el amor erótico, debatiendo con Friedrich Nietzsche, según el cual el cristianismo “hizo degenerar el eros en vicio”. “El cristianismo, ¿ha destruido verdaderamente el eros?”, se pregunta el pontífice. Y se responde, como era de esperar, que no. Lo que ocurre, dice, es que “el eros ebrio e indisciplinado no es elevación sino caída”, porque el eros “necesita disciplina y purificación para dar al hombre no el placer de un instante, sino un modo para pregustar en cierta manera lo más alto de su existencia. De esta forma, el eros mundano se convierte en agapé, el amor fundado en la fe”. “El amor –concluye– es ocuparse del otro.” Y agrega: “Cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos ante Dios”, “si en mi vida falta el contacto con Dios, podré ver siempre en el prójimo solamente al otro, sin reconocer en él la imagen divina”.
La segunda parte, sobre el amor ejercido por la Iglesia, se remonta a los primeros siglos de la era cristiana para demostrar que “el ejercicio de la caridad, junto con la administración de los Sacramentos y el anuncio de la Palabra, se confirmó desde el principio como uno de sus ámbitos esenciales”. Y se detiene largamente en el siglo XIX, una época en la que, admite, “los representantes de la Iglesia percibieron sólo lentamente que el problema de la estructura justa de la sociedad se planteaba de un modo nuevo”. También hace referencia a una clásica crítica marxista, según la cual las obras de caridad cristiana sólo consiguen suavizar la injusticia y perpetuarla: “A un mundo mejor se contribuye haciendo el bien ahora y en primera persona, con pasión y donde sea posible, independientemente de estrategias y programas de partido”.
“El marxismo había presentado la revolución mundial como la panacea para los problemas sociales (...) Ese sueño se ha desvanecido. En la difícil situación en que nos encontramos hoy, a causa también de la globalización de la economía, la doctrina social de la Iglesia se ha convertido en una indicación fundamental que propone orientaciones válidas mucho más allá de sus confines”, se afirma en Deus caritas est.
“El orden justo de la sociedad y del Estado es una tarea principal de la política”, dice Benedicto XVI. “La Iglesia no puede ni debe emprender por cuenta propia la empresa política de realizar la sociedad más justa posible. No puede ni debe sustituir al Estado. Pero tampoco –precisa– puede ni debe quedarse al margen en la lucha por la justicia. El Estado que quiere proveer a todo –prosigue–, que absorbe todo en sí mismo, se convierte en una instancia burocrática que no puede asegurar lo más esencial que el hombre afligido –cualquier ser humano– necesita: una entrañable atención personal. Lo que hace falta no es un Estado que regule y domine todo, sino que generosamente reconozca y apoye, de acuerdo con el principio de subsidiariedad, las iniciativas que surgen de las diversas fuerzas sociales (...) La Iglesia es una de esas fuerzas vivas.” Este pasaje se refiere, sin duda, a toda “obra social”: educación, sanidad, etcétera.
Por último, el papa Ratzinger alerta contra el riesgo de que la Iglesia acabe “diluyéndose en una organización asistencial genérica” y cita a San Pablo: “Podría repartir en limosnas todo lo que tengo y aun dejarme quemar vivo; si no tengo amor, de nada me sirve”.
* De El País de Madrid. Especial para Página/12.
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