EL MUNDO › OPINION
› Por Claudio Uriarte
Este desenlace, con las autoridades electorales haitianas dando la victoria en primera vuelta al candidato de izquierda René Préval pese a no haber alcanzado técnicamente el listón del 50 por ciento de los votos (logró 48,76, en medio de crecientes evidencias de fraude oficialista en su contra) es el más prudente que podía esperarse en un país donde el candidato opuesto a Préval, Leslie Manigat, sólo había logrado un 11,83, donde el ejército está prácticamente disuelto, las bandas armadas aterrorizan a la población y el poder les ha sido negado a sus legítimos poseedores (los candidatos preferidos por la población) desde que un calamitoso golpe de Estado apoyado por Washington arrebatara de la presidencia al mentor de Préval, el exiliado sacerdote progresista Jean Bertrand Aristide. En otras palabras, Haití era anteayer un polvorín al borde de estallar; hoy, si bien no todo es dulzura y luz, los electrodos que podían causar la ignición han sido desactivados.
Estados Unidos queda con un nuevo gobierno izquierdista en el hemisferio occidental, y uno que no tiene la alternativa de no aceptar. Por un lado, la explosión social que hubiera implicado negar la victoria a Préval habría significado el pronto desembarco de un aluvión de inmigrantes ilegales haitianos en las costas de Florida; del otro lado, la fuerte presencia de América latina (notablemente Brasil) en la salida a la crisis borra cualquier duda que pueda empañar la legitimidad del gobierno electo. Por una vez, el resignado cliché del Departamento de Estado, “trabajaremos con quienquiera salga elegido”, refleja correctamente la realidad. Pero la realidad es también que la política estadounidense hacia la región está crecientemente fuera de fecha, y en proceso de creciente aislamiento. Una tras otras, las fichas de un dominó –para usar una expresión de Guerra Fría– van cayendo en América latina en la dirección que no le gusta a Washington. Su prédica por la democracia termina girando en el vacío al chocar con resultados electorales adversos. Pero, contrariamente a la Guerra Fría, Washington carece cada vez más de los recursos, tanto económicos como militares, para torcer estos resultados. Con una fuerza militar empantanada en Irak hasta quién sabe cuándo y una crisis militar juntando fuerza en el océano Indico en torno al programa nuclear iraní (ver pág. 16), América latina, con la excepción de Venezuela, se ha caído casi totalmente del radar de política exterior de Estados Unidos. El problema para Estados Unidos es que la región parece estar inclinándose en dirección a esa “excepción” venezolana.
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