EL MUNDO › OPINION
› Por Claudio Uriarte
La “globalización de la Justicia” es un sistema que permite que el ex dictador chileno Augusto Pinochet sea detenido en Londres por orden de un juez español, pero no que la ex primera ministra británica Margaret Thatcher sea apresada por órdenes de un juez argentino a causa del hundimiento ilegal del buque General Belgrano, que el ex dictador iraquí Saddam Hussein sea procesado en Bagdad por crímenes de guerra, pero no que se procese a los norteamericanos que lo abastecieron de armas en la guerra Irán-Irak de 1981-1990, que el ex dictador serbio Slobodan Milosevic se haya pudrido en una celda de La Haya, pero no que se acuse al gobierno ruso de Boris Yeltsin que lo apadrinó con armas y sucesivas dilaciones diplomáticas... Y así sucesivamente. Es decir, que no hay nada nuevo bajo el sol. El pez grande se come al chico, incluso –y tal vez especialmente– cuando el chico se ha vuelto un producto descartable, empieza a crear molestias, y un lindo juicio, globalizado o de otro tipo, puede servir para lavar el recuerdo de una desagradable asociación en el pasado. Esto no es para defender a monstruos genuinos y por propio derecho como Pinochet, Saddam Hussein y Milosevic; solamente para establecer que la globalización de la Justicia soñada por muchos cuando la detención de Pinochet en Londres en 1998 sigue siendo una quimera, o que, en todo caso, que en esta globalización hay algunos que son mucho más globales que otros.
Porque los principios de una Justicia internacional, con su correlato práctico (o impráctico) en el Tribunal Penal Internacional de La Haya, por nobles que sean sus intenciones, y aunque en muchos casos hayan hecho avanzar el proceso de Justicia en los distintos países (en Chile con Pinochet, por ejemplo), son imposibles de llevar a cabo. Entre otras cosas, porque Estados Unidos, la superpotencia única, se ha abstenido de someterse a sus leyes. Pero también, y sobre todo, porque la existencia de un Poder Judicial internacional, sin un Poder Ejecutivo internacional y un Poder Legislativo internacional, sería una suerte de aberración de lo que se llama “orden” (pero en realidad es caos) internacional. Para que haya Justicia internacional, tendría que haber unas policías, Fuerzas Armadas y demás instrumentos de coerción internacionales que se encarguen de llevar a los acusados ante esa Justicia y de garantizar que se cumplan sus sentencias; en caso contrario, sigue rigiendo la actual ley de la selva, donde arresta el más fuerte, el pez gordo zafa siempre y el hombre es el lobo del hombre. En este sentido, los dos corteses caballeros de Scotland Yard que una noche se apersonaron en The London Clinic para comunicarle a un herniado y atónito y Augusto Pinochet su arresto no se diferencian en esencia de los 78 días de bombardeos que le tomó a la OTAN proceder a la destrucción del régimen de Milosevic, desatando la rebelión popular que terminaría con su arresto y extradición a La Haya. En ambos casos se verifica el uso de la fuerza como esencial; la única diferencia es una cuestión de intensidad, y de escala. (Tampoco importa, a los fines de este análisis, que los bombardeos de la OTAN no hayan sido motivados por las atrocidades de Milosevic, como la invasión a Irak no lo fue por las violaciones a los derechos humanos de Milosevic; tanto valdría especular con la obsesión de protagonismo del juez Baltasar Garzón, o las ambiciones políticas de los Lores que permitieron el desarrollo del proceso. Lo que importa aquí no es la intencionalidad política de los procesos sino más bien la imposibilidad, en un sistema de economía globalizada que carece de contrapartes políticas imparciales en la política, la legislatura y la Justicia que la controlen, de administrar Justicia sin una multitud de dobles raseros, de patrones de medida cuestionables y, sí, de intencionalidades políticas).
Parte de esto se verificó en el hoy frustrado proceso a Milosevic, como está verificándose en el próximo a frustrarse proceso a Saddam Hussein. En ambos casos, los acusados negaron competencia a los respectivos tribunales. En ambos casos, disfrutaron enormemente las sesiones, burlándose de sendos tribunales que habían sido creados de la nada (perdón, de la nada no: de relaciones de fuerza). Y en ambos casos, trágicamente tienen razón. Milosevic habrá muerto en paz en su cama en la prisión de Scheveningen y Saddam Hussein probablemente será ejecutado, pero esto no se parece a una nueva forma de Justicia; sólo a un nuevo exponente del nuevo desorden global.
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