Dom 02.04.2006

EL MUNDO  › OPINION

La lucha de clases en Francia

› Por Claudio Uriarte

En mayo de 1968, el cineasta y escritor Pier Paolo Pasolini arriesgó su vida saliendo a repartir volantes proclamando que, en los enfrentamientos callejeros que se vivían, la verdadera “burguesía” estaba constituida por los estudiantes, y el verdadero “proletariado”, por la policía. En marzo abril de 2006, otra primavera pero 38 años después, la lucha de clases en Francia se ha resignificado como la clase media estudiantil y sus aliados de la aristocracia obrera y los privilegiados empleados estatales contra los jóvenes marginales de los suburbios que 10 días atrás, para estremecimiento de las buenas conciencias, irrumpieron en las manifestaciones de los chicos 10 para asaltarlos, robarles sus celulares y MP3, sus tarjetas de crédito y golpearlos. Este fue el punto en que dos movimientos sociales –las revueltas de fines del año pasado de los jóvenes musulmanes excluidos de los banlieues, o suburbios de clase baja, y las actuales– se encontraron. Y su encuentro no fue para nada feliz.

Pasolini decía lo que decía en una sociedad opulenta, de desempleo prácticamente cero, donde las nuevas generaciones de universitarios en vías de ser decantados en elite por los principales colegios nacionales iban por más y reivindicaban una voz protagónica en el diseño de su futuro, así como en el de las relaciones sociales y sexuales y las jerarquías familiares y estudiantiles. El resto –“sea realista, pida lo imposible”, “debajo de los adoquines está la playa”, etc.– era pura estudiantina, aunque su contenido indicara el potente optimismo social de la época. En 2006, en cambio, la nueva lucha de clases en Francia confronta a cientos de miles de potenciales empleados públicos, que tienen miedo a perder sus futuros privilegios, con los jóvenes desempleados de los banlieues que serían los primeros beneficiarios –junto a las pequeñas y medianas empresas– de aprobarse la ley. Por eso las manifestaciones de hace 10 días degeneraron en un espectáculo de lúmpenes vándalos, ladrones e incendiarios. Por eso también la sorpresa. Porque los estudiantes de zapatillas y ropa de marca del Distrito 7 nunca habían visto a un verdadero desocupado.

Por el momento, la lucha de clases en Francia ha dejado al gobierno de Dominique de Villepin en jaque. El soñador y aristocrático primer ministro introdujo la ley a las patadas, sin consultar al presidente Jacques Chirac, a los sectores sociales ni a sus propios aliados. Su apuesta apuntaba a las elecciones presidenciales del año próximo, donde compite –en estos momentos, y en las encuestas– con su rival derechista Nicolas Sarkozy y la emergente dirigente socialista Segoulane Royal. La idea era bajar dos o tres puntos el pétreo desempleo del 10 por ciento que aflige a Francia por la mayor parte de los últimos 10 años, cantar victoria y proyectarse en línea recta hacia el despacho que hoy ocupa un agotado Jacques Chirac. Pero la Francia “burguesa” de Pasolini estalló en revuelta contra esta reforma comparativamente menor, e inundó las calles en una especie de revuelta del ’68 ideológicamente rebobinada: antes se hablaba de cambiar, ahora de conservar.

Chirac trató de diluir el viernes las reformas del Contrato Primer Empleo, sacándoles los colmillos del período de prueba por dos años y la autorización a los empleadores para despedir sin indemnizaciones ni justificaciones a los menores de 26 años a quienes apunta la ley. Demasiado tarde, demasiado poco: Francia entera se le rió en la cara, todos dijeron que la sola mención de las palabras Contrato Primer Empleo era intolerable, y que la ley debía ser derogada. Sarkozy, por su parte, se mantuvo desde el comienzo en una helada distancia, acentuando a medida que pasaban los días su desacuerdo con las medidas de Villepin. Royal, por su lado, conservó el elegante y bello silencio que tantas buenas notas demoscópicas le ha deparado –al proyectarse como una candidata ambigua y light, para todos los gustos–, mientras su marido François Hollande, primer secretario del Partido Socialista, volvió al repetitivo tono de denuncia que desde hace tantos años enclaustra a su partido en una oposición importante, pero sin crecimiento, dentro de la Asamblea Nacional.

La autodestrucción de la candidatura de Villepin plantea entonces una perspectiva paradójica, signada por dos posibilidades. Una, que dé el impulso final hacia la presidencia al astuto y carismático Sarkozy, que sin duda impulsaría reformas mucho más drásticas que las de Villepin. Y la otra, que estas reformas mucho más drásticas encuentren una nueva envoltura, más elegante y sexy, en una presidencia Royal, que no por nada ha cerrado la boca durante este período. En ambos casos, la revuelta contra la ley lleva a una ley más dura, y a la Francia burguesa más cerca de su proletarización.

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