Mar 11.04.2006

EL MUNDO

El arco iris racial que salió a repudiar a Bush

Cientos de miles de manifestantes de todas las razas, nacionalidades y colores inundaron ayer las calles de las principales ciudades estadounidenses para manifestarse por la legalización de los inmigrantes.

› Por Cristian Alarcón
Desde Nueva York

El salvadoreño que va en la camioneta azul por Canal Street no sale de su asombro. Toca la bocina como si desfilaran frente a él un montón de mujeres hermosas. Hace aullar su instrumento de trabajo sin importarle que está prohibido en NYC. Y los que avanzan en fila entre el Soho y Tribeca, barrios de la Gran Manzana tan modernos, tan caros y exclusivos, no hacen más que responderle con esos gritos de rock and roll, de fan desesperado: “¡AuAuuuuuuuuuuuuu!”. Son hombres, mujeres, niños y niñas bien arropados, de zapatillas y sin lujos que en las manos llevan banderas norteamericanas, y un crisol de otras tantas como nacionalidades se sumaron a la multitud de ayer, dueña de Manhattan. Chinos, árabes, norteamericanos blancos, negros, y una mayoría inmensa de latinos mostraron que la diversidad manda. “¡Aquí estamos! ¡No nos vamos! ¡Si nos echan, nos regresamos!”, grita la multitud en un canto que resume la obstinada fuerza de la migración en un país en el que doce millones de personas esperan ser legalizadas y obtener derechos civiles. “Hoy marchamos, mañana votamos”, se lee en miles de carteles que levantan mientras ocupan la avenida Broadway a lo largo de decenas de cuadras, aquí y en casi todas las grandes ciudades del país.

Tras la manifestación del 1º de abril, que sorprendió por la cantidad de gente en Los Angeles, los inmigrantes del resto de la nación se lanzaron a la calle. Sólo en San Diego fueron medio millón el domingo. Ayer, la marcha neoyorquina superó todos los sueños de los organizadores, y las pesadillas de los más xenófobos. El Senado había fracasado el viernes último en el tratamiento de una ley que pretendía darles posibilidades de legalización, aunque a sólo un pequeño porcentaje de los 12 millones –según cifras oficiales– de indocumentados que viven en los Estados Unidos. El debate ya tiene meses y lo comenzaron los republicanos que preaprobaron la ley HR4437 en la Cámara de Representantes. Se trata de un proyecto que criminaliza la migración considerando a aquellos que no tienen papeles un peligro terrorista para el país. La penalización de los migrantes es inminente si avanza el proyecto llamado Ley para la protección fronteriza, antiterrorismo y control de la migración en el Senado. Las organizaciones se nuclearon para plantear el camino opuesto: una amnistía general que permita regularizar sus situaciones. Así las cosas, la paradoja de un país bipartidista a ultranza es que tras años de silencio un nuevo actor político surge de la ilegalidad. “El gigante se despierta”, resumen los medios latinos. Y no habla sólo español. Ayer el chino, el coreano, el árabe y los veinte tonos de castellano en sus variantes latinoamericanas coreaban las mismas consignas.

El gigante se despertó ayer con cierto frenesí. En Brooklyn, Queens, el Harlem. Bronx, New Jersey, o los recodos más apartados los inmigrantes, legales o no, se levantaron con ganas de salir a la calle. En los bares y restaurantes en los que siempre están tras el mostrador, friendo la comida basura o lavando los platos, abundaron los permisos por el día, los faltazos de última hora. Pero cierta desconfianza en la capacidad de convocatoria bajaba los ánimos aun de los más optimistas hasta último momento. De allí que la alegría del salvadoreño de la camioneta azul fuera desbordante. Y la de los que marchaban frente a él, superior. “Quiero decirle que es emocionante, porque están perdiendo el miedo a mostrar la cara. No andan pensando que los deportarán por pelear por sus derechos. Yo ya me legalicé, vine en el ’91. Crucé caminando desde México. Pero todos mis familiares que llegaron después andan ilegales y siempre en los trabajos abusan de ellos”, dice Juan Antonio, de Usulután, pueblo del sur de El Salvador.

Cuando los avanzados que a las tres de la tarde ya iban hacia el City Hall, en el sur de la isla, coparon Broadway Avenue, el grito fue de los obreros de la construcción que sin permiso para marchar seguían a esa hora levantando un rascacielos. “¿Qué tú crees? ¡Con semejante manifestación les sacamos la amnistía, hermano!”, se entusiasmaba uno. “¡Ya deja ese martillo, brother! ¡Vente pa’cá! ¡Mira lo que te estás perdiendo!”, lo invitaba un puertorriqueño desde el río de gente encauzado por la policía neoyorquina con buenos modales pero fuertes vallados. De hecho, a la vista de un argentino acostumbrado al caos de las marchas porteñas, lo de aquí resulta gracioso. La policía encierra en corralitos de vallas de metal a los manifestantes cuadra a cuadra. Crea además un pasillo vacío y otro en una de las veredas para permitir el tránsito de los que no se suman a la protesta. Y luego, a medida que se va juntando gente, de manera coordinada, dejan avanzar, muy de a poco, hacia el palco, en el otro extremo, diez cuadras más abajo. El resultado es un largo camino de banderas y carteles, cantos y gritos. El clima de fiesta ganaba ayer. “¡Somos americanos! ¡Somos neoyorquinos!”, gritaba un líder chino en inglés a la muchedumbre, que coreaba luego: “Sí, se puede. Sí, se puede!!!”, uno de los lemas más fuertes en todo el país.

–¡¿Qué queremos?! –pregunta desde el púlpito frente al City Hall el locutor que enfervoriza con su tonada centroamericana a las masas.

Pantallas gigantes sostenidas por unas grúas que salen de camiones estrambóticos repiten la imagen del púlpito a lo largo de la Brodway.

–¡¡Legalización!! –ruge la masa.

Sobre esa transmisión en vivo dentro de la misma marcha se pasan entonces imágenes de varios puntos de la avenida. Niños fascinados con las banderas que agitan, madres con cochecitos, grupos de amigos.

–¡¿Cuándo?¡ –insiste el morocho que se parece a Rubén Blades.

–¡¡¡Ahora!!! –responden.

Desde el palco, una banda de rock hace canciones de los ’80 entre orador y orador. Sacan desde atrás un tema, por ejemplo de Bruce Springsteen, como si se tratara de un show televisivo con banda en vivo –¿recuerdan uno de Badía y otro de Repetto?– y la gente lo baila unos segundos, hasta que el próximo discurso comienza. De pronto Hillary Clinton, senadora por Nueva York, habla para los inmigrantes, con miras al ’08. Les dice que son ellos los que hacen el peor trabajo, los que limpian sus casas, sus coches, sus escuelas; que son ellos los que ponen el cuerpo y que los Estados Unidos deben agradecerlo. Son varios los demócratas que aprovechan el estrado para lanzar frases suaves aunque no muy promisorias sobre la legalización. Taleigh Smith, activista antiglobalización, de Seattle, está con su cámara al hombro registrando la protesta. “Da rabia ver a los demócratas que se llenan la boca y de todas formas tratan de sacar una ley apenas más piadosa que la de los republicanos dejando afuera a una mayoría”, dice. La ley que se cayó el viernes plantea que obtienen legalidad los que tienen más de cinco años en Estados Unidos. Para los que tienen entre dos y cinco años aquí la cosa es más dura: tienen que salir hacia sus países para pedir legalización. Los otros millones que llegaron en los últimos dos años no tienen derecho a nada y serían tratados como criminales.

“¡Somos inmigrantes, no somos criminales!”, entonan los dos hombres de gran porte y gorras de béisbol. Tienen 56 y 52 años. Llegaron de Ecuador hace más de 20 años y ya no son ilegales. Pero forman parte del fuerte sindicato de la limpieza de edificios, el SEIU, uno de los que adhirió a la marcha. Trabajan en el mantenimiento de una torre de Wall Street, cerca de la marcha. “Nosotros tenemos la suerte de ganar 19 dólares la hora. Pero el mínimo es 6,75 y con eso usted hace unos 800 dólares por mes. La renta mínima para una familia es de 1200, así que saque cuentas de cómo vive un trabajador”, dice Francisco Guzmán, el mayor. “Los americanos se aprovechan y al final ganan con la ilegalidad de los nuestros.” Pasos más allá, Rosario Portales, guatemalteca con un año en la ciudad, confiesa temerosa que ella, como ilegal, recibe apenas 300 dólares por mes por su trabajo como cocinera en un puesto de hamburguesas. “Me sueño yo siendo legal, para poder comer mejor”, dice, sencilla y envuelta en una bandera norteamericana que quiere hacer suya con una amnistía soñada.

Argentinos también hay, perdidos por ahí, pero vistosos en la marea migratoria. Luis Suárez se puso la celeste y blanca como capa y hasta tiene una escarapela de strass en el corazón de su remera ajustada. Expulsado –dice– por el corralito que le dejó su indemnización encerrada se vino por un trabajo. Lo tiene. No falta, jura. Es el food-runner de un restaurante y logra sus 1800 dólares mensuales. Le alcanza para vivir con dos amigos, pero no deja de sentirse preso. No puede volver de vacaciones. A su madre, que cría a su hijo de 15 años en Buenos Aires, no le dan la visa. “Hablamos por teléfono, pero sufrimos todos”, cuenta. “Por eso les mando el mensaje de que acá vamos a pelear por que no nos hagan vivir como delincuentes.”

–¡Ningún ser humano es ilegal! –grita desde el palco otro líder chino, pero en español cantado. Es la consigna que más suena. Va escrita en carteles varios.

Hacia el final de la columna de un kilómetro, cuando la clara luz de primavera cae entre los edificios de la avenida Brodway calmando el frío intenso, este cronista se cruza con varias travestis. Una es mejicana. Las otras dos argentinas. Mauricio Rodas, conocida en los ’90 como Estrellita en el Moroco y Ave Porco, anda de camiseta de la Selección y una bandera norteamericana clavada en el rodete. Su amiga entrerriana habla por teléfono con su mamá, en Entre Ríos. “Estoy en la marcha de los ilegales”, le dice a su hermana, del otro lado de la línea. “¿Cómo qué ilegales? ¡Los inmigrantes ilegales, tarada! ¡Pasame con mamá!”, manda. Mauricio confiesa prostituirse por dólares. Algo parecido sus amigas. Llevan siete años en Manhattan. Viven en pleno Times Square. Quieren papeles. “Queremos una amnistía. Que podamos entrar y salir de los Iunaites con tomarnos una pildorita”, bromean, y salen volando como libélulas entre los mexicanos que las piropean. La bandera norteamericana se agita con el viento en la cabeza de la Estrella. Y los del pulpito hacen que la masa repita, a todo pulmón: “¡We are american!”.

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