EL MUNDO › EL ANIVERSARIO DEL ALZAMIENTO IRLANDES DE PASCUA Y DEL NACIMIENTO DEL IRA
En la Pascua de 1916, las organizaciones republicanas irlandesas se unieron con el nombre de IRA, Ejército Republicano Irlandés, y se alzaron en armas en Dublín. Comenzaba una semana de combates urbanos que terminó en fusilamientos y en un terremoto político. Pareció una patriada perdida, pero era el comienzo de la guerra de independencia contra un imperio.
› Por Sergio Kiernan
Hace noventa años, en el domingo de Pascua de 1916, las principales organizaciones “sediciosas y subversivas” de Irlanda se unieron bajo un nuevo nombre. Eran la Hermandad Republicana, los Voluntarios, el Ejército Ciudadano de los sindicatos socialistas, la Liga Gaélica, gente suelta de fusil y de traje, y hasta las señoras de Cumann na mBan, la Unión de Mujeres. Seguían órdenes del Consejo Militar revolucionario, preparando armas y bombas caseras para el alzamiento del lunes. Algunos creían sinceramente que el país se levantaría y podrían terminar con setecientos años de dominio inglés, ahora que Londres estaba hasta el cuello en la Primera Guerra Mundial. Otros, más realistas o pesimistas, sabían que la rebelión estaba perdida pero pensaban dar testimonio, con sus vidas, de la vitalidad de la causa. Iban a proclamar la República de Irlanda y las organizaciones se unían bajo el nuevo nombre de Ejército Republicano Irlandés. Nacía, así, el IRA.
La situación política de la más antigua colonia inglesa era simplemente ridícula. Irlanda se rebelaba una vez cada medio siglo con puntualidad ferroviaria: 1798, 1803, 1848, para hablar apenas de las que tuvieron entidad. Cada refriega terminaba en martirio, con líderes irlandeses ejecutados de mala manera y cuyos nombres pasaban al panteón simbólico, desesperado, del nacionalismo irredento. Los británicos, que manejaban su imperio con una muy precisa mezcla de palo y zanahoria que sólo les falló con Estados Unidos, parecían sordos y mudos cuando se hablaba de Irlanda. En Canadá, Australia y Nueva Zelandia se vivía en libertad y con paridad de derechos con cualquier británico. Los irlandeses eran tratados como tributarios, con una tosudez extrema que no dejaba más que tres caminos a las mayorías: morirse, emigrar o rebelarse. En el terrible siglo XIX, la pequeña isla había perdido más de la mitad de su población, que se fue a EE.UU., al imperio o a Argentina, o se había muerto de hambre.
Sin embargo, el activismo político había logrado mucho, entre otras cosas que ya hubiera pasado el reloj de la siguiente rebelión, que tocaba hacia 1900. Mal que mal, líderes como O‘Connell y Parnell habían creado partidos políticos modernos y resignado a Londres a conceder el status de dominio, como el de Canadá, con lo que Irlanda volvería a tener su propio Parlamento, sus habitantes serían ciudadanos y el país volvería a tener aunque sea una autonomía. El problema era que los protestantes del Norte hicieron las cuentas y entendieron que una Irlanda autónoma los dejaba en minoría, porque todavía los católicos eran más. Y entonces juraron rebelarse ellos contra la Corona. En 1914 estalló la Primera Guerra Mundial y Londres congeló la situación. La autonomía quedaba para la posguerra.
Como los protestantes del Norte comenzaron a armarse descaradamente y crearon organizaciones paramilitares, “leales” y de uniforme, los nacionalistas del Sur hicieron lo mismo, reclutando muchos más protestantes de los que se piensa hoy en día. A Londres no le preocupaban en particular los protestantes, ni tampoco los nacionalistas parlamentarios que trabajaban con el gobierno de Asquith para lograr la autonomía. Lo que sí le sacaban el sueño eran los Voluntarios y la Hermandad, republicanos que no querían ni oír hablar de seguir “conectados” a Gran Bretaña, y el Ejército Ciudadano, las formaciones armadas sindicales que habían jurado que nunca más los iban a reprimir impunemente, como en la gran huelga de 1913. Estos grupos pasaron a ser oficialmente considerados “subversivos”, primera vez que la curiosa palabrita, que tanta carrera haría en Argentina, era usada en documentos públicos. Los agentes secretos y los informantes del Castillo de Dublín, la sede tradicional del poder británico en Irlanda, se concentraban en estos grupos.
Lo que resulta ridículo era que todos estos grupos organizaban desfiles de bandera, tambor y uniforme, hacían guardias de honor en sedes partidarias, alquilaban chacras para hacer tiro al blanco y prácticas de combate, y compraban armas de guerra abiertamente. La trampa era, claro, que si el gobierno desarmaba a un bando tenía que desarmar también al otro o resignarse a quedar pegado. En concreto: si se desarmaba y encarcelaba a los republicanos, Londres pasaba a ser mentor de los paramilitares protestantes, por lo que la isla se haría ingobernable. Irlanda tenía el récord mundial de orgas.
La rebelión de 1916 estaba programada para 1914, pero la guerra la pospuso, aparentemente para las calendas griegas. Los republicanos eran un bando muy dividido, con diferencias entre el campo y la ciudad, socialistas y católicos, integrados e irreductibles. Había gente que pensaba que el trabajo cultural –restaurar el agónico idioma irlandés, por ejemplo– y la paciencia política, eran el camino a la autonomía. Había otros que pensaban que la libertad, como el poder, mana de la boca del fusil. Y otros que no eran tan calentones por la independencia porque afirmaban que no había mucha diferencia en que el explotador fuera extranjero o compatriota. Los británicos, con las pequeñas y no tan pequeñas humillaciones diarias de la vida colonial, y con la constante amenaza de aplastar toda oposición, dieron argumentos para una unidad de fines que no fue completa pero alcanzó.
Los alemanes fueron otro factor. Ya habían vendido algunas armas a los republicanos, por aquello de que el enemigo de tu enemigo es tu amigo, y así es que los rebeldes andaban desfilando con mausers. También terminaron mandando un barco cargado de fusiles, el Aud, disfrazado de carguero noruego, que fue acorralado por la Marina Real y terminó hundido por su capitán en una bahía de Cork. Y hasta aceptaron una de las ideas más absurdas de la historia política mundial, la de que sir Roger Casement, noble, diplomático inglés y una celebridad mundial, entrara a Alemania de contrabando para reclutar una brigada republicana entre los prisioneros de guerra irlandeses. Casement era famoso por ser quien denunció los crímenes belgas en el Congo, que inspiraron El Corazón de las Tinieblas, de Joseph Conrad, y fueron el primer caso internacional de derechos humanos. Pero pocas veces se vio un reclutador peor: apenas un irlandés se prendió a la aventura y desertó en cuanto pisó suelo propio.
Hace exactamente noventa años, Casement volvía a Irlanda en un submarino, el Aud era hundido y los republicanos tenían un triunfo y una derrota. El triunfo fue convencerlo a James Connolly, el líder sindical socialista, que se prendiera a la rebelión. La derrota fue que las brigadas republicanas del interior anunciaron que no se alzarían. Pese a las esperanzas de algunos, sólo la capital daría pelea.
Todo estaba listo. Hasta tenían gobierno propio, ya que el lunes de la Semana Santa el Consejo Militar se había reunido y se había proclamado como gobierno de la República de Irlanda, con el escritor y maestro Padraigh Pearse como presidente. El flamante gabinete había firmado la Proclama de Independencia –y con eso había firmado su sentencia de muerte por traición– y había mandado a imprimir 2500 copias tamaño poster en el taller gráfico de Connolly. El domingo de Pascua de 1916, los republicanos comenzaron a concentrarse en sus cuarteles, de uniforme y con armas, cargando canastos de bombas caseras, repartiendo carteles, asignando posiciones, llenando bolsillos con balas y preparando el cuerpo médico, compuesto de unos pocos profesionales y varias mujeres con mayor o menor entrenamiento. Eran una banda variopinta que incluía nobles como Joe Plunkett, hijo del conde Plunkett, uno de los títulos más añejos del país, o la condesa Markiewicz, paqueta de primer agua, feminista y librepensadora que traicionaba clase y país para luchar por Irlanda. Estaba el matemático Eamon de Valera, nacido en Nueva York de padre español pero irlandés hasta los huesos, que tendría una vida larga y agitada y sería presidente de la Irlanda independiente. Había personajes como Michael O’Reilly, que había tomado el título de Jefe de Clan y se presentaba como “El O’Rahilly”. Había pibes como Sean Macloughlain, que en cosa de días terminaría de comandante de la división Dublín, con 15 años apenas cumplidos. Y había revolucionarios de tiempo completo y con muchosaños de cárcel y castigos en el lomo, como el ínfimo Thomas Clarke, pequeño como un gnomo, y Charles Burgess, que se rebautizó en irlandés como Cathal Brugha, recibiría 25 heridas en el alzamiento y viviría para contarlo.
Lo que no había, ni por asomo, era un militar profesional, lo que se nota en el plan aprobado por el presidente Pearse. En la mañana del lunes, los rebeldes comenzaron a tomar posiciones en lugares y edificios simbólicos de Dublín, lugares como el parque de Stephen‘s Green, varias fábricas con torres altas, los alrededores del Castillo, el Colegio de Cirugía y el Correo Central, ubicado en pleno centro y designado cuartel general. Para el mediodía los objetivos estaban tomados, pero las brigadas que tenían que volar trenes y puentes para demorar la llegada de refuerzos ingleses nunca aparecieron y apenas unos puñados de republicanos tomaron posiciones en los accesos de la ciudad. Nadie había pensado que un ejército inmóvil es un ejército a la defensiva, que espera que una fuerza superior lo aplaste.
Lo primero que hicieron los rebeldes fue proclamar la República. Pearse salió del Correo Central, caminó hasta el centro de la avenida O’Connell y leyó la bella proclama que él había escrito, la que afirma que su mandato viene “De Dios y las generaciones muertas”, ante rebeldes entusiasmados y dublineses comunes que, con la típica ironía irrespetuosa de esa ciudad tan porteña, se reían abiertamente. Al mismo tiempo, en el techo del enorme Correo –un verdadero palacio– se izaba la tricolor republicana y la bandera tradicional del país, verde con un arpa dorada al centro. Por suerte el techo estaba alto y no daba para ver que la bandera era un cubrecama verde de la condesa Markiewicz, bordado a mano y con una esquina masticada por su perrito.
La comedia pronto se transformó en tragedia. Los ingleses mostraron qué rápido podían enviar refuerzos del interior y de Gran Bretaña, y también que no tenían problema en bombardear la ciudad con artillería y con buques de guerra anclados en el río Liffey, que cruza Dublín. En el primer día de la rebelión hubo un alegre saqueo de las tiendas del centro, con el pobrerío angustioso de la ciudad dándose el gusto de robar de todo, incluyendo ese artefacto tan extraño llamado piyamas. Pero con el pasar de los días comenzó a faltar comida, los incendios fueron destruyendo barriadas enteras y bombas, cañonazos y balas mataron a cientos de civiles. La población entera de Dublín maldecía a los rebeldes, que parecían dispuestos a ver arder la bella ciudad.
Las posiciones rebeldes fueron cayendo una a una y el Correo era una pira donde los combatientes medio ahogados por el humo seguían tirando, bajando piso por piso a medida que se incendiaban. Finalmente, el sábado, Pearse ordenó la rendición. Fue un momento tremendamente emotivo: había quien lloraba porque prefería morir con las armas en la mano, había quien lo hacía porque sabía que se venían fusilamientos y añares de cárcel. Pero Pearse y el gobierno en pleno ya no querían más bajas civiles. El domingo siguiente, después de exactamente siete días de pelea –la rebelión más larga en la historia del país– se rendía la última trinchera.
Cuando los ingleses marcharon a los republicanos capturados rumbo a sus prisiones, tuvieron la satisfacción de ver al pueblo llano insultar y hasta apedrear a los insurrectos. Todo parecía en orden, los fenianos eran unos locos en un país básicamente leal. Fue entonces que cometieron un error enorme, histórico, que prácticamente garantizó que perdieran Irlanda. De la mano feroz del general Sir John Maxwell, el muy fumador y chinchudo comandante militar de Irlanda, comenzaron los fusilamientos de los líderes. Los siete miembros del gobierno provisional –“esa banda ridícula de subversivos”– y todos los comandantes de brigada (menos De Valera, que era norteamericano y se salvó para no enconar a EE.UU. en medio de una guerra) fueron fusilados. Para peor, Maxwell pensó que sería mejor ejecutarlos en tandas, para que los irlandeses tuvieran tiempo de aprender la lección. Lo que el general no entendía era que así se fabrican mártires y que los irlandeses tienen una larga y desesperada tradición de mártires sagrados. En los pubs y las calles se empezó a hablar de otro modo: tal vez esos locos no eran tan locos, o tal vez eran locos pero locos nuestros, y los ingleses no tenían por qué fusilarlos. En cosa de días, el torpe Maxwell había dado vuelta completamente la opinión pública. El colmo fue que James Connolly, herido en un pie, fue el último fusilado y murió atado a una silla porque no se podía ni parar. El país entero se enteró de la frase del padre Flanagan, que confesó a los ejecutados y contó que “todos murieron como príncipes”.
El resto de los rebeldes fue a parar a prisión con largas condenas, pero para 1918 ya estaban todos afuera gracias a la amnistía general. En 1919, con el nombre mítico de Sinn Fein –traducible como Nosotros solos– arrasaban en las elecciones para el Parlamento inglés, al que la Irlanda colonial tenía derecho a votar. La condesa Markiewicz, que no había sido fusilada porque se razonó que, si se podía fusilar mujeres había que concederles el voto, fue la primera mujer elegida en la historia del Parlamento inglés. Pero esos diputados irlandeses jamás pisaron Londres: se reunieron en Dublín, se proclamaron el Parlamento de la República de Irlanda, eligieron presidente a De Valera y declararon abierta la guerra de independencia. Esta vez estaban a cargo dos muchachos que se habían mordido los codos de frustración en el Correo Central, verdes ante la inmovilidad militar de la rebelión. Eran Michael Collins y su íntimo amigo Harry Bolland, que inventaron sin libreto la guerrilla urbana y en dos años de alta movilidad forzaron a los ingleses a negociar y conceder.
Este fin de semana, por primera vez en más de treinta años, se realiza una gran ceremonia pública con desfiles militares para conmemorar la Rebelión. No se hacía desde que comenzó el conflicto en Irlanda del Norte, donde una entidad llamada IRA Provisional reivindicaba el mandato de 1916, diciendo que la tarea no estaba terminada si Irlanda estaba dividida en dos. En 1922, los irlandeses se habían matado mutuamente por esa misma cuestión en una breve y feroz guerra civil entre los que aceptaban perder el Ulster a cambio de una nación independiente y los que no. El símbolo terrible fue que en esa batalla amarga murieron Collins y Bolland, peleando en bandos opuestos. El aniversario de 1916 era políticamente inmanejable, a la vez fecha patria y nacimiento de una guerra sin terminar. Para el IRA, el emblema era un Fénix y la divisa “De las cenizas de la historia surgieron los Provisionales”. Para sucesivos gobiernos en Dublín era una papa caliente, en la que no se podía honrar tanto a unos mártires que eran del país, pero más de los nuevos rebeldes del Norte.
El proceso de paz cambió la situación y el actual gobierno, descendiente del que terminó fundando Eamon De Valera, está redefiniendo la fecha como una de hacer la paz y, tal vez, hacer las paces.
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