› Por Robert Fisk *
Debía ser un viaje de rutina a través de los campos libaneses para los valientes hombres y mujeres de la Cruz Roja Internacional (CRI). Sylvie Thoral era la “líder del equipo” de nuestros dos vehículos, una francesa de 38 años de cabello marrón y ojos de acero. Los israelíes habían sido informados y habían dado lo que la CRI considera su “luz verde” para la ruta. Y, por supuesto, casi morimos. Confiar en el ejército y la fuerza aérea israelí, que rompen las convenciones de Ginebra casi todos los días, es un asunto peliagudo.
Sus aviones ya atacaron –contra todas las convenciones– los cuarteles de defensa civil en Tiro, matando a veinte refugiados. Dos veces atacaron camiones cargados con refugiados a quienes ellos mismos les habían ordenado que se fueran de sus pueblos. Ya atacaron a dos ambulancias libanesas de la Cruz Roja en Qana, matando a dos de los tres pacientes e hiriendo a todo el equipo médico, una clara y aparentemente deliberada ruptura del Capítulo IV, Artículo 24 de la Convención de Ginebra de 1949.
Pero la CRI debe confiar en el ejército israelí, de manera que salimos del sur del Líbano hacia Jezzine, hacia el sonido de las explosiones, por los muros derrumbados del castillo de los cruzados en Beaufort, a través de las destruidas calles fantasmagóricas de Nabatiyeh, con cráteres que dejaron las bombas y restos de edificios a ambos lados del camino. Para cruzar el río Litani, debimos vadear por el agua, escuchando el aullido de los aviones, un ojo en la carretera y el otro en el cielo. Sylvie y sus camaradas iban en silencio.
Había nuevos cráteres de bombas en la ruta al norte de Nabatiyeh; los ataques habían sido sólo unas pocas horas antes, algo en lo que debiéramos haber pensado. Pedazos de pertrechos cubrían los caminos, fragmentos de metralla, enormes pedazos de concreto. Pero habíamos recibido esa importante “luz verde” de Tel Aviv. Los equipos de la CRI pueden ser los únicos salvadores en las carreteras en el sur del Líbano –su reticencia para criticar a alguien, incluyendo a los israelíes y los Hezbolá, es un silencio de ángeles–, aunque su trabajo puede atacar sus emociones con tanta fuerza como un bombardeo aéreo. Un día antes habían ido al pueblo de Aiteroun, a apenas un kilómetros y medio del desastroso ataque del ejército israelí, a Bint Jbeil. En cada pueblo “abandonado” en el camino aparecía una mujer, luego un niño y luego más mujeres y los ancianos, todos desesperados por irse.
Había quizás unos 3000 de ellos anoche, Sylvie Thoral estaba tratando de obtener permiso para la evacuación del convoy. Los israelíes le prometen a los libaneses un castigo mucho peor del que ya recibieron –más de 400 civiles libaneses muertos– por el asesinato de tres soldados israelíes y la captura de otros dos a manos de Hezbolá. Pero aún así, los israelíes no han sugerido una “luz verde” para Aiteroun. “Nos ruegan que los llevemos con nosotros y no tenemos permiso para hacerlo”, dice Saidi con profunda emoción. “Sus ojos estaban llenos de lágrimas.”
Los trabajadores de CRI en el Líbano viajan sin chalecos antibalas o cascos –sus estatus de civiles es algo de lo que están muy orgullosos– e ir con ellos en la misma condición fue una experiencia extrañamente conmovedora. Viven –a diferencia de los israelíes y sus antagonistas de Hezbolá– según las convenciones de Ginebra. Creen en ellas cuando todos los demás quiebran sus reglas. Pero ayer, cuando llegamos a la ciudad de Jarjooooaa, la CRI en Beirut nos dijo que volviéramos. Los israelíes estaban bombardeando la carretera al norte, de manera que dimos vuelta los vehículos y nos dirigimos hacia el árabe Selim. La carretera estaba vacía y casi había llegado al fondo de un pequeño valle.
Fue en ese momento en que cinco grandes, oscuras, nubes de humo se dispararon hacia el cielo frente a nosotros, una bomba israelí lanzada desde el aire que explotó sobre la carretera a apenas 80 metros con ese tipo de “crac” que las revistas de comics expresan con tanta exactitud, seguida por el grito de un jet. Si hubiéramos ido apenas a más velocidad, todos estaríamos muertos. De manera que volvimos a Jarjooooaa y nos estacionamos bajo el balcón de una casa donde dos mujeres y tres niños nos miraban, sonriendo y saludando.
Pero antes de que abandonáramos nuestro viaje y antes de que Sylvie y su equipo y yo partiéramos para su base en el lejano y peligroso sur del Líbano, un hombre llevando una bolsa de verduras se nos acercó. “Por favor, corran los autos de frente a mi casa”, dijo. “Es peligroso para todos nosotros.” Me sentí totalmente avergonzado. El ataque israelí a las ambulancias en Qana –sus misiles traspasando las cruces rojas de los techos– había contaminado a nuestros propios vehículos. El era sólo un hombre. Pero para él, los israelíes habían convertido a la Cruz Roja –el símbolo de esperanza sobre nuestros techos y los costados de nuestros vehículos– en un símbolo de peligro y temor.
* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
Traducción: Celita Doyhambéhère
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