EL MUNDO › OPINION
› Por Mario Wainfeld
¿Quién hablará como Fidel Castro, si él no vuelve a hablar en público? La pregunta parece baladí, cotejada con otros interrogantes más vastos, vinculados con el escenario ulterior a un liderazgo que se remonta muy atrás en el tiempo. Sin embargo, no es banal recordar su oratoria, que forma parte de su aporte histórico. Una lectura berreta, mediática, muy difundida, es la de hacerse cruces por la duración de los discursos de Fidel, sin adentrarse especialmente en qué viene diciendo desde casi medio siglo atrás. La fruición por los formatos, el regodeo por el envoltorio, el desinterés por los contenidos describen la frivolidad, el inmediatismo, la despolitización de algunos intérpretes pero nada dicen sobre la pertinencia de un discurso que escasea en plaza.
La oratoria de Castro, como la de otros líderes de su tiempo que fueron refundadores de sus respectivas naciones, es un saber que se va perdiendo. No está claro que sea para bien. Como De Gaulle, como Mao, como Perón, como Franklin Roosevelt (por no citar más que un haz de ejemplos misceláneos), Castro es un orador de masas, un dirigente dedicado a dotar de sentido y de razón a la política. Empezar cualquier discurso con la evocación de José Martí, seguir con el colonialismo norteamericano de principios del siglo XX, enlazarlo con la gesta del “Granma” y llegar a la acción de coyuntura que se trate es un ejercicio de racionalidad, un modo de procurar inteligibilidad. La palabra del referente político enhebra los hechos, los jerarquiza, los hace transmisibles. La historia adquiere una lógica, un sentido. No es el puro relato de un loco, lleno de sonido y furia. Si la historia es comprensible, es modificable. Si no lo es, la resignación gana terreno.
La palabra “ideología” goza de mala y perezosa prensa en las últimas décadas, siendo del caso sugerir que unos cuantos de sus detractores no han asomado siquiera su nariz a un diccionario para averiguar de qué hablan. Traduciéndolos un poco rápido, para ellos ideología es sinónimo de mitología. Según una tradición más densa de las ciencias sociales, ideología es una visión del mundo, una lectura integral que explica la realidad, propone cómo cambiarla o conservarla y jerarquiza valores, intereses y creencias. A diferencia del mensaje publicitario, que prima actualmente en los medios audiovisuales (no sólo, ni especialmente, durante las tandas) el mensaje ideológico apela a la razón del oyente, interpela su discernimiento, puede ser reproducido porque ordena la realidad. Un discurso historicista puede hasta sustentar el de sus contradictores, que pueden refutarlo desbaratando sus premisas, sus datos o sus argumentos. Los slogans, las chicanas cotidianas que nos propina usualmente el debate político del siglo XXI están en otra longitud de onda: es casi imposible rebatirlos porque su finalidad no es la construcción de sentido, sino su propagación en forma de título. Llamar sofismas a esos mensajes es una tentación, pero incurrir en ella es rebajar demasiado a los sofistas.
¿Hace falta explicar a esta altura que rescatar la voluntad de relato propia de ciertos mensajes políticos no significa validar su contenido? La sola mención de figuras bien distintas que contemporáneamente propusieron visiones diferentes, contradictorias, hasta antagónicas de la realidad, deja en claro que la estructura racional del discurso no equivale a su veracidad, si tal cosa existiera.
La salud y el secreto
El discurso del líder incluye, reclama, un auditorio de masas. El estado de su salud incursiona presto en la opacidad. Con el brutal simplismo en que suelen incurrir las autocracias, el gobierno cubano (diz que Fidel mismo) reconoció que dar buenas noticias sería mentir y propalar las verdaderas sería revelar un secreto de Estado, lo que podría beneficiar al enemigo.
La condición humana de los líderes no es materia abierta al conocimiento de los pueblos, una tendencia que emparenta a regímenes de muy variado calibre. Un ejemplo histórico relativamente reciente puede ilustrar esta lectura escéptica. Ocurrió en Francia, un país al que cabe atribuirle un ethos republicano superior al de Cuba. Cuando François Mitterrand llegó a ser presidente de la república se comprometió a dar a conocer un parte periódico acerca de su salud. A los seis meses supo que padecía un cáncer de diagnóstico terminal en un lapso máximo de tres años. Su reacción fue saltar por sobre su propia legislación, ocultar su enfermedad a los franceses y al mundo. Lo hizo con llamativo éxito, que se prolongó durante catorce años, ya que superó los pronósticos más optimistas sobre su posible supervivencia y accedió a dos mandatos sucesivos, dos septenios. Mitterrand produjo ese fenomenal ejercicio de ocultación en una sociedad abierta, con una prensa inquieta y “cohabitando” con la derecha durante varios años de su mandato. También consiguió distraer a otros gobiernos del mundo, de los que fue activo interlocutor.
El episodio fue revelado años después por quien fuera su médico de cabecera, Claude Gluber, quien, desencantado por el mal trato que le dispensó el presidente, publicó un libro junto al periodista Michel Gonod (Le grand secret) reseñando el engaño, las anécdotas que lo sostuvieron, incluyendo operaciones semiclandestinas a uno de los protagonistas más visibles y mirados del mundo. Un detalle significativo: la publicación del libro fue interdicta durante años por la Justicia francesa. Fue necesario recurrir ante la Corte Europea de Derechos humanos para conseguir levantar la prohibición, tras litigar durante nueve años. El libro se difundió recién en 2005 y es todo un ejemplito sobre cómo se custodia la razón de Estado en democracias instaladas.
El poder es también enigma, el cuerpo de los protagonistas es parte de su mensaje. La transición a la muerte de Juan Pablo II fue parte de su testamento político. El modo en que se trata la convalecencia de Castro no puede ser una excepción.
El arte de transmitir
El secreto es una pulsión constante en la política, la transmisión de un discurso accesible a las masas fue uno de sus episodios estimulantes. La retórica ideológica, que postula una comprensión del mundo, que dota de sentido al pasado, que insta a la acción en el presente, que interpela a los pueblos explicándole cuál es su identidad y que les propone un proyecto es una instancia memorable de la eterna búsqueda de la libertad y la igualdad. Le cupo a Fidel Castro ser uno de los hombres que plegó su imagen a la de sus países. También le tocó quedar como último sobreviviente entre ellos.
Por eso, sin más atribución que su parecer, sin inmiscuirse en aventurar cuál será el futuro de Cuba o en predicar cuál debe ser, este cronista se permite expresar un deseo personal: ojalá que Fidel pueda volver a decir. A plantarse frente a un micrófono, a elegir como interlocutoras a las masas, para emitir (ante una audiencia que cabe imaginar globalizada) su controversial visión del mundo, comenzando con José Martí, recorriendo dos siglos de historia y terminando en la agenda del día.
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