Mientras EE.UU. ya nombró hasta su futuro virrey, la transición comenzó con cambios de política económica y con el lanzamiento, por el mismo líder cubano, de la Batalla de las Ideas para energizar su revolución. Los miedos en Cuba y el inmenso rol de los norteamericanos en la ecuación.
Fidel Castro cumple los 80 el domingo que viene, con lo que el tema de la transición en Cuba precede por mucho su internación actual. En junio de 2001, el líder cubano se desmayó durante un discurso al aire libre en un día de mucho calor. En 2004 sufrió un percance aun más grave: terminó otro discurso y, al bajar del estrado, tropezó y se cayó. El resultado fue la rótula de la pierna izquierda destrozada y una fractura en el brazo derecho. Pese a tener ya 78 años, Castro sanó y no mostraba secuelas visibles en su reciente visita a Argentina.
Pero pese a su proverbial energía, el líder no puede ocultar su edad. En sus maratónicos discursos puede ahora perder el hilo de lo que está diciendo y se lo ha visto dormirse en público. Su forma de caminar cambió y se lo ve más inestable, cuando no se toma una mano con la otra para disimular un temblor. El año pasado, la CIA informó al Congreso de EE.UU. que Castro sufre de mal de Parkinson, lo que motivó las burlas del cubano, que les recordó la larga gestión de Juan Pablo II.
Este año, “un amigo de Castro y veterano miembro del partido” le dijo a Jon Lee Anderson, de la revista New Yorker, que el líder cubano “está angustiado por hacerse viejo y obsesionado por la idea de que el socialismo cubano podría no sobrevivirlo”. Es por eso, explica Anderson, que Castro se lanzó a su última pelea, la Batalla de las Ideas. Su objetivo es renovar el compromiso de los cubanos con los ideales de la revolución, sobre todo el de los jóvenes que alcanzaron la mayoría de edad durante el Período Especial. Fue a principios de los noventa, cuando la disolución de la Unión Soviética dejó a Cuba sin socio estratégico, sin petróleo subsidiado y sin compras garantizadas de productos básicos. La economía de la isla entró en una crisis aguda y el gobierno adoptó una política de tolerancia hacia los negocios privados que recordaba la NEP de Lenin, en plena guerra civil rusa.
En el nuevo siglo, Fidel Castro parece dispuesto a revertirla y a estrechar el espacio abierto también en la vida civil. En noviembre, un discurso del líder explicó que Estados Unidos no puede destruir la revolución”, pero que “este país puede autodestruirse, esta revolución puede acabar consigo misma. Podemos destruirla, y sería culpa nuestra”. En mayo, en el megaprograma de televisión de siete horas que organizó para protestar porque la revista Forbes lo incluyó en la lista de políticos más ricos del mundo –con 900 millones de dólares de fortuna privada– Castro dijo que “debemos seguir pulverizando las mentiras que se dicen en nuestra contra... Esta es la batalla ideológica, todo es la Batalla de las Ideas”.
Para esta guerra, Fidel organizó un Mando Central con cuadros de confianza de la Unión de Juventudes Comunistas, que enseguida –los cubanos aman las ironías– fueron bautizados como “los talibanes”. El Mando coordina y crea “acciones” y manda “batallones” a todos los rincones del país. Este verano, por ejemplo, los cuadros de la UJC lograron en cosa de semanas que todas las lamparitas de Cuba fueran cambiadas por otras de bajo consumo para ahorrar energía. Otro elemento a tener en cuenta es la reactivación de los Comités de Defensa de la Revolución dirigidos por Juan José Rabilero, que pasaron del bajo perfil a la “vigilancia popular” para evitar manifestaciones de disidencia o salidas del país. Esta semana, los Comités anunciaron que se suspendía hasta nuevo aviso el Carnaval cubano, para no dar chance a “acciones contrarrevolucionarias”.
En privado, cuenta el periodista Anderson, “muchos cubanos consideran la Batalla de las Ideas como un espectáculo que tienen que tolerar pero que no afecta nada sus vidas. Pocos ganan suficiente para comer bien ni mucho menos vivir con desahogo. Como consecuencia de las carencias endémicas de la isla, casi todo el mundo tiene algún contacto con el mercado negro.” Anderson señala que hay una tensión cada vez mayor entre la vida pública cubana, con sus concentraciones y marchas, y la vida privada de “resolver” cómo ganar algo más. Dentro y fuera de la isla, uno de los temores es que la muerte de Fidel Castro genere un estallido violento, con saqueos y represión.
El punto central es que sólo Fidel parece tener la autoridad y el carisma para sostener la situación, y el ejemplo más citado es el “maleconazo” de 1994. Fue en plena crisis económica, un día de calor cuando la policía tuvo un fuerte encontronazo con un amplio grupo de cubanos que se preparaban para navegar hacia Miami. Cientos de personas atacaron a la policía a pedradas y el disturbio se generalizó en la costanera, pleno centro de La Habana. Entonces apareció Fidel, en persona, y el combate se frenó en seco. La gente soltó las piedras y aplaudió al líder, y al rato comenzó a dispersarse. Cuando Fidel se fue, aparecieron decenas de camiones de la policía antidisturbios, obreros seleccionados por su lealtad, que reprimieron duramente a los que quedaban.
En Cuba hay conciencia de que sólo Fidel Castro puede lograr frenar un disturbio así con su sola presencia.
El tema del futuro era hasta hace muy poco un tabú, y fue el mismo Fidel el que lo quebró hablando cada vez más del tema y dejando en claro que hay un equipo de gobierno listo a tomar las riendas. Luego de la internación del líder, su hermano Raúl asumió el mando, con un comité de seis miembros del Comité Central del Partido Comunista Cubano. En el grupo están Carlos Lage, que creó la apertura económica de los años noventa, y el presidente del Banco Central de Cuba Francisco Soberón, que se encargó de la vuelta a la ortodoxia. También el ministro de Relaciones Exteriores Felipe Pérez Roque, y los vieja guardia José Ramón Machado Ventura, José Ramón Balaguer y Esteban Lazo.
Raúl Castro no genera muchas ilusiones de apertura o ablandamiento del sistema. Pese a ser una persona afable y con fama de calidez, fue protagonista de algunos momentos de extrema dureza en la historia de la revolución. En 1959 estuvo al mando de las tropas revolucionarias que tomaron Santiago, la segunda ciudad de Cuba, donde ordenó la ejecución sumaria de setenta oficiales y soldados rendidos. Ametrallados, los prisioneros fueron arrojados a una fosa común. Raúl, que moldeó al Ejército Rebelde en una disciplina reconocida como de hierro, fue quien organizó en 1996 una purga de intelectuales del PCC a los que acusó de desviaciones capitalistas por su apoyo a la política de apertura económica.
A partir de 2005, el gobierno comenzó una política muy clara de revertir los cambios del Período Especial. Por un lado, hubo una serie creciente de dificultades para que los cubanos pudieran ejercer actividades propias, fuera del circuito de empleo oficial, y se aumentaron mucho los impuestos. Por otro lado, se hizo un sutil pero decisivo cambio en el esquema de turismo extranjero en la isla. La industria turística resultó providencial para Cuba, una fuente de divisas que reemplazó a buena parte de las exportaciones perdidas al desaparecido bloque soviético. Pero por otro, generó comparaciones incómodas para el cubano medio al ver cientos de personas con el nivel de vida y consumo de Europa, además de multiplicar “negocios” como el de las jineteras. Todo el mundo en Cuba sabe perfectamente del disgusto personal de Fidel hacia la prostitución y lo que percibe como efecto corruptor del turismo. Y nadie duda de que su hermano Raúl comparte esos sentimientos.
Por eso no sorprendió que se creara un impuesto especial y muy alto para todas las transacciones en dólares en la isla. Esto afectó a los cubanos que logran ganar dólares, que son los que entran en contacto con los turistas. Y a la vez aumentó la tendencia a que la llegada de extranjeros se concentre en hoteles autónomos o en enclaves turísticos donde tienen poco diálogo con los locales. A principios de este año, en un discurso Fidel dijo que “sé que a nuestros vecinos del norte les duele, pero es muy posible que de aquí a unos años no queden paladares en Cuba”. Un paladar es el sobrenombre popular para los restaurantes privados que florecieron en casas particulares de todo el país y especialmente de La Habana, con tarifas en dólares para turistas.
Los Estados Unidos, después de casi medio siglo de intentar librarse de Castro inútilmente, también preparan sus planes para la transición. El senador Mel Martínez, que nació en Cuba y se crió en Miami, de padres exiliados, fue nombrado a fines de 2003 copresidente de la Comisión para la Ayuda a una Cuba Libre, junto al entonces secretario de Estado Colin Powell. La comisión buscaba “acelerar el fin de la tiranía de Castro” y desarrollar “una estrategia de conjunto para preparar una transición pacífica a la democracia en Cuba”. La estrategia fue fijada en un informe de 500 páginas publicado en mayo de 2004, un verdadero plano para evitar que Cuba caiga en la anarquía y para crear una economía de mercado y un gobierno electo. Martínez le explicó a Anderson, de The New Yorker, que tuvieron muy en cuenta los errores cometidos en Irak. “Por ejemplo, que debería seguir existiendo una estructura de gobierno. En Cuba, como ocurrió en Irak, hay quienes tienen las manos llenas de sangre, pero no todos. Y hay cuestiones como la red eléctrica, la vivienda y la nutrición. Lo que aprendimos en Irak es que esas cosas se interrumpen en un momento extraordinario”.
El gobierno Bush adoptó el informe como política de Estado y nombró como responsable de la transición a Caleb McCarry, que siendo diputado participaba del Subcomité para las Américas del Comité de Relaciones Exteriores del Congreso. Si Castro muere y Cuba se desestabiliza, McCarry puede terminar siendo el Paul Bremer del Caribe.
McCarry explica que no habría una presencia directa y militar norteamericana, como en Bagdad, pero que EE.UU. “estará participando de una forma muy directa” en la transición y que ya está enviando fondos a los disidentes. Esto levantó fuertes críticas, justamente de los disidentes, que saben que recibir dinero de Washington sólo sirve para justificar acciones penales del gobierno.
Con virrey nombrado y todo, la reacción en La Habana fue de la dureza esperable. El canciller Felipe Pérez Roque dijo simplemente que los norteamericanos llaman transición “a quitarles las tierras, las casas y las escuelas a los cubanos para devolverlas a sus viejos dueños de la época de Batista, que volverán de Estados Unidos”. El funcionario sabía bien a qué le apuntaba: los cubanos detestan la idea de tener que entregar las casas en que viven y eran propiedad de exiliados. El senador Mel Martínez, cuyo caserón familiar es hoy un centro juvenil, admite que sería impracticable e impolítico dar ese paso y habla de “compensaciones” a los exiliados pero sin desalojos masivos: “Lo último que deseamos hacer es dar más inseguridad a gente que ya ha sufrido”, le explicó a Anderson.
En un discurso pronunciado en marzo, el presidente de la legislatura cubana Ricardo Alarcón dijo que el plan de George Bush es “anexionista y genocida”. Hablando en privado con el periodista Anderson, agregó que los planes norteamericanos son “profundamente irresponsables, creados por personas que prefieren ignorar la realidad y que tratan de cambiarla a su capricho. Tal vez es una cosa mesiánica. Para nosotros, nuestra relación con Estados Unidos es el gran tema, el gran problema. No existe ninguna otra cuestión que tenga tanta fuerza, que tenga una importancia tan permanente y universal para nosotros, que la normalización de las relaciones entre Estados Unidos y Cuba”.
Pero el gobierno Bush cortó todo contacto. Sólo se habla a nivel de funcionarios de tercer nivel y apenas sobre temas de inmigrantes. “No se hace nada –explicó Alarcón–. Nada de nada”.
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