Fueron 306 los fusilados por supuestos actos de cobardía. Pero muchos estaban estresados y no eran traidores.
› Por Marcelo Justo
Desde Londres
A casi un siglo de la Primera Guerra Mundial, el gobierno británico anunció un perdón para los 306 fusilados por cobardía o deserción. La decisión marca el comienzo del fin de uno de los capítulos más silenciados de la historia militar moderna británica.
El caso que precipitó la decisión gubernamental fue el del soldado Harry Farr, ejecutado en 1916, en medio una de las batallas más terribles e inútiles de la Primera Guerra Mundial, la de Somme, una ofensiva conjunta de fuerzas francesas e inglesas para tomar una posición alemana en el nordeste de Francia, que dejó un saldo de un millón de muertos en cinco meses de combates sin que se consiguiera ningún objetivo estratégico. Farr se había enlistado en la guerra por su propia voluntad, había sido herido en dos oportunidades, pero se negó en un momento a seguir combatiendo con claros síntomas de lo que hoy se llamaría trauma de guerra o condición postraumática: temblor generalizado, parálisis, confusión. El 18 de octubre de 1916 enfrentó el pelotón de fusilamiento sin aceptar la venda que le ofrecían para taparse los ojos. Murió con el estigma que figuraba en su certificado: fusilado por “cobardía”.
Su hija Gertie, que hoy tiene 93 años, y que pasó más de una década luchando por reivindicar el nombre de su padre, todavía recuerda el estigma familiar. “Mamá siempre supo que él no era un cobarde, pero tuvo que callarse y ocultarlo por la vergüenza que sentía. Mi abuelo no volvió a mencionar el nombre de su hijo. Yo siempre supe que en un momento determinado papá no pudo combatir más, no por miedo sino porque estaba bajo el efecto paralizante que produce un bombardeo constante”, dijo Gertie a la prensa.
Dos veces el gobierno laborista se negó a revisar la sentencia de Farr porque, según sucesivos ministros de Defensa, era legalmente imposible hacerlo. El actual ministro, Des Browne, revirtió esta postura y fue más allá. Consciente de que el caso era sólo la punta del iceberg, Browne juzgó que a casi un siglo de los hechos era imposible diferenciar entre los que habían sufrido un trauma de guerra y los que habían huido por otros motivos y decidió que, en última instancia, todos debían ser considerados “víctimas de la guerra”.
El anuncio abrió las compuertas a una serie de historias individuales borradas de la memoria colectiva. El cabo Peter Goggins, por ejemplo, fusilado en enero de 1917 luego de que el sargento a cargo de su pelotón ordenara a todos que se salvaran como pudieran de una emboscada alemana. El caso Goggins muestra a las claras la arbitrariedad con que los comandos militares tomaban sus decisiones por el temor a deserciones masivas ante un tipo de guerra desconocida hasta entonces –con continuos bombardeos y uso de gas sarín–. A pesar de que el sargento mismo reconoció que había dado la orden, la corte marcial dictaminó que Goggins había huido por “cobardía”.
El anuncio gubernamental generó cierta polémica. Algunos columnistas criticaron el hecho de que se perdonara a todos sin distinguir quiénes se habían visto desbordados por los hechos y quiénes eran desertores a la patria. Otros señalaron que se estaba aplicando una justicia retrospectiva y reescribiendo la historia: juzgando el pasado con los conceptos morales y legales del presente. “¿Tenemos que reconsiderar todos los casos de muertos por la horca porque quizás habían cometido sus crímenes en un momento de locura? ¿Deberíamos condenar por crímenes de guerra a los comandantes? ¿Dónde va a parar todo esto?”, señaló Stephen Glover en el conservador matutino Daily Mail.
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