Los movimientos sociales calificaron de “deficitario” al gobierno socialista por no arribar a los objetivos prometidos. Morales acaba de sortear una crisis ministerial. Y reconoció que ha habido fallas de coordinación en su gabinete.
› Por Pablo Stefanoni
Desde La Paz
Pasar del discurso a la acción. Esa frase sobrevoló las evaluaciones y autoevaluaciones que fueron convocadas la semana pasada para marcar las fortalezas y debilidades del gobierno boliviano. Primero fue el turno de los movimientos sociales cercanos al oficialismo, que se reunieron el miércoles en Cochabamba junto a Evo Morales. Luego, la autoevaluación que viernes y sábado congregó a 14 ministros y 44 viceministros en la localidad de Huatajata, a orillas del mítico lago Titicaca. Sólo faltó la ministra de Producción y Microempresa, Celinda Sosa, y su viceministro, que se encuentran firmando convenios de cooperación en Teherán.
El resultado fue claro: la hiperactividad de Evo Morales no alcanzó para llenar los agujeros negros de la gestión gubernamental, producto de las deficiencias de los ministros y las tensiones al interior del gobierno. Sólo un dato sintetiza estas falencias, justo cuando el gobierno traspasó esa línea imaginaria de seis meses –lleva siete– que empieza a encender la luz roja del fin de la “luna de miel” de la población con el gobierno recién electo: hasta el momento, la administración central sólo ejecutó el 20 por ciento de su presupuesto anual, mientras que los municipios (que gozan de autonomía de acuerdo con la Ley de Participación Popular) llegaron al 40 por ciento y las prefecturas (gobernaciones) al 25 por ciento. Una verdadera paradoja en un país pobre, plagado de déficit en términos de infraestructura básica, viviendas y vías camineras. Por ahí, y no por las grandes políticas, vinieron también las principales críticas de los movimientos sociales: la gestión es deficiente y ello –sumado a las sospechas de corrupción de algunos funcionarios– conspira contra la transformación de la ideología “revolucionaria” en bienestar para los más postergados.
El malestar sobre la nueva ética pública que quiere imponer Morales tiene nombre y apellido: Jorge Alvarado, presidente de la estatal petrolera YPFB, quien firmó un cuestionado contrato con una intermediaria para vender petróleo a Brasil anulado por la superintendencia de Hidrocarburos (tal como informó Página/12 el 30-7-2006). Sin embargo, el funcionario con posgrado en Moscú fue ratificado por Morales, quien denunció a los “enemigos internos y externos de la nacionalización” como los autores de las denuncias contra Alvarado. Y hoy este tema es una bandera de la debilitada oposición.
Según pudo saber este diario, la ministra de Gobierno, Alicia Muñoz, una de las que más traspiés tuvo en sus acciones –y declaraciones a los medios– llegó a derramar lágrimas en medio del examen ante el presidente. Un confuso operativo bajo su dirección contra los “sin techo” –según el gobierno, manipulados por una mafia de loteadores ilegales de Oruro– el 10 de junio pasado, dejó un muerto cuyo autor aún no fue identificado (la policía no estaba autorizada a usar armas de fuego). Y hace pocos días, en medio de un fuerte malestar policial, la ministra, que tiene a la policía bajo su mando, no tuvo mejor idea que justificar las ventajas salariales de las que gozan los militares diciendo que “es un problema de calidad”. Una vez, ante una pregunta de la prensa sobre un mercado ilegal de coca respondió: “¿Quién respeta la ley en este país?”.
Otros, como el de educación Félix Patzi, quien está enfrentado con los maestros dirigidos por el trotskismo –a los que les declaró ilegal la huelga del viernes– y con la Iglesia por su proyecto de educación laica, pareció pasar la prueba y hasta “conmover” con su discurso a la selectatribuna. Con todo, Morales reconoció deficiencias en su coordinación con los ministros. Estos, por ahora, salvaron sus cabezas.
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