Dom 10.09.2006

EL MUNDO  › LOS PARTIDOS POLITICOS Y LAS ESTRUCTURAS DEL ESTADO, CADA VEZ MAS LEJOS DE LA GENTE

México va camino al derrumbe institucional

La crisis política en México muestra cómo en ese país –así como en el resto de América latina– la creciente ola de reclamos y movilizaciones sociales evidencian el descrédito de las instituciones, pero marcan también la saludable intención de profundizar la democracia.

› Por Gerardo Albarrán de Alba
Desde México, D. F.

México parece encaminarse por la misma ruta que en enero de 2000 le costó la presidencia de Ecuador a Jamil Muhamad; o la de Argentina a Fernando de la Rúa, en diciembre de 2001; o la de Bolivia a Javier Sánchez Lozada, en octubre de 2003. Las movilizaciones y la presión popular en estos países derrumbaron a mandatarios democráticamente elegidos y parecieron interrumpir procesos de normalización institucional construidos durante las últimas dos décadas en Latinoamérica, pero vistos con más atención eran todo lo contrario: fueron expresiones sociales de reclamo por la profundización de la democracia.

La movilización provocada por la sospecha latente de fraude electoral en México amenaza con impedir que el nuevo presidente siquiera tome posesión del cargo el próximo 1º de diciembre, y aun si el oficialista Felipe Calderón lograra colocarse la banda presidencial y rendir protesta ante el Congreso de la Unión –cuya representación eventualmente podría reducirse sólo al presidente de la mesa directiva de la Cámara de Diputados, facultado para ungirlo presidente constitucional hasta escondidos en un baño– no pocos prevén ya que difícilmente podría terminar su mandato de seis años al frente del Poder Ejecutivo federal.

La prensa mundial reacciona ante la falta de certeza electoral y editoriales de diarios como Le Monde, The Independent, El País, The Wa-shington Post y The New York Times llaman a restañar las heridas abiertas por la duda, mientras otros como The Wall Street Journal, Le Figaro, ABC y El Mundo distorsionan la resistencia civil y llaman al sometimiento de la oposición.

Así, en México la ingobernabilidad parece evidenciar una crisis de democracia como régimen político. Aquí sí están en duda las instituciones democráticas, porque fueron éstas las que sometieron un proceso político de transición a intereses mezquinos, al extremo de recurrir burdamente a las peores expresiones del autoritarismo que, en lugar de sepultarlas, las expropiaron para mantenerse en el poder al menos otro sexenio.

La presidencia de la república, el Instituto Federal Electoral y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la federación eran los responsables directos de garantizar la normalidad democrática en la primera sucesión en la era postpriista. Ninguna de estas instituciones estuvo a la altura. El presidente Vicente Fox utilizó hasta la obsesión todos los recursos a su alcance –muchos ilegales–, pero no para apoyar al candidato de su partido –que nunca fue el suyo–, sino para impedir que llegara al poder Andrés Manuel López Obrador, ese dirigente populista de centroizquierda que amenazaba al corporativo en que Fox convirtió al gobierno de la república, y que –en contubernio entre el PAN y el PRI– cooptó al Consejo Ciudadano del IFE, sometiéndolo a las directrices de intereses ajenos a la transparencia, legalidad, imparcialidad y certidumbre a que estaban obligados. Y el Tribunal Electoral optó por un formalismo jurídico que, en lugar de despejar las dudas sobre fraude, extendió un certificado de impunidad a los excesos e ilegalidades del poder político y del poder económico para este y para futuros comicios.

De los partidos políticos, poco que agregar a su desprestigio. Es cierto que el PRD de López Obrador compitió con reglas de juego que obligaban a todos, pero también es cierto que esas reglas –que no son otra cosa que las propias instituciones– no sólo se agotaron para la toma de decisiones colectiva y la resolución de conflictos, sino que fueron aplicadas en su contra. Esto no justifica los errores de campaña cometidos por la coalición Por el Bien de Todos y su candidato –incluyendo la falta de previsión para documentar el fraude que hoy denuncian, si es que lo hubo–-, ensoberbecidos por una victoria que daban por segura desde antes de someterse al escrutinio ciudadano del voto. Pero explica el encono que alimenta su protesta. El PAN y el PRI, en tanto, renovaron el espíritu de las concertaciones, como se denomina aquí a los acuerdos oscuros que practican desde 1988 para legitimarse mutuamente y repartirse el poder.

El país está inmerso en la mayor crisis de gobernabilidad desde las masacres de estudiantes de 1968 y 1971, sin asideros institucionales operables y con un tejido social en descomposición.

Existen actores estratégicos en México con la capacidad –es decir, con los recursos de poder suficientes– para obstruir el funcionamiento de las instituciones y que operan con la intención real de socavar la gobernabilidad del país, que se pretendía democrática y estamos viendo que aún no lo es. Durante décadas, México tuvo gobernabilidad, pero no democracia, y funcionó a fuerza del autoritarismo presidencialista que caracterizó a los 71 años de gobiernos de la Revolución institucionalizada. Ahora tiene una parodia de democracia, y se le acabó la gobernabilidad: los partidos y las instituciones se disputan el poder basados en el clientelismo y el patrimonialismo, no en valores democráticos; los conflictos políticos se trasladaron a las calles –como en Oaxaca y en el Distrito Federal– al carecer de un marco eficaz para su resolución, y el crimen organizado se disputa como botín un país que precisamente dejó de lado la construcción institucional que garantizara mínimamente el equilibrio social, empleos bien remunerados, justicia imparcial y seguridad para todos.

En tanto, la ciudadanía no parece creer que ninguna de sus instituciones políticas pueda satisfacer sus demandas y, sobre todo, sus necesidades, y eso se expresó en la división electoral en tres tercios casi iguales: los que votaron por un cambio real en las relaciones de poder político, económico y social, representado por López Obrador; los que votaron por que nada cambiara –que fue el único terreno que el gatopardismo de Fox verdaderamente le abonó a Calderón–, y el resto, que desperdició su voto en las inercias autoritarias que representa el PRI y sus desprendimientos o en las franquicias políticas que no tienen una razón programática para existir, sino que se disputan una parte de las prebendas del presupuesto público.

Tienen razón quienes dicen que López Obrador en realidad no mandó al diablo a las instituciones, porque las instituciones ya se habían ido al diablo desde mucho antes, incapaces de contener y procesar pacíficamente los conflictos. México se convulsiona por mucho más que un mero drama republicano. La movilización postelectoral en el Distrito Federal durante casi mes y medio, la violencia ascendente de la crisis política y social en Oaxaca durante los últimos 110 días, las ejecuciones diarias del crimen organizado por todo el país –cada vez más brutales–, el desprestigio de los partidos políticos, un sector privado cada vez más ambicioso y deseoso de controlar al poder político, la corrupción que ni de broma amainó con la alternancia y alcanza a las familias presidenciales saliente y entrante, y la consecuente desconfianza ciudadana en las instituciones fundamentales del país, ponen en tela de juicio todo el equilibrio institucional del sistema político y evidencian la urgencia de un nuevo pacto social que permita construir un modelo de gobernabilidad democrática incluyente que satisfaga las demandas de la sociedad y enfrente con eficacia los retos de la globalidad, los mercados descontrolados, la integración regional, la desigualdad, la miseria extrema, el narcotráfico y otras formas de crimen organizado, sin sacrificar los derechos humanos y políticos de los mexicanos.

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