Sáb 06.07.2002

EL MUNDO

Lo que arman los narcos y que desarma a Colombia

Lo que sigue es la descripción de una economía narcotizada, que pasó del monocultivo del café a una violencia alimentada por drogas, extorsión y secuestros. Es la Colombia que recibirá Alvaro Uribe.

Por José Luis Barbería *
Enviado especial a Bogotá

Hace 40 años, Colombia tenía una tasa de analfabetismo relativamente baja. Era un país subdesarrollado entregado al monocultivo del café –el 50 por ciento de su producción agrícola–, pero tenía industria manufacturera y ferrería y se encontraba en franco desarrollo económico. Había una clase media y una razonable confianza en el progreso, en las instituciones del Estado y en los valores del trabajo y la educación. Hoy, Colombia tiene más de tres millones de niños sin escolarizar –4,5 millones, si se atiende a las fuentes no oficiales–, un problema de desnutrición que ataca al 25 por ciento de la población infantil, un millón de campesinos sin tierra, más de dos millones de desplazados por las actividades de las guerrillas, un 20 por ciento de desocupados –no hay seguro de desempleo en Colombia–, un 30 por ciento de subempleados en tareas que apenas dan para comer y un 60 por ciento de la población con ingresos que no superan el índice de subsistencia. Tiene, además de eso, una mentalidad “narco” que se ha extendido por el país como un mantra y unos alzados en armas en perfecto estado militar y económico. Aunque el origen y sus características son bien distintas –las FARC nacieron en los años 50 como autodefensa campesina frente a los terratenientes–, los tres grandes demonios que asolan el país –guerrillas, paramilitares, narcotraficantes– se nutren de la misma fuente: cocaína, heroína y marihuana.
Desde mediados de los 90, todos los sectores en disputa ven en el narcotráfico la solución para ganar la guerra. El narcotráfico es el elemento desestabilizador de Colombia, lo que hace a las distintas fuerzas guerrilleras y paramilitares armarse más y mejor, incrementar sus efectivos, fortalecer sus posiciones, lo que alimenta, en última instancia, la pesadilla de una guerra sin fin. Los 500 millones de dólares anuales de ingresos que se le calculan a las FARC, por ejemplo, proceden en un 48 por ciento del tráfico de drogas y del impuesto por hectárea producida, el gramaje que imponen a los campesinos. El resto sale de la extorsión (36 por ciento) y de los secuestros (16 por ciento). El maná de la droga llegó a Colombia en la década de los 70, cuanto EE.UU. comenzó a fumigar en México los campos de marihuana. No es casualidad, seguramente, que las nuevos cultivos de cannabis destinados a la exportación brotaran con vigor en una zona con tradición de contrabando como la Costa Norte, una de las áreas también más pobres de Colombia. El cultivo se generalizó rápidamente al olor de los dólares de los traficantes mexicanos y no puede decirse que las buenas familias de esa amplia región se quedaran atrás. En poco tiempo, las gentes de esa región paupérrima duplicaron sus ingresos, pero no así el Estado que permaneció pasivo, ignorante de que el fenómeno traía consigo el virus de su destrucción. “Muchos de nosotros nos limitábamos a menear la cabeza y a comentar ‘esos costeños caribeños...’”, reconoce hoy un hombre de negocios de Bogotá.
A mediados de los 70, cuando la marihuana había saltado ya a otras muchas regiones y los narcotraficantes colombianos disponían de sus propias redes, su cultivo industrial fue abandonado, de buenas a primeras, y sustituido por la coca. La producción de la cocaína implica el procesamiento de la pasta de coca, muchas veces procedente de Perú y de Bolivia, por su mayor calidad, así como la instalación de grandes laboratorios con generadores eléctricos en la selva, la construcción de verdaderos poblados para albergar a centenares de trabajadores. “Hace falta una infraestructura y toda una estructura industrial: proceso químico, asistencia técnica pero en aquellos tiempos invertir un dólar en eso suponía una ganancia potencial de 500, diez veces más que en la actualidad”, agrega el hombre de empresa.
Un millón de colombianos trabajó para el narcotráfico en los años en los que las ciudades vivieron una edad de oro, como en los mejores tiempos del café. Las luchas por el control de la distribución y los puntosestratégicos desatada entre las bandas que a esas alturas disponían de flotas de barcos, aviones y helicópteros y hasta de submarinos adquiridos a antiguos países de la desmantelada Unión Soviética adquirieron entonces un salvajismo inusitado. El asesinato como epidemia social y la cultura de la muerte surgieron directamente ahí. Y puede decirse que si el Estado colombiano no hincó entonces completamente las dos rodillas y no abrió de par en par sus puertas a los narcotraficantes fue por la presión internacional –EE.UU. obviamente–, y porque hubo políticos valientes y honestos que se jugaron la vida.
El abogado Omar Ferreira ilustra con su propia experiencia la tesis de que los industriales de Medellín, donde se concentra la mitad de la gran industria del país, y grandes familias latifundistas pactaron o participaron en los negocios de los narcotraficantes para salvar la reconversión industrial obligada por la apertura de los mercados o para paliar la pérdida de los mercados cafeteros amenazados por la competencia asiática y africana. “Los narcos –sostiene– se convirtieron en los grandes banqueros, blanquearon su dinero en las empresas y compraron buena parte de las tierras del país, además de practicar una política populista de auxilio social construyendo casas y campos de fútbol. A finales de los 80, el profesor y ex ministro Enrique Low y yo mismo fuimos invitados a dar una conferencia en Medellín, cuando Pablo Escobar era visto como el Robin Hood colombiano y todo el mundo quería sacarse una foto con él. La sala estaba abarrotada, calculo que habría unas 500 industriales de la zona, pero cuando Enrique Low acabó su conferencia, muy crítica con las leyes que permitían el lavado de dinero, sólo quedaban tres asistentes. No comprendimos lo que pasaba hasta que el gobernador civil le indicó a Low que no podìa garantizarle su seguridad y debía abandonar la ciudad esa misma noche. Lo mataron ocho días después en Bogotá”.
Dice que la mentalidad narco sigue estando instalada en buena parte de la sociedad, que tras el desmantelamiento de las grandes redes, parte de las bandas encontró trabajo en las guerrillas o en los paramilitares y que no es nada extraño el cambio de bando. “¿Para qué va a estudiar un hijo de la burguesía si ve a su antiguo compañero de juegos que sin estudios ni nada maneja más dinero que el que él podrá ganar quizás en su vida?”.
* De El País de Madrid. Especial para Página/12.

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