EL MUNDO › OPINION
› Por Santiago O’Donnell
Leonardo Boff está más allá, en una figura borrosa que gesticula en la pantalla del webcast, con su barba blanca, anteojos, camisa blanca y tiradores oscuros, una especie de uniforme pastoril que acompaña al padre de la Teología de la Liberación en la nueva etapa de su vida.
Se lo ve cómodo al ex sacerdote en el aula de la Universidad Católica de Córdoba, rodeado pero no abrumado por gente que lo quiere y lo aplaude, mientras él le habla a la camarita. Su auditorio virtual es la red mundial de la fundación Avina, cuya sede de Buenos Aires ocupa una casona de Belgrano, donde un grupito se ha juntado para escucharlo. La imagen parece de videojuego y Boff cada tanto se congela, pero se escucha con claridad.
No habla de las elecciones de Brasil, tema sobre el cual no ha dejado de opinar en artículos y reportajes, todos favorables al presidente Lula y sobre todo muy críticos de su rival Geraldo Alckmin. No. Esta vez viene a hablar del universo, del cosmos, del planeta y de las bacterias. Con pincel de poeta y pulmón de predicador, durante noventa minutos sin parar ni para tomar agua, con citas de Atahualpa Yupanqui, San Francisco de Asís y de Francis Bacon. Traza un cuadro preocupante pero optimista del mundo, de la condición humana y del futuro que nos espera.
Cuenta que en estos días anda promoviendo algo que escribió con un montón de gente en una cumbre ecológica en Río de Janeiro en 1992, algo que se llama la Carta de la Tierra. Dice que todos los seres humanos somos iguales a los animales y las miles de bacterias que tenemos en la boca porque esas bacterias son seres vivos, y en una cuchara de tierra hay miles de seres vivos y esos seres vivos merecen respeto y merecen vivir, igual que nosotros, y nosotros somos muy ignorantes, no sabemos nada del lugar donde vivimos, del paisaje, de las personas que estuvieron antes que nosotros, de cómo se formaron las montañas, del nombre de los animales que nos rodean.
Que la ciencia ha intentado controlar y manejar la naturaleza y que el hombre cree que puede explotar los recursos naturales del planeta como si nada, sin importarle que se acaben. Pero que se están acabando y se está acabando la diversidad de las especies. Que hay que dar vuelta la ciencia y usarla para salvar a la naturaleza y no para fabricar armas y más armas. Que hay que acabar con la violencia. Que no hay usar más violencia ni más guerras para solucionar algo porque no se soluciona nada. Que todos los gobiernos deberían firmar un tratado para no contaminar más y para meter presos a los que abusan de la naturaleza, porque la democracia tiene que ocuparse de la ecología para que la ecología y la ciencia produzcan un desarrollo humano sustentable que se ocupe de la gente y le permita vivir dignamente de su trabajo.
Que ahora queda claro que el modelo neoliberal, basado en competencia en vez de solidaridad, va a llevar a la destrucción del planeta, ese planeta que desde la mirada de los astronautas se ve tan chiquitito. Que entonces hay que ser como San Francisco y amigarse con la tierra, darle cariño, respetarla, mimarla.
Que la Carta de la Tierra tiene el apoyo de la Unesco, y de algunos diplomáticos y políticos, pero los más importantes todavía le dan la espalda. Que la idea es incorporar la Carta de la Tierra a la Carta de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, para que los delitos ecológicos sean considerados crímenes contra la humanidad y para que haya tribunales para condenar a los Pinochets antiecológicos, como los llamó él.
Un viejo chiste dice que el problema de la Teología de la Liberación es que nunca se liberó de la teología.
No se lo cuenten a Boff, el ex revolucionario que le escribe a la tierra. El está más allá, navegando el ciberespacio.
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