EL MUNDO › ESCENARIO
› Por Santiago O’Donnell
A horas del ballottage en Brasil, la ventaja de Lula parece inalcanzable. Veintidós puntos lo separan de su rival Geraldo Alckmin en las últimas encuestas. Esto significa que más de 20 millones de brasileños tendrían que cambiar su intención de voto para modificar un resultado que a esta altura parece cantado.
Algo pasó entre la primera vuelta del primero de octubre, que terminó con una ventaja de sólo siete puntos en favor del presidente, y la víspera del ballottage, que encuentra al líder petista en una situación inmejorable.
Es que Lula había arrancado como amplio favorito y durante toda la campaña de la primera vuelta, pero se dedicó a cuidar su ventaja, escapándole al debate sobre los escándalos de corrupción que mancharon su mandato y que la prensa del establishment se encargó de fogonear. Pero al ver que día tras día esa ventaja se le escurría de los dedos como un puñado de arena, cambió de asesores, cambió de postura y pasó al ataque en la campaña del ballottage. De entrada planteó claramente una opción entre un gobierno progresista, ortodoxo en lo económico pero con un fuerte acento social, contra la propuesta basada en las políticas liberales y privatistas que planteaba su rival, a contramano de la tendencia imperante en la región. Alckmin, por otro lado, no acertó en el tono con que increpó a Lula en los debates posteriores a la primera vuelta y, en su desesperación por sumar lo que le faltaba, cometió el error de pactar con políticos desprestigiados como el carioca Garotinho, decisión que minó la legitimidad de su reclamo de ser el candidato de las manos limpias. El debate sobre la corrupción no desapareció de la agenda mediática. Pero lejos de ignorarlo como al principio, Lula lo colocó en el contexto de un mal endémico que atraviesa toda la clase política. Argumentó que los partidos que apoyan a Alckmin tuvieron un lugar protagónico en los escándalos descubiertos durante su gobierno y el de su antecesor Fernando Henrique Cardoso. Ese cambio de discurso, sumado a una promesa pública del PT de hacer una autocrítica después de la elección, desactivaron las bombas de tiempo que la derecha había plantado en el electorado.
Otro punto de inflexión fue el cambio de actitud de las fuerzas sociales como el Movimiento Sin Tierra, de intelectuales y de ex petistas críticos, que en la primera vuelta oscilaron entre la prescindencia, el apoyo tímido, y la oposición por izquierda que planteaba Heloisa Helena. Cuando la posibilidad de un triunfo derechista se convirtió en una amenaza realista, la izquierda cerró filas alrededor de Lula. Mientras figuras reconocidas como Leonardo Boff redoblaron su apoyo al gobierno, Helena guardó sus dardos y Marta Suplicy mutó de opositora a jefa de la campaña lulista en San Pablo.
El susto de la primera vuelta debería servirle al presidente brasileño para atender los reclamos de sus seguidores, que piden a gritos una reforma política, una reforma agraria aunque sea moderada, un crecimiento más acorde con los índices de la región, tasas de interés más razonables. También la profundización del debate sobre la inseguridad, que no se dio porque tanto Alckmin (hasta hace poco gobernador de San Pablo) como Lula (a cargo de las fuerzas federales) se vieron avasallados por la banda criminal PCC, que se cansó de quemar autos y balear guardiacárceles en la capital paulista.
Tareas pendientes para un presidente que debería salir fortalecido por el mandato popular, pero que antes tuvo que sufrir.
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