EL MUNDO › ESCENARIO
› Por Santiago O’Donnell
El martes habrá elecciones legislativas en Estados Unidos y lo que está en juego, en principio, parece importante: las 435 bancas de la Cámara de Representantes y 33 de las 100 en el Senado, además de 36 gobernaciones. El presidente podría perder sus mayorías en las dos Cámaras. Suena drástico, pero no es para tanto. El valor plebiscitario de esta clase de comicios es relativo, más aún que en la Argentina, porque no existen las listas sábana, el voto es optativo y medio electorado se queda en su casa. Son cientos de campañas independientes pero interrelacionadas, algunas muy peleadas, otras definidas hace rato. Cada candidato debe dar la cara para ganarse su banca. Según su conveniencia electoral, reniega o se cuelga de las faldas de los líderes partidarios, de los Bush, Schwarzenegger o Hillary Clinton. Unas pocas carreras acaparan el interés de los partidos políticos, que invierten dinero, recursos humanos y sobre todo segundos comprados a la televisión allí donde pueden hacer la diferencia. Así se va formando un gran tablero en el que los estrategas dividen la elecciones en cinco grandes grupos: casi ganadas, favorables, cabeza a cabeza, desfavorables y casi perdidas. Las apuestas de los candidatos varían. Algunos gastan un dineral al principio para hacerse conocidos, otros se guardan reservas para contrarrestar sorpresas informativas de último momento. Los demócratas presentaron muchos candidatos moderados, a la derecha de la plataforma partidaria, para disputarles el centro a los republicanos. Los republicanos optaron por candidatos optimistas y carismáticos, capaces de movilizar a las bases, teniendo en cuenta que por lo general los demócratas son más, pero votan menos. Cada encuesta, cada segundo de aire, cada acto de campaña se estudia, se mide, se dosifica. De toda esa matemática surgen tres escenarios posibles. Uno, que Bush pierda el control de las dos Cámaras, como sugieren las últimas encuestas. Dos, que mantenga el control de las dos Cámaras con una levantada de última hora, como sugiere la historia reciente. Tres, que pierda la Cámara baja y mantenga la alta, como sugiere el sentido común. En cualquier caso, el resultado marcará una tendencia de cara a las elecciones presidenciales del 2008, pero muy poco cambiará hasta entonces. Por primera vez en mucho tiempo un tema de política exterior, la guerra de Irak, aparece como la principal preocupación de los votantes, por encima de la economía y la inseguridad. Pero cualquiera sea el resultado, Estados Unidos mantendrá su presencia militar en Irak. Los republicanos dicen que, más que retirarse de Irak, hay que ganar la guerra. Los demócratas dicen que hay que salirse y poner plazos, pero no dicen cómo. Los demócratas saben por experiencia propia que a los candidatos antiguerra les va muy mal en tiempos de guerra. Eugene McCarthy capturó el espíritu de la época con su discurso pacifista antiestablishment inspirado en la generación hippie, cuando Vietnam ardía, pero perdió por paliza en el ’68. A George McGovern le pasó lo mismo en 1972. George Dukakis se sacó una foto ridícula sentado arriba de un tanque con un casco en la cabeza en la campaña de 1988, y esa sobreactuación se convirtió en su Waterloo electoral contra Bush padre.
Sucede que a los demócratas les pasa como a esos equipos de fútbol a los cuales otro equipo los tiene de hijos. Si hacemos un paralelo con el Boca multicampeón, el Carlitos Bianchi de los republicanos vendría a ser el asesor presidencial Carl Rove. A Rove sus propios rivales le adjudican haber rescatado a las tres últimas elecciones de Bush hijo de las fauces de la derrota. Su especialidad es el golpe de efecto de último momento que apela al patriotismo y el orgullo del electorado: un casete de Bin Laden por acá, una foto de Bush con las tropas por allá, una sentencia de muerte para Saddam Hussein más acá. La clave es generar o exacerbar algún incidente internacional que obligue a los demócratas a explicar cómo apoyan la guerra sin apoyar al comandante en jefe. La fórmula de Rove calza como un guante en un país donde hacer la guerra es un ritual de pasaje que lega de generación en generación, de la Primera a la Segunda Guerra Mundial, a la de Corea, a la de Vietnam, Grenada para recuperar la confianza, Panamá, Somalia, Irak I, Balcanes, Afganistán, Irak II. Cada pueblito, cada vecindario, cada estado mandó a sus hijos a la batalla y muchos de ellos piensan que no es patriótico cuestionarla mientras los chicos están allá, jugándose la vida.
Pero la guerra de Irak es un desastre tan grande como Vietnam y ninguna racha dura para siempre. El mismo péndulo que produjo la llegada del buenazo de Jimmy Carter a la presidencia en 1976, hoy amenaza con revertir el giro a la extrema derecha que sufrió Estados Unidos con la presidencia de Bush hijo. “Durante décadas los demócratas han intentado librarse del fantasma de McGovern”, escribió David Kirkpatrick en el New York Times. “Por primera vez desde esos tiempos las encuestas muestran que los norteamericanos confían en los demócratas tanto como en los republicanos en el manejo de la política exterior.” Si los demócratas completan el exorcismo y hacen una buena elección, el martes irán confiados a las presidenciales del 2008. Más no se puede pedir. La doctrina Bush –atacar primero y, si es necesario, sin aliados– está muerta. Los conflictos con Corea del Norte e Irán y una actitud más flexible en Kioto muestran un regreso a la diplomacia y la negociación después de seis años de palos y zanahorias. Al ingresar en la fase que los norteamericanos describen como “pato cojo”, sin elecciones por delante, con el fin a la vista, los presidentes se dedican a tender puentes, perdonar enemigos, juntar papeles para la futura biblioteca presidencial. No invaden países, pero tampoco se arrepienten. En una palabra, se dedican a preparar su lugar en la historia, porque en Estados Unidos, al terminar sus mandatos, los presidentes se convierten en ex políticos. Esa es la buena noticia. La mala es que hasta entonces nada cambia demasiado.
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