EL MUNDO › ESCENARIO
› Por Santiago O’Donnell
El triunfo de los demócratas, o mejor dicho la derrota de Bush, en las elecciones de ayer tuvo todos los ribetes de esos thrillers hollywoodenses tan caros al paladar americano, donde los héroes sortean todo tipo de obstáculos para arribar inexorablemente a un final feliz.
Los analistas habían marcado la cancha. Había que birlarles a los republicanos 16 bancas en diputados y seis en el Senado, y no perder ninguna propia. De entrada, la cosa arrancó bien para los demócratas. Las primeras noticias anunciaban que habían podido defender su banca en el senado por Nueva Jersey, la más vulnerable, con un candidato novato y decididamente antiguerra en un distrito donde los republicanos habían apostado cuatro millones de dólares. Enseguida cayó Pennsylvania, la más fácil de las seis bancas republicanas que los demócratas debían conquistar si querían el Senado.
Una hora después el panorama se aclaraba en diputados: los demócratas se alzaban con entre 20 y 30 bancas de sus adversarios sin perder ninguna, ganando batallas en distritos clave como Connecticut, Florida y Kentucky. Los distritos “azules” en el norte del país que los republicanos habían perforado en tiempos de Reagan, y mantenido desde entonces, volvían a manos de los demócratas. Las elecciones de gobernadores también traían buenas noticias para los demócratas: recuperaban Ohio, estado clave en las presidenciales, y otros cinco estados de yapa. Sólo Arnold Schwarzenegger, duro de matar, salvaba la ropa disfrazándose de demócrata del clan Kennedy en California.
Pero la hazaña de tomar el Senado parecía condenada al fracaso, sobre todo cuando los republicanos arrancaron con ventajas en Virginia, Missouri, Tennessee, mientras en Montana las urnas seguían abiertas. Los demócratas necesitaban tres de esas cuatro bancas.
Para colmo, la primera de las cuatro en declarar un ganador fue para los republicanos: Tennessee. Ya no había margen de error. Pero los analistas demócratas de la CNN Paul Begala y James Carville no parecían preocupados sino todo lo contrario. Los arquitectos de los triunfos de Clinton sonreían y cuchicheaban en sus teléfonos celulares con panelistas de “Intrusos en el Espectáculo”, y decían que no todo estaba perdido. Ni siquiera en Missouri, un estado confederado, al sur de la línea Mason-Dixon, en el que los republicanos habían ganado por paliza las últimas elecciones. “Faltan los votos de Saint Louis y las grandes ciudades votan demócrata”, se esperanzaba Carville.
Algo similar pasaba en Virginia, donde el hijo del entrenador de fútbol americano más querido de los Pieles Rojas de Washington enfrentaba a un ex secretario de Guerra que blandía la chapa de demócrata. “Faltan los votos de los suburbios de Washington”, se ilusionaba Begala.
Mientras tanto, los demócratas retenían Maryland por un pelo, y los primeros votos en Montana, un estado rural pero norteño, auguraban otro triunfo demócrata allí. “Nada se termina hasta que se termina”, dice un refrán americano y los demócratas se aferraban a sus últimas esperanzas.
Entonces ocurrió un pequeño milagro. Con más del 90 por ciento de los votos contados en los últimos estados en disputa, la balanza empezó a inclinarse una vez más en favor de los demócratas con los benditos votos urbanos de las grandes ciudades. Caía Montana, caía Missouri y en Virginia se imponían los demócratas por siete mil votos sobre un total de 2,5 millones. Para los republicanos sólo quedaba en pie la esperanza de un recuento voto por voto en Virginia, que la ley permite para elecciones con márgenes menores del 1 por ciento.
Hacia allí partieron ejércitos de abogados de los dos partidos para la batalla final, que podría prolongarse hasta diciembre, a menos que Bush decida parar la sangría, aceptar el veredicto popular y frenar la batería de apelaciones.
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Bush perdió por Irak. Así de corta, así de rápida, así de sencilla es la respuesta. Todas las encuestas en boca de urna lo demuestran: aun entre aquellos votantes que consideraban que el terrorismo era el tema fundamental de la elección, los votos se partieron por la mitad entre demócratas y republicanos, cuando en las dos elecciones previas habían favorecido al presidente por un margen de ocho a dos.
Pero hubo otros factores que agravaron la catástrofe. El huracán Katrina derrumbó la imagen de eficiente administrador de crisis que Bush había edificado sobre las cenizas del 9-11, con no poca ayuda del legendario periodista Bob Woodward y su libro Bush at War. Las imágenes de New Orleans bajo agua mientras la Guardia Nacional se enredaba en su propia burocracia y la ayuda tardaba en llegar desnudaron un aspecto hasta entonces desconocido del Comandante en Jefe de la Guerra contra el Terrorismo.
El escándalo del congresista republicano acosador Mark Foley y la protección que recibió de sus líderes partidarios cuando mails comprometedores salieron a la luz también golpeó a los republicanos donde se sentían más fuertes, al poner en duda su condición de partido de la moral y las buenas costumbres. Otros escándalos, esta vez de corrupción, como el que causó la renuncia del congresista republicano Tom Delay, impactaron en la imagen del Congreso, la más baja en 30 años, y reforzaron la idea de que había que cambiar.
También influyó en el voto la oposición de Bush a la investigación de células madre, tema que fue motivo de plebiscitos en estados clave como Missouri, en el que Bush encontró un formidable adversario en el actor Michael J. Fox, aquejado por el mal de Parkinson, que hizo campaña en favor de la iniciativa.
Pero el tema Irak sin dudas fue determinante.
Así lo entendieron los demócratas y sus diputados, senadores y gobernadores que formaron fila anoche para dar discursos triunfalistas en los que pedían “un cambio de rumbo” para la guerra. Así lo entendió Bush y por eso rodó la cabeza de su secretario de Defensa, el halcón Donald Rumsfeld.
Karl Rove, el monje negro de Bush, se había equivocado feo. Por tercera vez desde el 9-11 apostó todas las fichas al discurso de la seguridad nacional y a las evidentes flaquezas de sus rivales en este tema. Pero tanto fue el cántaro a la fuente que la fuente se rompió. En su tozudez, Rove ignoró el buen momento que atraviesa la economía norteamericana, con crecimiento y bajo desempleo, más allá de un déficit descontrolado y una reforma impositiva que favoreció a los más ricos. Tampoco aprovechó el fervor religioso que barre el país para hacerse fuerte en temas como el aborto y la homosexualidad, donde la mayoría apoya el puritanismo republicano.
Por eso mismo el histórico triunfo demócrata les dejó un sabor agridulce a los opositores a la guerra de Irak en todo el mundo.
Ganaron los demócratas sin un plan, sin un proyecto para salirse de Irak. Ganaron por default. El electorado prefirió ningún plan al plan de Bush. Ganaron los demócratas con sus candidatos más derechistas, con su discurso más timorato y a costa de una profunda división en sus propias filas acerca del tema que más preocupa a los votantes: cómo terminar la guerra.
Bush ya había sido derrotado por la realidad de las cosas en Irak, Líbano, Irán, Corea del Norte y Guantánamo. En Estados Unidos los votos lo tumbaron del caballo en que estaba montado, pero el debate de ideas todavía no empezó.
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