El primer ministro lo recibió en el aeropuerto y le pidió que apoyara el ingreso de Turquía a la Unión Europea.
› Por Peter Popham *
Desde Ankara
El papa Benedicto dio sus pasos más importantes ayer. Lo llevaron, como dijo él, a través de un “puente”, de un mundo a otro: de Europa a Asia, de la Cristianidad al Islam, del tierno abrazo de la Europa católica –el Estado italiano lo envió con ministros y altos funcionarios, cerraron el aeropuerto y lo escoltaron fuera del espacio aéreo italiano con cazabombarderos de la fuerza aérea– a una nación que no dejó duda alguna de que ve su llegada con la mayor indiferencia.
Inmediatamente fue emboscado. Bajó los escalones del vuelo papal vestido con un elegante pero extravagante sobretodo cruzado color marfil que le llegaba a los tobillos. Durante semanas, el Vaticano se ha estado preparando para un feo desaire: el primer ministro turco, Tayyip Erdogan, un devoto musulmán cuya mujer no sale a la calle con la cabeza descubierta, estaría en Latvia en la cumbre de la Otan, explicaron, y no podría reunirse con Benedicto. Pero el Papa es un jefe de Estado y la mirada de Turquía está puesta en la Unión Europea; ¿por qué darles más municiones a esos países –los austríacos, los franceses y los alemanes– que quieren que la sombra turca desaparezca de la UE? De manera que se arregló la reunión en el aeropuerto a último momento. Se sentaron, Benedicto y Erdogan, bajo un retrato de Ataturk, el padre del Estado turco moderno. Erdogan, inexplicablemente, se había olvidado de abotonarse el saco. Intercambiaron obsequios, una pintura para el Papa, una medalla para el turco. Y tuvieron una breve conversación, sotto voce.
Después, Erdogan informó a la prensa lo que se habían dicho. “Le di la bienvenida –dijo–, y dije que esperaba que su visita fuera fructífera para la paz mundial. Como saben, nosotros nunca construimos sobre el odio, pero le ofrecí mis condolencias por el asesinato –de un cura católico italiano en febrero– en la ciudad de Trabzon. Pero le dije que eso no debía ser visto como algo que un musulmán le hace a un católico.” Todo intrascendente. Pero luego saltó. “Le pedí al Papa que nos ayudara a unirnos a la Unión Europea”, dijo el astuto Erdogan. Como todos en Turquía saben y muchos en otros lugares también, el Papa (cuando todavía era el cardenal Joseph Ratzinger) tiene el record de oponerse enérgicamente a que Turquía se una a la UE, porque su religión musulmana la hacía muy “contrastante” con la Europa cristiana.
Aun así, el primer ministro soltó la pregunta: ¿Ayudaría el Papa? Sí, se contestó. “Y el Papa dijo, como usted sabe no somos políticos, pero ayudaremos en el caso de Turquía.” ¿Es eso lo que dijo Benedicto? ¿La Santa Sede le va a dar a la solicitud de Turquía un empujón servicial? Le tomó tres horas al incómodo Vaticano producir su propia versión. Luego apareció una aclaración escrupulosa, legal, cláusula por cláusula. El Papa “no tiene ni el poder ni el específico deber político para intervenir en este punto preciso”, dijo el vocero, Federico Lombardi, en una declaración escrita. “Pero ve positivamente y alienta el diálogo para la inserción de Turquía en la UE, en base a valores comunes específicos.” Uf: un misil esquivado. La contestación volvió a poner al Papa en la posición de ambigüedad interpretable de mil maneras, que es el terreno diplomático favorito de la Santa Sede.
Todavía con el maravilloso sobretodo, Benedicto fue llevado en una larga limusina Chevrolet blanca –no las largas de las estrellas de rock, pero considerablemente más larga que lo necesario– a la catedral secular en el corazón de Ankara, que no era más que una polvorienta ciudad provincial en el medio de la árida Anatolia, hasta que Ataturk la convirtió en su fortaleza y su cuartel durante la guerra de independencia de Turquía. Esa catedral, por supuesto, es el mausoleo del Gran Hombre, y Benedicto debe haber encontrado la arquitectura familiar, porque es asombrosamente parecida a la arquitectura fascista de Roma.
El Papa no utilizará su papamóvil en este viaje porque no hay necesidad. No hay gente saludándolo en su camino, nadie flamea banderas. La policía antidisturbios montaba guardia pero no tenía nada que hacer. Nadie contra quien protegerlo. No aparecieron ni partidarios ni antipartidarios. Para el líder de 1100 millones de católicos, visitar la tierra sobre la que caminó Abraham y donde vive la última comunidad de cristianos que habla el mismo lenguaje arameo que Jesucristo fue una solitaria procesión.
Había un asunto que se debía tocar y se debía ganar, y el Papa no iba a permitir que se le escapara. Había dicho que el Islam era malo e inhumano. Había expresado su disculpa, pero no se había tragado esas palabras. Y los turcos, en los cuatro días en los que estará entre ellos, van a hacer lo posible para que se las trague.
* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12
Traducción: Celita Doyhambéhère.
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