EL MUNDO › ESCENARIO
› Por Santiago O'Donnell
Algunos asesinatos pueden despertar, cuando no te tocan de cerca, la perversión que todos llevamos dentro. Es así como llegamos a sentir cierta admiración por el ingenio y arrojo de la mente criminal que los planificó, aunque después nos cueste confesarlo. Pasó con las Torres Gemelas: ¿a quién se le hubiera ocurrido que en tiempos de ántrax, submarinos nucleares, misiles intercontinentales y bombas “sucias”, las armas utilizadas en el mayor atentado terrorista de la historia serían un par de tijeras y los cuchillos y tenedores que repartían las azafatas a bordo de los aviones?
Lo del espía ruso no le va en zaga. ¿Cómo es que envenenan a un tipo con una milésima de microgramo de un mineral radiactivo descubierto en la Segunda Guerra Mundial, y que es el principal agente cancerígeno del cigarrillo que estoy fumando? Al tipo le metieron un mineral tan común que se encuentra, en dosis ínfimas, en el aire que respiramos. Pero a la vez tan especial que la cantidad empleada en el envenenamiento cuesta millones de dólares. Se trata de un veneno más efectivo y más doloroso que cualquiera de los muchos utilizados hasta ahora, pero a nadie se le había ocurrido hasta que al asesino del pobre Litvinenko se le encendió la lamparita.
A las masitas de Yiya Murano uno puede sentirles un gustito feo y desconfiar. Con el polonio 210 es imposible. A igual peso, es un millón y medio de veces más tóxico que el arsénico. Una vez que se ingiere o inhala (en un habano, por ejemplo, es 10 veces más mortífero que en un té), la víctima no tiene salvación.
Como el polonio no penetra la piel puede llevarse de acá para allá en cápsulas, mezclarse con azúcar y servirse con el té de las cinco. Esa cualidad les otorga ciertas garantías a los asesinos y a sus acompañantes ocasionales, como ocurrió en este caso con algunos pasajeros de British Airways que compartieron vuelos entre Londres y Moscú con espías rusos. “Solamente se podrían contagiar si lamieran los asientos”, graficó un experto citado por el diario USA Today, restándole importancia al escandalete mediático que estalló en Europa cuando se descubrieron rastros del material radiactivo en algunos aviones.
“El asesino es muy inteligente porque el polonio no atraviesa la piel y no entra por la vía respiratoria si está presente en el ambiente. Pero una vez que ingresó al organismo no existe ningún tratamiento posible. La radiactividad va destruyendo los tejidos, los glóbulos blancos, los góbulos rojos, las plaquetas. Con las horas empieza a deprimirse la médula ósea y desarrolla leucemia. No existe antídoto posible. Ni siquiera se puede intentar un transplante de médula porque el cuerpo no lo tolera”, explica Osvaldo Cursi, médico legista de la Corte Suprema y titular de la cátedra de Toxicología en la UBA.
Por lo menos en lo que a mí concierne, el espía ruso es a la química el equivalente de Paenza para la matemática: el responsable de hacerla interesante después de tantos sinsabores en la secundaria. Resulta que el polonio deriva del uranio o algo así, y que fue nombrado por su descubridora, madame Curie, en homenaje a su tierra natal. No todo el polonio se comporta de la misma manera. El polonio 209, por nombrar un pariente cercano, es mucho más estable. Tarda más de 100 años en degradarse a la mitad, comparado con los 138 días del polonio 210, y por lo tanto irradia muchos menos rayos alfa, y por lo tanto es inofensivo.
Los rayos alfa no son como los equis, que son los que se usan en las radiografías porque penetran la piel. Los alfa, que provienen del núcleo del átomo, se comportan más como los rayos beta, que provienen de los electrones. Los beta tampoco penetran la piel, pero causaron estragos en Chernobyl porque se adherían a la ropa de los trabajadores de la planta nuclear. Los rayos alfa que destruyeron al espía son lentos y torpes, dicen los expertos.
“Es un caso extraño. No es la primera vez que ocurre un evenenamiento con material radiactivo. En la Unión Soviética hubo casos. Pero es más fácil hacerlo con una pastilla de cobalto, que se consigue en cualquier lado, que con una dosis de polonio 210, para lo cual hay que tener acceso a un reactor nuclear”, me educa el químico Máximo Rudelli, coautor del libro Dioses y demonios del átomo, que tampoco disimula la curiosidad que le despertó el caso. “Litvinenko no ha mostrado la sintomatología de un irradiado normal. A altas dosis, los efectos de la radiación son muy inmediatos. Pero con los rayos alfa no hay mucha experiencia. Como se trata de una cantidad muy pequeña, es casi imposible de detectar. Sólo se puede medir la irradiación de los rayos”, contó.
Para los detectives de homicidios es un cliché decir que los cadáveres hablan. Pero hablan. A María Marta le vaciaron un cargador en la sien. A Norita la ahorcaron después de penetrarla. Ambas sintieron el aliento de sus asesinos antes de morir. Sus cadáveres gritan: “¡Fue personal!” “¡Fue pasional!” “¡Ningún extraño me puede odiar tanto!”. El espía envenenado habló siendo un cadáver en vida y le apuntó sin vacilar con su último aliento nada menos que al primer ministro ruso Vladimir Putin, un ex director de la KGB que alguna vez dijo, con mucha razón, “los espías nunca se retiran”.
No es un indicio para despreciar, sobre todo porque el día que empezó a sentirse mal, Litvinenko anduvo reunido con un par de espías de Putin. Pero ahora resulta que uno de esos espías de Putin también se envenenó y ahora está en coma. Litvinenko se murió antes de saberlo. Entonces no hay que descartar que el enemigo de Putin, el millonario Boris Berezovski, lo haya envenenado para echarle el fardo a Putin.
¿Pero quién suministró el veneno? Dicen que el veneno es el arma homicida que prefieren las mujeres porque es pasivo, gradual y evita la confrontación. ¿Una moza del bar Millenium, tal vez? Pero la radiactividad es cosa de los Bush, los Ahmadinejad, los Kim Jong Il, los Blair... y los Putin.
Los asesinatos de espías siempre son más complicados de resolver que los crímenes pasionales. Si no que lo diga el finado Mariano Perel, que en el 2001 fue víctima en Cariló de un asesinato profesional disfrazado de suicidio o viceversa, todavía no se sabe cuál de los dos. Más allá de los fuegos artificiales, lo del espía ruso va en camino al mismo limbo. A menos que Scotland Yard demuestre más pericia que la Bonaerense.
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