El pedido de captura internacional lanzado por el juez español Baltasar Garzón en 1998 fue un hito en los avances de la justicia global. En esta entrevista, Garzón habla sobre el legado Pinochet.
› Por Ernesto Ezaizer *
Desde Madrid
Baltasar Garzón (Jaén, 1955) se lo pensó no una, ni dos, ni tres, sino muchas veces más antes de estampar su firma, sobre las tres de la tarde del 16 de octubre de 1998, a solas en su despacho de la Audiencia Nacional, en la orden de arresto internacional de Augusto Pinochet con destino a Londres. Uno de los sabuesos de extradición de Scotland Yard –el detective inspector Andrew Hewett– había convocado a su despacho a los enlaces españoles en la Embajada de España en Londres –el comisario Angel Fernández Cobos y el inspector Francisco López de Arenosa– para que transmitieran al entonces responsable de Interpol Madrid, comisario Mariano Rayón, su disposición a detener al ex dictador, que se recuperaba de una operación de hernia discal en la London Clinic, única manera de garantizar que el juez Garzón pudiera tomarle declaración, según había solicitado dos días antes. “En aquellos días yo no contaba con el respaldo que te da una declaración de competencia de la jurisdicción española sobre delitos de genocidio, terrorismo y torturas. Había un riesgo a correr. Esa resolución, por fortuna, llegó el 30 de octubre de 1998 y sin ella Pinochet hubiese sido puesto en libertad tras 14 días de arresto’, recordó en una entrevista con este diario.
–Pinochet regresó a Chile en marzo de 2000, tras ser puesto en libertad por el ministro británico Jack Straw. La Justicia chilena ha investigado, pero en seis años no ha sido capaz de poner una sola sentencia en los más de 300 casos instruidos. ¿Por qué?
–Siento mucho que no haya tenido lugar al menos una sentencia. Las víctimas, que tanto se movilizaron en Chile y en todo el mundo, lo merecían. Para mí debería ser una sentencia condenatoria. Probablemente, las trabas puestas por la defensa de Pinochet, por un lado, y posiciones divergentes en la Corte Suprema, por el otro, han provocado lentitud e ineficacia. No sé...
–La supervivencia de la Ley de Amnistía de 1978, que protegía a Pinochet y sus colaboradores frente a los crímenes cometidos, ¿no le parece una razón poderosa? ¿Podía movilizarse una Justicia como la chilena sin impulso político?
–La Ley de Amnistía ciertamente iba a afectar la decisión final, pero no debía necesariamente impedir la resolución judicial.
–¿Pero no quitaba el conocimiento de esa decisión final el interés vital de los jueces a la hora de dictar sentencia? El juez Juan Guzmán, por ejemplo, pidió el retiro después de instruir uno de los casos más importantes, el de la Caravana de la Muerte. Y estaba claro que si él no escribía la sentencia nadie lo haría en su lugar.
–No sé qué pasó con la Ley de Amnistía, por qué razón no se derogó. Pero en todo caso se podían hacer cosas. Algunas se hicieron, como el levantamiento del fuero de senador y el procesamiento de Pinochet. También es cierto que, habiendo regresado a Chile por una decisión política del ministro Straw en la cual se sostenía que el ex dictador no estaba en condiciones de salud mental para someterse a un juicio justo, la defensa de Pinochet utilizó a fondo ese argumento para dividir y dilatar las decisiones judiciales. Al final del día es cierto que no ha habido sentencia y el resultado para las víctimas ha sido negativo. En cambio, el procedimiento español ha procurado hacer justicia e incluso resarcir a las víctimas. Unas 20.000 personas se han registrado para cobrar en Chile parte de los ocho millones de dólares que desde aquí, y gracias a la tenacidad del abogado Joan Garcés, hemos logrado obtener del Banco Riggs, donde Pinochet mantenía sus fondos ocultos.
–¿Tenía usted ambición de trazar una raya en la historia del derecho internacional, un antes y un después del caso Pinochet?
–¿Quién podía tener alguna idea del impacto que tuvo aquella decisión? Nadie. Para mí no fue una decisión sencilla. Recordará usted que en aquel momento la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional que presidía Siro García no se había pronunciado sobre la competencia de la jurisdicción española para los crímenes de genocidio, terrorismo y torturas. Eso ocurrió 14 días más tarde de que yo cursara la orden de arresto a Londres, el 30 de octubre de 1998. Si la sala no hubiera apoyado la competencia española en los casos de Argentina y Chile, las consecuencias hubiesen sido directas: el arresto de Pinochet hubiese sido declarado nulo y todo el procedimiento de extradición hubiera caído por su propio peso. Nunca será bastante subrayar la importancia del auto de la Sala de lo Penal. Fue un momento culminante. Luego han llegado otras resoluciones judiciales como la del Tribunal Constitucional sobre Guatemala, donde se da carta de naturaleza absoluta a nuestra competencia para investigar los citados crímenes internacionales. Y en el ámbito de la justicia mundial no digamos. Cuando ves los avances en Europa de la jurisdicción universal y te dicen que en Argentina la Corte Suprema anuló la ley de obediencia debida y punto final que protegía a aquellos que asesinaron, violaron e hicieron desaparecer a hombres, mujeres y niños, bueno es que uno siente que ha hecho lo que debía hacer.
–El caso argentino ilustra una diferencia. El presidente chileno Ricardo Lagos declaró a este periódico en 2003 que lo había intentado, pero que no podría conseguir la anulación de la citada ley.
–El proceso de la justicia global ha avanzado, pero al mismo tiempo sería ingenuo pensar que las fuerzas que se oponían a él se limitarían a contemplar esos avances.
–En este avance, ¿cómo sitúa usted a Irak, un país cuya invasión ilegal usted denunció?
–Los tribunales que funcionan en Irak son nacionales y reflejan la caótica situación de la guerra y la ocupación extranjera. La condena a muerte no me parece el mejor método para pacificar a un país que así lo está clamando a gritos. Hay que poner el cuidado en las garantías. Un tribunal penal internacional o mixto quizá hubiera sido el mejor camino.
–La falta de garantías en el juicio contra Saddam Hussein ha sido denunciada por organizaciones de derechos humanos. La pregunta iba dirigida a ver qué relación puede tener el precedente Pinochet con la responsabilidad de aquellos que desencadenaron la guerra.
–Quizá sea pronto para saberlo. Hay expectativas en Estados Unidos, por ejemplo, sobre cómo pueden evolucionar querellas contra personajes como el dimitido secretario de Defensa Donald Rumsfeld como la que acaba de presentarse en Alemania. Que la guerra de Irak es una guerra ilegal es algo de lo que duda muy poca gente.
–Usted y el fiscal Carlos Castresana fueron condecorados por el Senado chileno en agosto al tiempo que recibieron también varios doctorados honoris causa. ¿Fue el reconocimiento definitivo ser bien acogido nada menos que en Chile?
–Fue muy emocionante. Sobre todo recuerdo el cariño de los jóvenes chilenos en las calles y en las universidades.
* De El País de Madrid. Especial para Página/12.
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