Dom 31.12.2006

EL MUNDO  › OPINION

Nuestro hombre en Bagdad

› Por Robert Fisk *

Lo callamos. El momento en el que el verdugo encapuchado de Saddam tiró de la palanca de la trampilla en Bagdad ayer por la mañana, los secretos de Washington estaban a salvo. El descarado, atroz y encubierto apoyo militar que Estados Unidos –y Gran Bretaña– le dieron a Saddam por más de una década permanece como la terrible historia que nuestros presidentes y primeros ministros no quieren que el mundo recuerde. Y ahora Saddam, que conocía en profundidad el apoyo occidental –dado a él mientras perpetraba algunas de las peores atrocidades desde la Segunda Guerra Mundial– está muerto.

Se ha ido el hombre que recibió personalmente la ayuda de la CIA para destruir al Partido Comunista iraquí. Después de que Saddam tomó el poder, la inteligencia norteamericana les dio a sus subalternos las direcciones de los comunistas en Bagdad y otras ciudades en un esfuerzo por destruir la influencia soviética en Irak. Los mukharabat de Saddam visitaron cada casa, arrestaron a sus ocupantes y a sus familias, y masacraron al montón. La horca era para los complotadores; a los comunistas, sus esposas e hijos, se les daba un tratamiento especial –tortura extrema antes de la ejecución en Abu Ghraib–.

Hay creciente evidencia a lo largo del mundo árabe de que Saddam mantuvo una serie de reuniones con importantes funcionarios norteamericanos antes de su invasión a Irán en 1980 –tanto él como la administración estadounidense creían que la República Islámica colapsaría si Saddam mandaba sus legiones a través de la frontera– y el Pentágono asistió a la máquina militar de Irak proveyendo inteligencia sobre los movimientos iraníes.

Un frío día de 1987, no lejos de Colonia, me encontré con un traficante de armas que dio inicio a los primeros contactos entre Washington y Bagdad, a pedido de Estados Unidos. “Señor Fisk..., apenas comenzó la guerra, en septiembre de 1980, me invitaron a ir al Pentágono”, dijo. “Allí me dieron las últimas fotografías satelitales que tenía Estados Unidos de las primeras líneas iraníes. Se podía ver todo en las fotos. Estaban los emplazamientos de armamento iraníes en Abadan y detrás de Khorramshahr, las líneas de trincheras en el lado este del río Karun, los tanques –miles de ellos– todo a lo largo del lado iraní de la frontera con Kurdistán. Ningún ejército podría querer más que esto. Y yo viajé con estos mapas de Washington a Frankfurt y de Frankfurt en Aerolínea Iraquí derecho a Bagdad. ¡Los iraquíes estaban muy, muy agradecidos!”

Yo estaba con los comandos de avanzada de Saddam en ese tiempo, bajo fuego iraní, viendo cómo las fuerzas iraquíes alineaban las posiciones de su artillería lejos del frente de batalla con mapas detallados de las líneas iraníes. Su bombardeo contra Irán en las afueras de Basora permitió a los primeros tanques iraquíes cruzar el Karun en menos de una semana. El comandante de la unidad de ese tanque se negó a decirme cómo había logrado elegir el único cruce de río no defendido por los iraníes. Hace dos años nos encontramos de nuevo en Amman y sus subalternos lo llamaban “General” –el rango que se ganó después de ese ataque al este de Basora, cortesía de la información de inteligencia de Washington–.

La historia oficial de Irán de la guerra de ocho años con Irak alega que Saddam utilizó por primera vez armas químicas contra su ejército el 13 de enero de 1981. El corresponsal de AP en Bagdad, Mohamed Salaam, fue llevado a presenciar la escena de una victoria militar iraquí al este de Basora. “Comenzamos contando, caminamos kilómetros y kilómetros en este maldito desierto, sólo contando”, dijo. “Llegamos a 700 y nos mareamos y tuvimos que comenzar a contar de nuevo.” Los iraquíes habían utilizado por primera vez una combinación –el gas nervioso paralizaría sus cuerpos... el gas mostaza ahogaría sus pulmones–. Es por eso que escupían sangre.

En ese tiempo, los iraníes afirmaban que los estadounidenses le habían dado este terrible cóctel a Saddam. Washington lo negó. Pero los iraníes tenían razón. Las largas negociaciones que llevaron a la complicidad en esta atrocidad permanecen secretas –Donald Rumsfeld era el cabeza de playa del presidente Ronald Reagan en este período–, aunque Saddam sin dudas conocía cada detalle. Pero un documento no conocido, “Exportaciones de material biológico y químico de doble uso de Estados Unidos a Irak y su posible impacto en la salud de la guerra del Golfo Pérsico”, afirmó que antes de 1985 y posteriormente compañías estadounidenses habían enviado cargamentos –aprobados por el gobierno– de agentes biológicos a Irak. Estos incluían Bacillus anthracis, que produce ántrax, y Escherichia coli (E. coli). Ese informe del Senado concluyó: “Estados Unidos proveyó al gobierno de Irak con materiales bajo licencia de ‘doble uso’ que asistieron el desarrollo de programas químicos, biológicos y de sistemas de misiles iraquíes”.

El Pentágono tampoco ignoraba la extensión del uso de armas químicas de Irak. En 1988, por ejemplo, Saddam le dio un permiso especial al coronel Rick Francona, un oficial de inteligencia defensiva –uno de los 60 oficiales norteamericanos que proveían en secreto a los iraquíes con información detallada del despliegue iraní, planes tácticos y evaluaciones de daño por bombas– para visitar la península Fao después de que fuerzas iraquíes hubieran recapturado el pueblo de los iraníes. Francona informó a Washington que los iraquíes habían utilizado armas químicas para conseguir su victoria. El oficial de defensa más importante de ese tiempo, el coronel Walter Lang, dijo posteriormente que el uso de gas en el campo de batalla por los iraquíes “no era un asunto de preocupación estratégica”.

Sin embargo vi los resultados. En un tren-hospital militar encontré cientos de soldados iraníes tosiendo sangre y mucosidad de sus pulmones –los propios vagones olían tanto a gas que tuve que abrir las ventanas– y sus brazos y rostros estaban cubiertos de forúnculos. Después, nuevas burbujas de piel aparecían sobre los forúnculos originales. Muchos estaban terriblemente quemados. Estos mismos gases fueron usados después sobre los kurdos en Halabja.

Todavía no sabemos –y con la ejecución de Saddam probablemente nunca lo sabremos– la extensión de los créditos norteamericanos a Irak, que comenzaron en 1982. El paquete inicial, la suma que se gastó en la compra de armas norteamericanas a Jordania y Kuwait, ascendió a 300 millones de dólares. En 1987, a Saddam se le prometió un crédito de mil millones. En 1990, justo antes de la invasión de Saddam a Kuwait, el comercio anual entre Irak y Estados Unidos había aumentado a 3500 millones por año. Presionado por el ministro del Exterior de Saddam, Tariq Aziz, para continuar con los créditos, el entonces secretario de Estado James Baker –el mismo que acaba de producir un informe para sacar a George W. Bush de la catástrofe actual en Irak– presionó por nuevas garantías de mil millones de dólares de Estados Unidos.

Saddam conocía, también, los secretos del ataque al “USS Stark” cuando, el 17 de mayo de 1987, un avión iraquí lanzó un misil a la fragata estadounidense, matando a más de un sexto de su tripulación y casi hundiendo la nave. Estados Unidos aceptó la excusa de Saddam de que el barco fue confundido con una nave iraní y permitió a Saddam rechazar su pedido de entrevistar al piloto iraquí. Toda la verdad murió con Saddam Hussein en la cámara de ejecución de Bagdad ayer. Muchos en Washington y Londres deben haber suspirado de alivio de que el viejo hombre fuera silenciado para siempre.

* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.

Traducción: Virginia Scardamaglia.

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