Dom 28.01.2007

EL MUNDO  › ESCENARIO

George Bush y la máquina de hacer pochoclo

› Por Santiago O’Donnell

Los discursos anuales del presidente de Estados Unidos ante el Congreso suelen ser rituales bastantes aburridos, sobre todo cuando el orador es un terco, como venía ocurriendo en los últimos seis años. Pero siempre dejan algún detalle divertido, más alguna pista sobre lo que vendrá, y el martes no fue la excepción.

El centro de las miradas no fue Bush, tan previsible y patético en su rol de muchacho humilde como cuando se hacía el cowboy. Antes usaba corbatas rojas, fruncía las cejas y escupía amenazas a lo Sam Bigotes; ahora usa corbata celeste, arquea las cejas y pide ayuda como cachorro en la lluvia. Pero lo que no cambia es su insistencia en burlarse de la voluntad popular. Su actuación ya cansa. Por algo Bush hoy es el presidente con el índice de popularidad más bajo desde los tiempos de Harry “give ’em hell” Truman, más de medio siglo atrás.

Las miradas de los norteamericanos se concentraron en los compañeros de pantalla de Bush y en la escenografía del pomposamente llamado Discurso del Estado de la Unión. Las cámaras enfocan al presidente y a las dos personas sentadas detrás de él, con la bandera como telón de fondo. Esas personas son el presidente del Senado, en este caso el vicepresidente Dick Cheney, y la líder de la Cámara de Representantes, en este caso Nancy Pelosi, la jefa de la oposición. Ver la cara de la líder opositora mientras escucha las palabras de su principal adversario político tiene su gracia. Pelosi, explicó el New York Times, había sido entrenada horas antes del discurso para evitar cualquier mueca, media sonrisa, resoplido o desvío de la mirada que pudiera marcar, ante millones de televidentes, una toma de posición del Partido Demócrata ante alguna iniciativa del presidente.

Es cierto: Pelosi peló su mejor cara de piedra. Sin embargo, no pudo disimular el brillo en sus ojos cuando Bush la piropeó al principio del discurso, resaltando el “altísimo honor” que significaba para él hablar delante de la primera mujer en presidir la Cámara baja. Tampoco pudo evitar hacer un poquito de puchero cuando el presidente encaró el tramo más duro de su arenga sobre Irak. Pero mucho más que los músculos de su cara, Pelosi usó sus muslos y sus manos para transmitir su mensaje. Es que en estos discursos la tradición del Congreso norteamericano sólo permite tres tipos de reacciones: el silencio si la frase no gusta, el aplauso sentado si la frase no disgusta y el aplauso de pie si la frase gusta. Los televidentes conocen el código, los periodistas también y hasta miden los minutos de aplauso que reciben los discursos, que casi siempre duran 50 minutos. Bush, por ejemplo, tuvo 19 minutos de aplauso en su primer discurso y desde entonces viene cayendo: el martes llegó a su piso de 14 minutos.

Por disciplina partidaria, muchos siguen a sus líderes al momento de pararse o sentarse, cruzarse de brazos o aplaudir. Cada tanto las cámaras panean hacia ellos, y al hacerlo muestran el recinto convertido en una gran máquina de hacer pochoclo, con legisladores que saltan de sus asientos cada vez que escuchan algo que quieren aplaudir. Cuando Bush dice “salud” y “reforma migratoria” se paran Pelosi y medio lado izquierdo del auditorio; cuando junta “Irak” y “victoria” en una misma oración se ponen de pie Cheney y casi todos los republicanos, y cuando pronuncia “apoyar a los muchachos que arriesgan sus vidas” vacía todas las sillas.

Así transcurría el discurso, con Bush rescatando palabras olvidadas como “calentamiento global”, “educación” o “equilibrio presupuestario” para proponer reformas que nunca se concretarán, con el único propósito de arrancar aplausos de las dos hileras, cuando empezó una especie de competencia entre Cheney y Pelosi para ver quién se paraba más rápido. Cheney funcionaba en piloto automático, aplaudiendo de pie, sentándose para que siga el discurso, parándose para aplaudir otra vez. Pero los efectos de sus by-pass y su afición a la comida chatarra se notaban en sus movimientos. Pelosi era más selectiva pero también más ágil. Resuelta a demostrar que los demócratas no son pasivos ni indecisos ni cerrados al diálogo, explotó el flanco débil de Cheney saltando como un resorte cada vez que Bush tiraba centros a la olla, del tipo “el sistema de salud necesita una reestructuración”. Después de un par de primereadas, Cheney empezó a relojearla con disgusto mal disimulado.

Pelosi, en cambio, daba bien en cámara. Minutos antes del discurso había cambiado su tailleur beige por uno verde agua para que se note mejor el contraste con la silla de cuero, informó el Times. A ese acierto le sumó un triunfo decisivo en la competencia de genuflexión.

El olvidable discurso de Bush dejó sin embargo un par de frases para el recuerdo, como “les pido que le den una oportunidad a este plan (para Irak)” y “no es la guerra que fuimos a pelear, pero es la guerra en la que estamos metidos”. También se dio el lujo de echarles en cara a los demócratas que ellos habían votado a favor de la guerra “y estoy seguro de que no votaron por el fracaso”. Como siempre, no reconoció errores y esta vez tuvo el mal gusto de no recordar a las víctimas de la ineficiencia estatal ante los destrozos causados meses atrás por el huracán Katrina.

De sus propuestas sólo tiene chances de prosperar el refinanciamiento de un modesto plan de excelencia educativa acordado con los demócratas durante su primer año de gestión y alguna versión de su reforma migratoria. Bush propone más agentes en la frontera y más controles a los empleadores de inmigrantes ilegales. En esos ítems de mano dura todo el mundo está de acuerdo. Pero Bush propone también un programa de trabajos temporarios para inmigrantes, al que se oponen los sindicatos, aliados tradicionales de los demócratas que son mayoría en el Congreso. También propone un proceso de legalización, al cual se oponen los demócratas conservadores, o Reagan democrats, amén de los republicanos. También es posible que demócratas y republicanos trabajen juntos para reducir el déficit en el próximo presupuesto, otra de las promesas del presidente.

Por lo demás es significativo que Bush haya reconocido por primera vez que existe el calentamiento global. Pero su plan para frenar emisiones no toca a las fábricas ni propone mecanismos realistas para alcanzar el objetivo planteado de reducir las emisiones de dióxido de carbono, por lo que parece tan condenado al fracaso como los demás planes anunciados en el discurso, incluyendo los proyectos para avanzar con la privatización de la salud y para reformular el sistema de seguridad social.

En otros tiempos los presidentes norteamericanos usaban las guerras para tapar problemas en el frente doméstico. La invasión de Grenada, la de Panamá o la de Somalia, por nombrar las más exóticas de los últimos años, son ejemplos claros de esta práctica. El martes, Bush hizo al revés. Sacó de la galera una agenda doméstica de temas y proyectos nunca antes vista a lo largo de su presidencia en un intento desesperado por correrse del único tema que hoy interesa a los norteamericanos, que es su manejo de la guerra de Irak.

Los demócratas, aun con sus limitaciones y contradicciones a cuestas, evitaron morder el anzuelo. La respuesta oficial le fue asignada al senador Jim Webb, un ex veterano de guerra y ex secretario de la marina de Reagan, que se cambió de partido para oponerse a la guerra y que hizo toda su campaña para el Senado vistiendo los borceguíes de su hijo, uno de los 140.000 soldados que pelean en Irak. Webb habló durante ocho minutos y habló de un solo tema, habló de Irak. “Bush nos llevó irresponsablemente a la guerra y ahora somos rehenes del caos predecible y anunciado”, señaló, tan certero en el diagnóstico como el resto de sus colegas de bancada, pero también tan ambiguo a la hora de señalar el camino a seguir.

Bush encara el tramo final de su gobierno con el Congreso en contra y habiendo perdido por goleada su última elección. Pero no le será fácil aprender de sus errores mientras sus adversarios políticos lo aplaudan de pie.

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