En Guatemala, los policías detenidos por la muerte de tres diputados del Parlacen fueron ejecutados. Uno de esos congresistas era un referente del oficialismo salvadoreño. A otro lo vinculaban con el narcotráfico. La policía no podrá investigar.
La violencia volvió a sacudir a Guatemala y dejó al descubierto la corrupción que corroe las principales instituciones públicas. Los cuatro policías acusados de matar a tres diputados salvadoreños del Parlamento Centroamericano (Parlacen) fueron degollados el domingo por la tarde en la cárcel de máxima seguridad donde esperaban ser interrogados por el FBI. Todavía no está claro qué pasó. En parte porque la situación se complicó aún más ya que los presidiarios decidieron amotinarse, tomando como rehén al director de la cárcel y a otros cuatro funcionarios. Recién ayer a la mañana, después de diez horas de reclamos, negociaciones y tensión, el Ministerio Público guatemalteco logró un acuerdo.
La situación es confusa por donde se la mire y para entenderla es necesario remontarse al asesinato de los tres diputados del Parlacen el martes pasado. Los cuerpos de William Pichinte, José Ramón González y Eduardo D’Aubisson fueron encontrados dentro un auto calcinado, con señales de haber sido ejecutados. La noticia inmediatamente captó la atención de Guatemala, El Salvador y de Centroamérica. D’Aubisson era el hijo del fundador de la gubernamental Alianza República Nacionalista (Arena) y el mayor del ejército acusado de la muerte de monseñor Oscar Romero en 1980, uno de los referentes de la Teología de la Liberación. Pichinte, en cambio, era conocido por su vertiginoso ascenso social, razón por la cual lo asociaban con el narcotráfico y el crimen organizado.
A los pocos días, la policía acusó a cuatro de sus agentes. Un testigo los había visto y la policía lo confirmó con el registro del sistema de GPS de la patrulla de los acusados. Luis Herrera, José López Arreaga, José Gutiérrez y Marvin Langen Escobar –cuatro policías de la División de Investigación Criminales, con legajos impecables y condecoraciones– fueron arrestados y recluidos en El Boquerón porque, según el sistema penitenciario, era la cárcel más segura, ya que tenía celdas especiales alejadas.
Ninguno de los cuatro había aceptado hablar. “Hablar de quien nos mandó a hacer esto sería un suicidio”, había sentenciado uno de ellos. Lo único que declararon fue que ellos pensaban que eran traficantes colombianos y no diputados. La versión que ganó más fuerza en los últimos días es que los policías fueron contratados como sicarios por un grupo narco o del crimen organizado para matar a tres personas y robar su cargamento –supuestamente drogas–. “Es poco probable que agentes de la elite de la policía aceptaran matar a tres figuras de tan alto perfil. Era obvio que el caso iba a tener mucha repercusión y que sería investigado”, explicó a este diario el editor de Justicia y Seguridad del diario guatemalteco Prensa Libre, Fernando Dieguez.
A pesar del silencio de los policías, los autores intelectuales del crimen no quisieron dejar cabos sueltos. Las versiones que maneja el Ministerio Público –la policía quedó fuera de la investigación, ya que su propia cúpula y sus agentes están sospechados de ser cómplices– son básicamente dos. La primera es la que sostienen los presos y sus familiares, que justo minutos antes de los asesinatos estaban gozando de su visita dominical. Según aseguraron, un grupo de encapuchados bajaron de dos pick ups polarizadas con fusiles Ak47 y cuchillos, entraron corriendo a la cárcel y luego se oyeron varios disparos. Siguiendo esta versión, los presidiarios decidieron tomar el edificio y a sus autoridades, argumentando que habían sido testigo de los asesinatos y que ahora sus vidas corrían peligro. Además, varios reclusos llamaron desesperados a las radios locales para pedir ayuda por miedo a que la policía y el gobierno tomaran represalias contra ellos, como había sucedido hace unos meses en la cárcel denominada Granja Penal.
En la segunda versión todo se originó desde adentro. Un grupo de pandilleros asesinaron a los cuatro policías. Hay algunos que aseguran que los presos habían sido contratados por grupos narcos o del crimen organizado, y hay otros que sostienen que los mataron porque eran los mismos agentes que habían detenido a sus líderes. Para el gobierno –uno de los principales promotores de esta versión– los reclusos después crearon el motín para victimizarse y ganar algún tipo de beneficio.
Lo cierto es que ninguna de las teorías explica del todo lo que sucedió. ¿Cómo lograron los prisioneros atravesar las seis puertas que los distanciaban de los policías detenidos, sin herir a ningún guardia? ¿O cómo hicieron para llegar a la oficina del director del penal para tomarlo como rehén? La mayor parte de esta historia todavía permanece oculta. Sin embargo, el asesinato de los policías apunta a la complicidad de la policía –quizá del gobierno también– con el narcotráfico y el crimen organizado.
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