EL MUNDO › PARA DIFERENCIARSE DE FOX, INCOMODO A SU VISITA CON AMABLES REPROCHES
La gira del presidente norteamericano por América latina culminó sin pena ni gloria en México. Allí tuvo que escuchar los reclamos de Calderón, quien pidió más colaboración con el narcotráfico y la inmigración. Además le recordó su promesa de priorizar la relación con México y le pidió que no construyera el muro entre los dos países.
› Por Gerardo Albarrán de Alba
Desde México, D. F.
La visita de dos días a México del presidente de Estados Unidos, George W. Bush, terminó ayer sin otra ganancia visible para él y para su anfitrión, el conservador Felipe Calderón, que los pingües efectos mediáticos que hayan logrado conseguir mediante declaraciones retóricas que, en los casos más importantes (como migración, narcotráfico, petróleo o terrorismo), son repeticiones de sus propios discursos, y que fueron dirigidos hacia sectores políticos, económicos y sociales que les son esenciales, ya sea para que el mandatario estadounidense pueda terminar su mandato con el menor daño posible o para que el mexicano pueda al fin iniciar el suyo sin la sombra de la sospecha de que se trata de un presidente espurio.
Bush llega tarde no sólo a México, sino a toda Latinoamérica. Con el nivel de aprobación más bajo (apenas 30%), que lo convierte en un presidente sin futuro político ni siquiera para asegurar la Casa Blanca para su propio partido; sin el control de su Congreso, en manos de los demócratas, que le dejan un margen mínimo para gobernar; envuelto en escándalos que involucran a sus colaboradores más cercanos y derrotado en Irak, luego de gastar 200 mil millones de dólares y sacrificar la vida de más de 3 mil estadounidenses, que le restan toda credibilidad, Bush repartió más promesas que acuerdos concretos a lo largo de una desesperada gira tras el abandono de siete años a una región que volteó a la izquierda.
No en balde, Felipe Calderón le reclamó la renovada oferta de trabajar en una reforma migratoria. Es la misma promesa que Bush le hizo en 2001 a Vicente Fox y que se fue al caño junto con el resto de la relación con México –a la que hace seis años el texano calificó como la más importante en el mundo para Estados Unidos– tras los atentados del 11 de septiembre. Por lo menos en esta ocasión, Bush reconoció que si bien México es el trampolín de la droga, Estados Unidos es la alberca. En materia económica, la posición del gobierno de México es que no privatizará el petróleo –como le encantaría a Wa-shington que ocurriera–, pero tampoco se le cierra la puerta a la inversión privada en materia de energéticos. Calderón también le recordó a Bush que el problema del narcotráfico no se resolverá solamente con acciones policíacas en México, sin que Estados Unidos haga su parte para eliminar la demanda de droga en ese país, cuya sociedad parece vivir dopada.
El discurso de Calderón se orientó a dejarle saber a Bush que está consciente de sus limitaciones para comprometerse con México en lo que resta de su mandato, con lo que abre las puertas para cambiar los términos de la negociación con los factores reales de poder en Estados Unidos. Hacia adentro, quiso diferenciarse de Vicente Fox, que se caracterizó por la sumisión a Washington. Pero la realidad es terca y saboteó el traje nacionalista y soberano que intentaba confeccionarse: mientras Calderón se encontraba reunido con Bush, martes y miércoles, 31 personas fueron ejecutadas en 14 estados, incluidos varios en los que desde hace semanas existen operativos militares contra el narcotráfico. Nueve de las personas asesinadas eran policías.
Pero todo esto, en realidad, poco importa a Bush. El tono reconciliador de su gira latinoamericana no varió en México. Hay un nuevo eje del mal. Por eso, su prioridad en este viaje ha sido impedirle a Irán cualquier alianza posible con Hugo Chávez, el presidente venezolano que controla las reservas petroleras suficientes como para articular una contradiplomacia energética. En esta nueva cruzada de Bush, México apenas es parte de una geopolítica de hidrocarburos y de promoción de la idea belicista contra las “nuevas amenazas”: el terrorismo y el narcotráfico. Para Bush, Calderón es sólo una pieza más para contener el daño que su megalomanía provocó para los intereses estadounidenses en la región.
México no ha sido, ni de lejos, la relación “más importante del mundo” para Estados Unidos durante la administración Bush, ni mucho menos lo será en su patética agonía. Ni el discurso belicista del estadounidense ni la pretendida dignidad del mexicano resuelven lo único que tienen en común: la falta de legitimidad para ejercer el poder en sus respectivos países.
Calderón –originario de Michoacán, uno de los estados que más expulsan mano de obra barata– reconoció que parientes suyos trabajan como peones en los campos de Estados Unidos, cosechando las verduras y frutas que posiblemente lleguen a la mesa de la Casa Blanca para la cena.
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