EL MUNDO › OPINION
› Por Washington Uranga
Pueden sorprender las circunstancias y las formas de lo afirmado por Benedicto XVI en su exhortación pastoral “Sacramentum caritatis”. Se trata de un documento postsinodal que, por lo tanto y más allá de la autonomía que el Papa tiene dada su autoridad, debería reflejar el sentido y la opinión de los obispos de todo el mundo participantes del Sínodo. No es difícil afirmar que hoy por hoy el documento no expresa el sentir de gran parte de la Iglesia Católica. En todo caso el Papa puede decir que él es el encargado de interpretar lo que los obispos y la Iglesia quieren. No puede sorprender, en cambio, ni en el contenido ni en las formas, que Benedicto XVI sigue siendo, en todo sentido, Joseph Ratzinger, el cardenal que se autodefinió como “guardián de la ortodoxia” durante la veintena de años durante los cuales ejerció la máxima autoridad (Prefecto) de la Congregación para la Doctrina de la Fe (ex Santo Oficio). Benedicto XVI, en quien algunos quisieron ver un cambio de orientación con su asunción al papado, sigue teniendo el mismo perfil conservador y restaurador que, en definitiva, sirvieron de argumento para que sus pares lo consagraran como máxima autoridad de la Iglesia Católica Romana. Es el mismo Ratzinger que se opuso vehementemente a que su “venerado predecesor”, como él mismo cita a Juan Pablo II, participara de conciertos de rock o avanzara en manifestaciones populistas en sus encuentros con los jóvenes. El mismo que llevó adelante un proceso hasta condenar a Leonardo Boff, teólogo de la liberación brasileño. Ratzinger, Benedicto XVI, es teólogo y un burócrata curial, preocupado más por la pureza de la doctrina que por la fe sencilla (“la fe de carbonero”) del pueblo. Pero si todo esto lo llevó hasta el papado, ¿por qué habría de cambiar ahora? Es verdad también que el documento pontificio no impone como norma, aunque lo recomienda, la celebración de todas las misas en latín (la lengua del Imperio romano y no la de los primeros cristianos, que era el arameo), ni prohíbe de manera absoluta otro tipo de música que no sea el gregoriano, aunque sostenga que éste es el género más apropiado a lo sacro, y no impide, aunque se moleste por el desorden, que un feligrés busque a uno que está en la otra punta del templo para estrecharlo en el saludo de la paz, uno de los gestos más valiosos y rescatables de los cambios litúrgicos posteriores al Vaticano II. También es cierto que no es novedad para la doctrina de la Iglesia la norma del celibato sacerdotal, que los divorciados y vueltos a casar no pueden participar del sacramento de la Eucaristía y que la participación de los cristianos no católicos en esas celebraciones está restringida a circunstancias muy excepcionales. Pero ¿era necesario reafirmar esas cuestiones en este momento y a propósito de un documento que se refiere a la Eucaristía? Definitivamente no, a menos que tomemos en cuenta que, en verdad, el celibato sacerdotal está en crisis, que las celebraciones litúrgicas son cada vez más libres porque es necesario acercar los signos a la vida cotidiana de la gente y que son muchos (incluido un número importante de obispos) que opinan que hay que trabajar de manera muy decisiva por la unidad de los cristianos, por encima de las denominaciones, sin importar si son católicos, reformados o anglicanos. Tampoco es casual que este documento se divulgue ahora. El Papa está “marcando la cancha”. Está reafirmando el sentido de su mandato y está poniendo límites a lo que, seguramente, considera “excesos” posteriores al Vaticano II. Curiosamente, de esta manera está coincidiendo con muchos de los postulados del fallecido obispo francés Marcel Lefevbre, condenado por la Iglesia y por Ratzinger por sus posiciones ultraconservadoras. No hay casualidad. Sí causalidad. Benedicto XVI se alinea en las posturas de los centros de poder mundial que utilizan la religión como argumento y razón para impedir que algo se modifique. George Bush sabe de eso. Ratzinger le da letra. Así como les da letra a los sectores más conservadores de toda la Iglesia y de la sociedad. Refuerza sus posiciones desde el lado más retrógrado. Es impensable que mañana los curas de barrio comiencen a celebrar en latín o que introduzcan el canto gregoriano. Simplemente porque a esta altura de las circunstancias, ni a ellos ni a sus fieles les interesa lo que dice el Papa. Si es que se enteran de que dice algo. Pero sí es creíble que estos pronunciamientos den pie a una nueva ofensiva conservadora dentro de la Iglesia, porque sus personeros se sentirán ahora “respaldados por el magisterio pontificio”. Es aquí donde aparece la otra causalidad. En mayo próximo se reunirá en Aparecida (Brasil) una asamblea de los obispos católicos de América latina y el Caribe (V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano). Pese a que el evento no ha tenido mayor trascendencia se sabe que estas ocasiones son siempre una oportunidad para el debate y para hacer aflorar, aun con restricciones, lo que viene surgiendo desde las bases. Benedicto XVI quiere evitar sorpresas y, de esta manera, comenzó a “marcar la cancha”. Lo mismo hará seguramente en su discurso inaugural de la Conferencia en Brasil. Y, de paso, ordenó a los encargados de cuidar la ortodoxia que “notifiquen” al teólogo catalán-salvadoreño de la liberación Jon Sobrino, acerca de la supuesta heterodoxia de su enseñanza en favor de la “Iiglesia de los pobres” y de la humanidad de Jesucristo, también Dios. Como bien dicen los curas argentinos en “la Opción por los Pobres” en un documento de apoyo a Sobrino, “nos sorprende el celo de la autoridad eclesiástica ante la supuesta ‘herejía’ del padre Jon, la cual en ningún momento hemos percibido, y el silencio –hasta cómplice– ante teólogos, sacerdotes u obispos que predican con refinada retórica un Cristo desencarnado, un Señor aliado con los poderosos del mundo, un Dios que bendice armas, guerras, invasiones o sistemas económicos de muerte”.
Está claro que no hay casualidades. Sí causalidades. Estas y seguramente muchas otras que irán apareciendo con el tiempo. En todo caso Joseph Ratzinger, Benedicto XVI, sigue siendo coherente con su historia y con su pensamiento. Por eso, sus pronunciamientos son la consecuencia lógica de sus causas de toda la vida.
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