Ayer se oficializaron las candidaturas presidenciales para las elecciones francesas, pero salvo el nombre de los candidatos, todo lo demás está por verse.
› Por Eduardo Febbro
Desde París
La lista final de los doce candidatos que participarán en la primera vuelta de las elecciones presidenciales (22 abril) fue validada ayer por el Consejo Constitucional, sin que ello cambie el esquema central de la consulta: el triángulo republicano compuesto por el candidato de la derecha y ministro de Interior, Nicolas Sarkozy; la candidata socialista Ségolène Royal y el hoy centrista François Bayrou captan más del 75 por ciento de los votos, y es entre esos tres nombres donde estará el del próximo presidente.
El representante de la extrema derecha, Jean-Marie Le Pen, aparece en cuarto lugar con un promedio que oscila entre 12 y el 14 por ciento de las intenciones de voto, y detrás de él se ubican los demás aspirantes, entre ellos los ecologistas y los de la extrema izquierda. Sin embargo, en los últimos 10 años, esta corriente de la izquierda nunca había cautivado a un número de electores tan estrecho (menos del 5%).
En sí misma, la campana electoral brilla por sus perfiles confusos. El socialismo francés se ha vuelto una especie muy rara con una candidata que se esfuerza por tomar distancias del PS, la sociedad francesa protagoniza un retorno a los archiconsumidos deseos de “gobierno capaz de poner orden”, la prensa es un escandaloso club de intimidades dudosas con la clase política, la derecha histórica corre detrás de los votos de la extrema derecha para garantizarse un lugar al sol de las urnas de la segunda vuelta, y un señor que siempre desayunó en las reuniones de gabinete de los gobiernos conservadores se muestra en los escenarios políticos del país con una sonrisa y un discurso de centrista., de killer oficial mandatado para poner punto final a lo que hoy Francia considera como una enfermedad y no como una esencia de la democracia: la izquierda y la derecha, la alternancia entre dos visiones y dos gestiones de la realidad. El electorado le cree a tal punto que el converso centrista, François Bayrou, amenaza a los demás candidatos. El trío cohabita en un triángulo que va del 31 al 26 por ciento de posibilidades electorales.
Entre todo este tumulto hay unos cuantos electores lúcidos –de izquierda y de derecha, la lucidez no pertenece a ningún campo– que lloran inconsolablemente. Con respecto a la prensa y su disciplinado silencio, uno de ellos decía: “Para saber lo que pasa en Francia y obtener una lectura crítica, tengo que comprar la prensa extranjera”. El desconsolado elector no incurría en exageración alguna.
El socialismo tampoco hace mejores méritos. El PS designó a Ségolène Royal al cabo de un proceso de elecciones primarias, pero la directiva del partido la boicoteó, la ridiculizó y la aisló. Después de semanas de crisis y de pérdida sustancial de puntos en los sondeos, la candidata socialista incorporó a su estructura de campana a los tres adversarios internos que había dejado en el camino. Pero los adversarios, es sabido, no renuncian. En vez de ayudarla, guardaron silencio. Hoy, Ségolène Royal se queja de esa falta de presencia y eso le sirve para asegurar que ha recuperado su libertad. En suma, se presenta como una mujer que tiene ideas, pero no partido. De eso no caben dudas. Basta con leer 10 o 20 líneas del último libro aparecido sobre ella, Quién conoce a Ségolène Royal. Su autor no es un adversario político que desmenuza el programa de Royal, ni menos aún un periodista de investigación. Es Eric Besson, el hombre que, hace apenas tres semanas, ocupaba el puesto de secretario nacional del PS encargado de la Economía. Besson acusa a Royal de jugar la carta de la “víctima”, de “instrumentar el feminismo y los sufrimientos de los excluidos para asentar su poder. Usa y abusa de la demagogia”.
El candidato de la derecha no es una excepción a la... –¿cómo llamarla?– ¿confusión de los sentimientos electorales? Nicolas Sarkozy arrancó su campana a la velocidad de un cometa, pero los sondeos se estabilizaron como una órbita lunar. ¿Dónde buscar votos sino en esa especificidad casi única en las grandes democracias occidentales? La extrema derecha y su 14 o 20 por ciento de electores. Jean-Marie Le Pen, su líder, tiene un prontuario político y del otro más nutridos que los archivos de una comisaría. Pero su discurso xenófobo, su odio al prójimo de cara pálida –árabe y negro de preferencia–, su antisemitismo declarado y su revulsión por lo/s extranjero/s hacen sucumbir a un electorado miedoso y envejecido. Sarkozy se introdujo en esas tierras y radicalizó su campaña. Su última propuesta fue la creación de un Ministerio de la Inmigración y de la Identidad Nacional. Pero, ¿puede alguien sensato y moderno imaginar a un ministro de la Identidad Nacional en un mundo de diversidades movedizas e interconectado? “Sarkozy fabricó una frase para nuestro electorado”, dijo Olivier Martinelli, jefe de campaña de Jean-Marie Le Pen.
De ese laberinto surgió el Che. Con ese apodo se nombra a un hombre de corbatas de seda y expresión de campesino, dirigente de un partido microscópico, UDF, cuya única experiencia consiste en haber sido un efímero ministro de Educación. François Bayrou, el hombre centro, padre de seis hijos, autor de libros de historia y criador de caballos pura sangre. Católico ferviente, protagonista de la revolución centrista que suena con una gran coalición nacional que agruparía a la izquierda y la derecha. Los sondeos de opinión le pronostican entre 21 y 23 por ciento de los votos, prácticamente en igualdad con Ségolène Royal. En un clima de manifiesto resentimiento contra el sistema político, Bayrou se presenta como un rebelde, un profeta conciliador de mano suave para reformar sin dolor.
La desazón electoral sale manifiesta en todos los estudios de opinión. Un trabajo múltiple realizado por el Centro de Investigaciones Políticas (Cevipof) ofrece un barómetro alarmante del humor nacional: 61 por ciento de los electores no tiene confianza en la izquierda, ni en la derecha; 46 por ciento aún no decidió por quién votará el próximo 22 de abril. Un elector de cada ocho está dispuesto a cambiar de campo. Los expertos llaman a ese fenómeno disonancia electoral y afecta de manera plural a la izquierda. Los electores de izquierda que tienen la intención de votar por la derecha son seis veces más numerosos que los de la derecha que pueden votar a un candidato de izquierda.
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