EL MUNDO › INVERSIONES, ESTABILIDAD Y POLITICAS DE ESTADO
› Por Oscar Guisoni
Desde Madrid
A España le sienta bien la Unión Europea. Cuando la integración política y económica del viejo continente atraviesa, junto a la celebración de su 50° aniversario, una de sus crisis más profundas, en la península se mantienen altos los niveles de aprobación del proyecto comunitario, sin que haya fuerzas políticas relevantes que planteen, como está sucediendo en Francia, Holanda o Inglaterra, una negación del proyecto común.
Según sondeos recientes, entre el 55 y el 60 por ciento de los españoles considera que su estándar de vida ha mejorado desde que su país entró en la antes denominada Comunidad Económica, en 1986. Por si eso fuera poco, el 53 por ciento cree incluso que la llegada de la moneda única, el euro, fue positiva también para la economía doméstica. Y los índices de rechazo a la integración con los vecinos del continente no superan en ningún caso el 20 por ciento.
Para comprender mejor por qué España es junto a Irlanda y Portugal uno de los países donde mejor ha calado el europeísmo, hay que tener en cuenta varios factores. En primer lugar, el ingreso en la Unión hace dos décadas supuso la puesta en práctica de un gigantesco plan de inversiones en infraestructuras y modernización del país muy visible para la mayoría de los ciudadanos. A diferencia de Portugal y Grecia, donde las ayudas muchas veces se perdieron en un maremágnum de la corrupción gubernamental, tanto el gobierno de Felipe González como el de José María Aznar supieron sacar jugo al máximo del chorro ininterrumpido de dinero que llovía desde Bruselas. Incluso ahora, cuando el país, gracias al ingreso de los nuevos socios más pobres, roza ya el 93 por ciento del nivel de riqueza promedio de la UE y se encamina a dejar de recibir las ayudas, nadie parece lamentarlo demasiado. Durante la aprobación de los últimos presupuestos quinquenales de la Unión, la administración de José Luis Rodríguez Zapatero se defendió como pudo ante sus socios comunitarios para evitar que el flujo de ayudas se cortara de repente. No logró todo lo que quiso, pero al menos consiguió un colchón suave en el que aterrizar. Recién en el 2012 los subsidios dejarán de llegar al país, que pasará poco a poco de receptor a contribuyente de las arcas comunitarias.
A nivel político las cosas tampoco podrían andar mejor. Tanto el Partido Socialista como el Partido Popular comparten las banderas del europeísmo con muy pocos matices y el tema no es, ni lo ha sido nunca, un arma arrojadiza para utilizar en las elecciones o durante el transcurso de la agenda política habitual. Los socialistas porque consideran el ingreso a la Unión como una obra propia, mientras que el PP está más preocupado por hacer fluir sus pulsiones nacionalistas de rancio cuño contra las nacionalidades internas (catalanes y vascos) que contra los vecinos comunitarios, a diferencia de lo que ocurre en países como Francia o Italia, donde la derecha juega permanentemente (en versión Berlusconi o Sarkozy) con la ambigüedad de su apoyo a la Unión.
Otro factor importante que sumó consensos al proyecto fue la llegada del euro. Al igual que ocurrió en el resto de los países que entraron en la zona euro, la moneda única significó un encarecimiento de la vida mucho mayor, sospechan los ciudadanos de a pie, de lo que dicen las estadísticas oficiales. Este factor, que en Francia, Alemania o Italia generó grandes resistencias contra la Unión, en España fue absorbido por una ventaja que antes no existía: la gran estabilidad de la economía acompañada por las bajas tasas de interés, lo que ha generado niveles de endeudamiento nunca antes vistos en las familias españolas. Mientras que ahora es posible comprar una casa pagando una media del 4,5 o 5 por ciento de interés anual, antes, gracias a la perpetua inestabilidad de la peseta, los intereses rondaban entre el 15 y el 20 por ciento dependiendo de la coyuntura económica del momento.
Incluso un factor tan conflictivo como la llegada de la mayor masa inmigratoria del último siglo al país se está saldando por ahora sin grandes costos políticos. Aquí también, a diferencia de lo que ocurre en el Reino Unido, Francia o Alemania, en España no pueden quejarse de que los inmigrantes lleguen gracias a las fronteras permeables de otros, sino que son ellos el primer país de acogida. Una reciente encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), un organismo del Estado que monitorea con detenimiento esta explosiva situación social, arroja datos paradójicos: mientras que el 65 por ciento considera la llegada de la inmigración un problema, un porcentaje similar reconoce que es muy necesaria para la vitalidad de la economía. Sumando inmigrantes legales y sin papeles, se supone que los extranjeros son ya el 10 por ciento de la población.
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