EL MUNDO › HABLA LA VIUDA DE UNO DE LOS 0NCE DIPUTADOS ASESINADOS EN COLOMBIA
› Por Pilar Lozano *
desde Cali
Desde el balcón de la casa de Fabiola Perdomo, al sur de Cali, se divisan unas montañas enormes de perfil recortado como a mordiscos. Por ese horizonte, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) se llevaron el 11 de abril de 2002 a su esposo, Juan Carlos Narváez, y a otros once diputados provinciales. Hace una semana se enteró, a través de un escueto comunicado de la guerrilla colgado en Internet, de la muerte de su esposo y de 10 de sus compañeros en medio del fuego cruzado ocurrido el 18 de junio.
“Ya no hay vida. Mi esperanza era verlo bajar vivo de allá” asegura Fabiola, que ya cumplió los 38, la edad que se había fijado como límite para tener un segundo hijo. Llevaba casada una década, pero en los últimos cinco años no sabía qué responder cuando le preguntaban por su estado civil: ¿soltera?, ¿separada?... Hoy no soporta que la llamen viuda. “Soy la esposa de Juan Carlos”, corrige rápido. Ella –como las otras nueve viudas, 17 huérfanos, 11 madres y un sinnúmero de hermanos– jamás imaginó un final tan cruel. “No estaba preparada. Viví en un mundo de fantasía. Sólo imaginaba un futuro alegre.” Incluso llegó a elegir la blusa, el pantalón y el peinado con el que iba a recibir a su esposo una vez liberado.
Durante estos cinco años, Fabiola Perdomo ha sido la portavoz de las familias de los diputados secuestrados, una luchadora en busca de un acuerdo humanitario que devolviera la libertad a los canjeables (los secuestrados de la guerrilla que esperan ser liberados en un intercambio con el Estado).
Un día después del secuestro, la guerrilla permitió a los secuestrados llamar por teléfono a sus familias. “Me dijo que su suerte quedaba en mis manos. Siento una frustración grande. ¿Qué nos faltó hacer para convencer al gobierno o para flexibilizar a las FARC?” Y quiere saber la verdad de lo ocurrido la semana pasada. No para buscar culpables, para condenar o demandar. La necesita para tranquilizar su corazón y su cabeza, que no para de darle la vuelta a las mismas preguntas: ¿cómo fue?, ¿quién disparó?, ¿dónde ocurrió?
Ahora la nueva lucha de todos los familiares es por conseguir la devolución de los cadáveres. “No pueden jugar con nosotros. Lo importante es darle el último adiós y hacer el duelo, si no el dolor se va a prolongar años y viviremos con la duda de dónde están.”
Luz Marina, la madre de Juan Carlos, también quiere verlo por última vez sin importar el estado en que esté. “Si pasan muchos días se descomponen, ¿verdad?”, pregunta preocupada. Quiere darle una buena sepultura y llevarle flores. Piensa que con los cadáveres se podrá saber lo que pasó. Tiene 74 años y un cáncer la tiene consumida hasta los huesos. “Aguantó por Juan Carlos, para verlo”, dice Yolanda, la hermana. Hace apenas una semana esta mujer de pelo blanco vio a su hijo en sueños. “Estaba intacto. Me dijo: ‘Mamá, deme ligero la comida que me voy’. Me desperté contenta. Pensé: ‘Mi hijo va a volver’. ¡Y pensar que estaba muerto!”, dice en un hilo de voz.
Al presidente Alvaro Uribe le mandó cartas suplicando un acuerdo humanitario y que no intentara el rescate militar. “La sola palabra me asusta y me llena mi corazón de dolor”, escribió. En un armario quedarán los álbumes con recortes de prensa y las poesías que escribió para entregárselas a Juan Carlos en la fiesta de su regreso.
Esposa y madre saben por las pruebas de supervivencia que recibieron (la última hace dos meses) que Juan Carlos dedicó muchas horas de cautiverio a escribir. Ahora piden a la guerrilla que no destruya los cuadernos y al ejército que se los entreguen si los encuentran. “Son nuestra memoria, nuestra historia”, dice Fabiola. No sabe qué hará con los regalos que le había comprado a su marido en estos años de espera.
“Sería mentir decir que no he sentido rabia, pero mi corazón está sanando cada día. No me puedo permitir el odio que se ha transmitido durante generaciones.” Y recuerda frases que le enviaba su marido desde el cautiverio en los siete mensajes de supervivencia (“No sé quién es más infame: los que secuestran o quienes los olvidan”) o el que le dedicaba a ella: “Sigo resistiendo en la selva por amor”. La charla se interrumpe. Llama el suboficial de la policía John Pinchao. Era un canjeable hasta que en abril logró escapar de un campamento de las FARC tras ocho años de secuestro. Fabiola le dice: “El mejor homenaje a nuestros muertos es que trabajes por el acuerdo humanitario. Si nuestras lágrimas y dolor sirven para que otros no vivan lo que hemos sufrido, para salvar vidas, este sacrificio no será en vano”.
* De El País de Madrid. Especial para Página/12.
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