EL MUNDO › ESCENARIO
› Por Santiago O’Donnell
Los soldados de Bush van marchando. Esta semana se fue Albert Gonzales, el ministro de Justicia, y en la otra partió Carl Rove, el subjefe de Gabinete. Los cargos no dicen mucho, pero fueron protagonistas de la presidencia de Bush. Rove fue el cerebro legal, Gonzales el cerebro legal. Cada cual, a su manera, representa un legado de Bush. Rove fue responsable en gran medida por la polarización inédita que existe hoy en Estados Unidos, y Gonzales tuvo mucho que ver con el doble standard moral que llevó a la pérdida de credibilidad, y por lo tanto de liderazgo, de Estados Unidos en el mundo.
Durante mucho tiempo Rove fue la estrella del equipo de Bush, el que más brillaba cuando las papas más quemaban, especialmente a la hora del voto. Así fue como en las campaña del 2000 Bush sorprendió a Al Gore, el delfín de un presidente que se retiraba con su popularidad intacta y la economía a velocidad crucero; en el 2002, Bush arrasó en las legislativas surfeando la ola de pánico post 9-11, y en el 2004 Bush se llevó por delante a John Kerry con un discurso belicista y ganador, a tono con los tiempos que corrían. La fórmula ganadora de Rove, sin llegar a ser revolucionaria, cambió para siempre las campañas electorales en Estados Unidos. Antes de Rove, los demócratas y los republicanos daban por descontada su base de apoyo y competían por los votantes de centro, a los que llaman “swing voters” o “Reagan democrats”. Rove tenía otras ideas. Ya que el voto es opcional y la mitad del electorado no vota, razonó Rove, para ganar hay que dejar de lado las propuestas insulsas para plantarse bien a la derecha, generar mística, apoyarse en una red de voluntarios muy motivados y provocar una avalancha de nuevos votos conservadores. Para lograr todo eso era necesario hacer una revolución cultural. Así, Rove y Bush adoptaron la agenda del movimiento evangélico de rediscutir la teoría de la evolución, frenar la investigación científica de embriones humanos, llevar jueces antiabortistas a la Corte Suprema y, sobre todo, machacar con la idea del orgullo por el poderío militar y económico de Estados Unidos, su “destino manifiesto” de liberar el mundo de villanos y dictadores a pesar de la endeblez de sus aliados circunstanciales.
Gonzales tiene el mérito de ser el hispano que llegó más alto en el gobierno norteamericano. Su cargo de Attorney General combina las atribuciones que aquí le corresponden al ministro de Justicia y fiscal general, además de tareas de administración de Justicia que aquí cumplen la Corte Suprema y el Consejo de la Magistratura. Más allá de la importancia del cargo, sus contribuciones más notorias las hizo durante los cinco años que trabajó como asesor legal de la Casa Blanca. Gonzales coescribió el Patriot Act, la ley antiterrorista aprobada al calor de los atentados a las Torres Gemelas, que habilita a todo tipo de pinchaduras y seguimientos, y que sacrifica derechos civiles en el altar de la seguridad. Pero fue seguramente su “memo de la tortura” el que le ganó un lugar en la historia. Bush y Gonzales estaban preocupados porque sentían que la Convención de Ginebra para prisioneros de guerra era obsoleta. Claro, Estados Unidos continental había sido atacado por primera vez en su historia. Una cosa es exigir garantías cuando se pelea en tierra ajena, otra es reconocerle derechos a quienes te atacan. La Convención de Ginebra había creado la categoría legal de “combatinente enemigo”, al cual se le garantizaba el derecho a ser juzgado en una corte militar y a compartir su celda con sus compañeros de guerra. Gonzales y Bush crean la categoría de “combatiente enemigo ilegal” para diferenciarla de “combatiente enemigo legal”. Un soldado norteamericano en una invasión vendría a ser un combatiente legal. Un piloto suicida de Al Qaida vendría a ser un combatiente ilegal. El combatiente ilegal para Bush y Gonzales pertenece a una especie subhumana, que sólo tiene derecho a pedirle a una corte especial creada por Bush a que revise su condición de combatiente ilegal. Si se confirma su condición, Estados Unidos se arroga el derecho de tenerlo preso “hasta el fin de la guerra contra el terrorismo”, o sea hasta que se le dé la gana. Encima, bajo las condiciones descriptas por Gonzales en su memo. Para Gonzales, ni el submarino ni el insomnio forzado ni las humillaciones sexuales o religiosas ni días enteros de música al mango constituyen tortura. Para él, un acto de tortura implica “un daño tal que se puede equiparar a la pérdida de funcionamiento de un órgano”.
En las elecciones legislativas del 2006 Rove volvió a insistir con su estrategia de movilizar a las bases republicanas y reivindicar la guerra, pero el resultado fue catastrófico. Los conservadores se habían cansado de Bush y su costado populista: el déficit fiscal, sus grandilocuentes y caros planes para reformar el sistema de salud, su propuesta para blanquear a 10 millones de ilegales. Y ni hablar de la guerra de Irak, que a esa altura ya era un martirio. Los demócratas recuperaron el control de las dos cámaras y la permanencia de Rove en el gobierno se convirtió en un irritativo innecesario. La elección presidencial del año que viene se decidirá en favor de los demócratas si se mantiene el clima antiguerra de los últimos meses, o la ganarán los republicanos si sucede otro atentado y la seguridad nacional vuelve a ser la prioridad. En todo caso el estratega político ya no tenía nada que hacer. Las balas le picaban cerca. Se salvó raspando de ser condenado por revelar la identidad de la espía Valerie Plame y de ser echado por instigar el despido de fiscales opositores. Se fue criticando a los demócratas por su falta de apoyo a la guerra y augurando un triunfo republicano que no aparece en ninguna encuesta, un Rove auténtico, arrepentido de nada y desafiante como siempre.
Gonzales cayó, justamente, por el escándalo de los fiscales, bajo la presión del Congreso demócrata. (En eso coincidieron Rove y Gonzales: ambos trabajaron en favor de la degradación institucional de la Justicia norteamericana al politizarla con listas negras y despidos.) Por entonces el invento legalista de Gonzales para justificar la cárcel de Guantánamo había sido declarado ilegal por la Corte Suprema.
La influencia cultural de Rove se combinó con el afianzamiento de la cadena Fox como opción conservadora a las cadenas tradicionales de televisión (ABC, NBC y CBS), y la irrupción de los bloggers conservadores para dar lugar a la fragmentación más notoria del escenario político desde que se tenga memoria. Candidatos republicanos como Rudy Guliani, Mitch Romney y Fred Thompson sólo le conceden entrevistas televisivas a la cadena Fox y los blogger republicanos, mientras los demócratas Hillary Clinton, Barak Obama y John Edwards no hablan con Fox pero sí lo hacen con las demás cadenas. El mapa electoral se divide como nunca entre el norte demócrata y el sur republicano y hace ya mucho tiempo que en el Congreso no se alcanza un acuerdo bipartidista. Ese es el legado de Bush en la agenda doméstica y Rove es su mejor símbolo.
Cuando la primera potencia del mundo legaliza la tortura e inventa una categoría subhumana para tratar a combatientes enemigos, pierde autoridad moral y cuando eso sucede se pierde liderazgo. Entonces Chávez te insulta y América latina toma otra dirección; Sarkozy se da aires de estadista y sale a conquistar el mundo; Gran Bretaña aprovecha el cambio de primer ministro para despegarse de Washington; Putin le pone coto al expansionismo de Occidente en Europa oriental; Irán desafía al mundo con sus reactores nucleares; el gobierno israelí se cae a pedazos; los líderes de Irak y Afganistán hacen alardes de independencia y los aliados árabes y musulmanes de Estados Unidos pagan un costo político altísimo por las armas que les manda el Pentágono. Ese es el legado de Bush para el mundo que simboliza Gonzales.
Hubo otros soldados que debieron partir para proteger al jefe. El año pasado le había tocado el turno a Donald Rumsfeld, el cerebro militar de Bush. Rumsfeld estaba convencido de que las guerras modernas no se ganan con ejércitos de ocupación, sino con bombardeos masivos y operaciones especiales como secuestros y asesinatos selectivos. Desconfiaba de la efectividad del Pentágono y hasta de la CIA porque ambas instituciones estaban sujetas a molestos controles del Congreso, y prefería manejar todo desde la Casa Blanca. Rumsfeld era a su vez un protegido del vicepresidente Dick Cheney, el ex asesor de Seguridad Nacional de Bush padre. Cheney había jurado completar el trabajo que había quedado inconcluso tras la primera Tormenta del Desierto: el derrocamiento de Saddam Hussein, enemigo y competidor de los jeques sauditas que hacían negocios petroleros con el clan de cowboys tejanos.
Rove, Gonzales, Rumsfeld y Cheney fueron hombres influyentes, poderosos, con ideas y agendas radicales que llevaron a Estados Unidos a una derrota militar, una economía hiperdeficitaria, una crisis política de proporciones y el aislamiento internacional. Fueron cayendo uno tras otro, aplastados por el peso de la historia, soldados de Bush hasta el final.
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