Benazir Bhutto volvió a Pakistán el 18 de octubre pasado, tras un acuerdo con Pervez Musharraf que la liberó de los cargos de corrupción que pesaban en su contra. Ese acuerdo lo organizó Washington, necesitando lavar la imagen dictatorial de su aliado.
› Por Georgina Higueras *
Benazir Bhutto no quiso desaprovechar la oportunidad de saludar a las decenas de periodistas que la acompañábamos en aquel vuelo de regreso a Pakistán, el pasado 18 de octubre, y casi a codazos se abrió paso entre sus fieles, que abarrotaban el avión, para llegar hasta el centro de la nave y dedicarnos a cada uno unas palabras. Intuía, tal vez, que el recibimiento en Karachi, su feudo y la principal ciudad de Pakistán, podría ser conflictivo y con su amplia sonrisa y su buena disposición trató de infundarnos parte de su coraje.
“Estoy feliz y muy orgullosa de volver a cumplir con mi responsabilidad para con mi pueblo”, declaró sin poder disimular la emoción mientras recurría a su habitual gesto de colocarse la bufanda de seda blanca con que se cubría la cabeza. La primera pregunta era obvia. Las amenazas contra su vida procedían de los sectores más diversos de Pakistán, desde el mismo partido gobernante, la Liga Musulmana de Pakistán-Q, a los sectores más radicales y cercanos a Al Qaida. “No tengo miedo”, dijo. Y con esa seguridad aplastante que caracterizaba a esta política de raza, añadió dando lecciones a los islamistas: “Cualquiera que arranque la vida de una mujer arderá en las llamas del infierno”. BB (Bibi), como la llaman los paquistaníes, no tenía pelos en la lengua. Siempre iba más allá de cualquier respuesta que se esperase. Disfrutaba contando sus planes, marcando las líneas directrices de lo que ella creía que debía ser su gobierno. No hablaba más porque su portavoz, el senador Farhatula Babar, casi hacía de cancerbero para evitar que BB diese bazas a sus enemigos. Los sectores más radicales se oponían tajantemente a su vuelta. No sólo porque no querían someterse a una mujer, sino sobre todo porque no se cansó de repetir que cuando volviese a ser primera ministra invitaría a las tropas estadounidenses a perseguir a Osama bin Laden en territorio paquistaní y permitiría al Organismo Internacional para la Energía Atómica entrevistar al padre de las bombas nucleares paquistaníes, el científico Abdul Qadir Jan.
Bhutto, sin embargo, desconfió siempre más de los servicios secretos y de ciertos elementos del poder procedentes de la dictadura de Mohamed Zia ul Haq (1977-1988), que de los extremistas islámicos. En la entrevista mantenida tras el atentado de Karachi, en el que murieron 143 personas y del que ella salió ilesa, la líder del Partido Popular de Pakistán (PPP) pidió una “investigación internacional del atentado” y se manifestó descontenta con la “comisión formada por el gobierno”.
Hija de Zulfikar Ali Bhutto, el primer ministro depuesto por el general Zia y ahorcado dos años después por su régimen, Benazir indicó que antes de volver a Pakistán había pedido al presidente Pervez Musharraf que destituyera como director del Buró de Inteligencia (IB) al general retirado Iyaz Sha, por su “clara animadversión” hacia la líder del PPP. Bhutto no dudó en responsabilizar a los dictadores paquistaníes de la violencia que azota el país. “El problema del terrorismo procede de la década de los ochenta, cuando por combatir el comunismo se encumbró a los jihadistas afganos. Necesitamos una administración neutral para frenar el terrorismo.” “Hay muchos infiltrados en el gobierno que no quieren que el PPP gane las elecciones”, subrayó. En los dos meses transcurridos desde estas declaraciones, Bhutto se ha quejado con frecuencia de que Musharraf no ha permitido una investigación internacional de los hechos. Los conspiradores que querían a toda costa impedir que Benazir Bhutto volviera a dirigir el destino de Pakistán tuvieron que recurrir a la combinación más macabra: un francotirador suicida, que primero le disparó en el cuello y el abdomen y luego se hizo estallar para garantizarse la muerte de Bibi, que ha dejado el país huérfano de su principal valedor demócrata.
Hastiados por más de ocho años de dictadura de Musharraf y por una bonanza económica que sólo ha beneficiado a un cuarto de la población, los paquistaníes miraban a Bhutto con la esperanza de ver renacer en ellos aquella fe con que la recibieron en 1988. Ya no la veneran, muchos incluso no le perdonan que los haya engañado y se haya enriquecido a su costa, pero la gran mayoría sigue creyendo en la democracia y en que las urnas, mejor que los kalashnikov, pueden ayudar a resolver los problemas de un país con 165 millones de habitantes, de los que el 74 por ciento vive con menos de un dólar al día.
Pero Bhutto fue una pésima gobernante, que no estuvo a la altura de lo que se esperaba de ella ni de lo que ella misma había prometido. Desconfiaba de todo el mundo, no delegaba y se aisló en medio de una estrecha camarilla de aduladores. Además, tampoco fue capaz de frenar la voracidad de la familia Zardari, con la que se había casado. Su suegro fue pronto conocido como Mister 10%, al igual que su marido, Asif Zardari. Aquel primer gobierno de Bibi duró poco: 1988-1990. El entonces presidente Gulam Ishaq Jan la destituyó bajo acusaciones de corrupción y violación de la Constitución. Pese a ello, en 1993 volvió a ganar las elecciones y obtuvo un segundo mandato como primera ministra, que acabó en 1996, también en otro golpe de mano presidencial por acusaciones parecidas.
La estrella de Benazir pareció apagarse y el golpe de Estado del general Musharraf, en 1999, la llevó a optar por autoexiliarse para evitar una condena a la cárcel, en la que ya se encontraba su marido. El PPP se enfrentó descabezado a una nueva dictadura militar. Los atentados del 11 de septiembre de 2001 cambiaron el destino de Musharraf, quien al colocarse al lado de Estados Unidos en la guerra contra el terrorismo internacional dejó de ser un paria aislado para convertirse en un “aliado clave”. Fue Washington el que, necesitado de lavar la imagen dictatorial de su “amigo”, organizó el acuerdo entre Musharraf y Bhutto, que permitió a ésta volver a Pakistán y liberarla de los cargos de corrupción que pesaban sobre ella. El acuerdo de reparto de poder presuponía que el general, convertido en civil, se quedaría con la presidencia de la República Islámica y la líder del PPP, como primera ministra, una vez que ganara las elecciones del próximo 8 de enero.
El hecho de que su asesinato se produjera en Rawalpindi, la antigua capital del país vecina a la actual y en la que se conservan el cuartel general del ejército y las sedes de los poderosos ISI (Servicio de Inteligencia Interior), considerado un “Estado dentro del Estado” e IB revela, según fuentes de inteligencia indias, “hasta qué punto el extremismo se ha infiltrado en el tejido del poder paquistaní”.
El asesinato de Bhutto sume a Pakistán en una crisis aún más profunda que la que atraviesa desde que Musharraf decidió en noviembre pasado destituir a los jueces del Tribunal Supremo para poner otros que le garantizaran la legalidad de su reelección como presidente del país. Las dudas sobre el fraude electoral en las elecciones de enero son enormes. Además, sin Benazir y sin su gran rival político, el también ex primer ministro Nawaz Sharif –líder de la Liga Musulmana de Pakistán-N (PMLN), a quien no se le ha permitido presentarse– parecen unos comicios más que irrelevantes. La gran pregunta ahora es: ¿podrá Musharraf permanecer en el poder sin BB?
* De El País de Madrid. Especial para Página/12.
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