Dom 03.02.2008

EL MUNDO  › ESCENARIO

Coma dos

› Por Santiago O’Donnell

La política del premier israelí Ehud Olmert de aislar y hambrear al 1,4 millón de palestinos que habitan la Franja de Gaza no parece estar dando resultados.

El 23 de enero pasado, explosivos del movimiento Hamas abrieron un buraco en el paredón que Israel había construido en la frontera entre la franja y Egipto en el paso de Rafah. Decenas de miles de palestinos se lanzaron sobre las ciudades egipcias en la frontera para comprar los alimentos y suministros necesarios para sobrevivir. Vaciaron dos ciudades y tres días más tarde volvieron a Gaza mientras los soldados antimotines del ejército egipcio miraban sin hacer nada. Desde entonces el paso se mantiene abierto bajo el control de autoridades de Hamas y de Egipto. Así se restableció el abastecimiento de víveres y combustibles en la franja, a pesar del boicot israelí. Olmert y sus aliados quedaron pedaleando en el aire. Y el plan de paz urdido en Annapolis en diciembre pasado –haciendo de cuenta que Gaza y Hamas no existen– quedó sepultado bajo los escombros del muro de Rafah.

El paredón se había alzado en el 2006 para sellar la frontera egipcia después de que Hamas, liderado por Ismael Haniyeh, ganara el derecho a formar el gobierno de la Autoridad Palestina tras imponerse en elecciones libres y limpias. Se las había ganado al partido Al Fatah del presidente Mahmud Abbas. A diferencia de Al Fatah, Hamas es un partido-movimiento islamita que no reconoce al Estado de Israel. Sus milicias hostigan las ciudades fronterizas israelíes con constantes lanzamientos de cohetes Qassam que rara vez matan pero causan un severo daño psicológico a la población.

Ante semejante desafío, Olmert decidió que la mejor respuesta era imponer un boicot internacional con el apoyo de sus aliados Estados Unidos, la Unión Europea, Egipto y Jordania, y cazar a los lanzacohetes con bombardeos y operativos comando que sí suelen ser mortíferos para los milicianos y también muchas veces para civiles inocentes, asegurándose de que la proporción de muertos entre palestinos e israelíes sea mucho más grande que diez a uno.

Olmert tenía un sueño: quería ser como Sharon. El general Ariel Sharon, fundador del partido Kadima, era un hombre muy querido y muy odiado, héroe de guerra, facilitador de masacres en campamentos de refugiados, salvador de la patria, traidor de colonos, el prototipo del hombre duro que en su vejez pareció entender que hay guerras que nunca terminan mientras mandan los guerreros. Sharon cerró su carrera ordenando a su policía desalojar a miles de colonos israelíes de la Franja de Gaza en agosto del 2005, colonos que él mismo había alentado a instalarse allí para hacer patria, pero que más tarde evacuó para facilitar la creación de un Estado palestino.

Pero el general no había perdido las mañas. Se había convencido de que había que negociar con los palestinos, sí, y que inevitablemente había que ceder territorio y volver a las fronteras establecidas por las Naciones Unidas, pero que había que hacerlo gradualmente y desde la fuerza, nunca desde una posición de debilidad. Seis meses después de ordenar el repliegue de Gaza, Sharon sufrió un derrame cerebral y cayó en un coma profundo que persiste hasta hoy. Olmert lo reemplazó al frente del gobierno y de Kadima. Tres meses después Olmert ganaba las elecciones con la promesa de hacer en Cisjordania lo mismo que Sharon había hecho en Gaza, evacuar colonos, para así poder trazar la “frontera definitiva” de Israel.

Para poder hacer todo eso, según las enseñanzas del maestro, había que demostrar fuerza. Al poco tiempo de asumir Olmert tuvo la oportunidad de desplegarla cuando Hamas secuestró a un soldado israelí en un paso fronterizo. Olmert respondió invadiendo Gaza. Entonces otro grupo islamita, Hezbolá, intuyendo que Olmert no era ningún Sharon, decidió mojarle la oreja secuestrando otros tres soldados israelíes, esta vez en la frontera con Líbano. Entonces Olmert invadió Líbano y la guerra terminó en un fracaso militar y político que hoy jaquea su carrera.

Al verse derrotado en el Líbano y ante el crecimiento de la derecha liderada por Benjamin Netanyahu, Olmert entendió que la única manera de sobrevivir en el poder era haciéndose el duro con los palestinos.

Por un tiempo, la estrategia de Olmert pareció funcionar. El boicot tensó la relación entre Hamas y Al Fatah y puso a Palestina al borde de una guerra civil, hasta que en junio del año pasado se hizo una repartija: Hamas tomó control de Gaza y Fatah quedó en control de la más próspera Cisjordania, donde viven más de dos millones de palestinos y más de 200.000 israelíes.

Cuando se dividió el control del territorio palestino Olmert llegó a la conclusión de que había llegado la hora de profundizar la herida. Entonces tendió puentes con Al Fatah por un lado y por el otro ajustó el torniquete sobre Gaza. Así, ignorando las protestas de la Cruz Roja y las Naciones Unidas, cortó el flujo de hasta la más elemental ayuda humanitaria hacia la franja, incluyendo el diesel de la Unión Europea para alimentar la única usina generadora, responsable del suministro del 30 por ciento de la energía eléctrica de toda Gaza.

Pero el aislamiento de los palestinos de la franja tuvo el efecto contrario al esperado por Olmert. La población se unió y la popularidad y el poder de Hamas crecieron. Según un artículo del diario israelí Haaretz, después del último asalto del ejército israelí sobre Gaza, en noviembre pasado, los reservistas del ejército israelí que tomaron parte en el operativo volvieron impresionados por la disciplina y la capacidad táctica de las tropas de Hamas. Ya no se enfrentaban con pandillas desorganizadas sino con un verdadero ejército, dijeron los reservistas.

En eso llegó Bush con la cola entre las piernas de Irak, con órdenes estrictas del panel de expertos de su Congreso, que le exigía hacer algo con Israel y Palestina para destrabar todo el lío de Medio Oriente. La idea de Condi Rice y los suyos era dejar a Gaza en “stand-by” con sus cohetes y sus necesidades básicas insatisfechas, para negociar con Al Fatah un acuerdo para Cisjordania.

La iniciativa de Bush le vino bárbaro a Olmert, porque le permitió tirarles un hueso a los laboristas, sus socios de coalición, que siguen apoyándolo no por convicción sino por temor a la alternativa. Pero es difícil que Olmert, debilitado como está, pueda avanzar más allá de la retórica sin perder su mayoría parlamentaria. Algunos de sus socios menores ya le han hecho saber que le quitarán su apoyo en cuanto haga su primera concesión en la mesa negociadora.

Del otro lado del mostrador, los palestinos de Al Fatah también se quedaron sin margen para negociar desde que la situación en Gaza se hizo insostenible. Es difícil ignorar el hacinamiento de un millón y medio de palestinos y al mismo tiempo pretender representarlos en una negociación con los responsables directos de la hambruna.

Cuando asumió, en el 2006, Hamas dejó en claro que no tenía ninguna intención de negociar con Israel. Ahora Hamas dice que quiere negociar, pero Olmert rechaza el diálogo. Mejor dicho, para negociar exige que Hamas suspenda los lanzamientos de cohetes, pero ésa es la única ficha que los islamitas conservan. Ante esta encrucijada Hamas le tiró la presión a Egipto.

Un día después del cierre de la planta generadora de Gaza, Hamas canalizó el descontento popular en dirección al muro israelí en la frontera egipcia. El buraco sirvió de válvula de escape. Cuando llegó la avalancha de palestinos, el presidente egipcio, Hosni Mubarak, se negó a reprimir. En vez de una rebelión en Palestina, Olmert se encontró con que había creado una crisis internacional que lo pone en una situación incómoda con su principal aliado árabe. Egipto no quiere más desbordes fronterizos y no tiene problemas en hablar con Hamas. Prefiere que la frontera la cuide Al Fatah, pero con un acuerdo que no deje afuera ni a Hamas ni a Israel. En eso anda Mubarak, pero la tarea no es sencilla.

Olmert, en tanto, se quedó sin margen para ceder territorio, ni para hambrear, ni para invadir. Su vida política depende del respirador laborista y de los placebos que le llegan desde Annapolis. Su gobierno cayó en un coma más profundo que Sharon. Sólo en eso pudo superar a su maestro.

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